– Estamos locos -le dije-. Perdóname.
Esa noche cenamos juntos otra vez. Pero el guebli rapaba ya los montículos, nos ahogábamos a cincuenta y dos grados y los nervios punzaban enloquecidos a flor de epidermis. Yo no me atrevía a levantar los ojos porque sabía que él estaba en ese momento sacudiendo la cabeza de lado, y me hubiera sido completamente imposible ver con calma eso. Y la tensión crecía, porque había una tortura mayor que aquélla; era saber que, sin que yo lo viera, él estaba en ese instante con su tic.
¿Comprende usted esto? El, mi amigo, pasaba por lo mismo que yo, pero exactamente con razonamientos al revés… Y teníamos una precaución inmensa en los movimientos, al alzar un porrón de barro, al apartar un plato, al frotar con pausa un fósforo; porque comprendíamos que al menor movimiento brusco hubiéramos saltado como dos fieras.
No comimos más juntos. Vencidos ambos en la primera batalla del mutuo respeto y la tolerancia, el cafard se apoderó del todo de nosotros. Le he contado con detalles este caso porque fue el primero. Hubo cien más. Llegamos a no hablarnos sino lo estrictamente necesario al servicio, dejamos el tú y nos tratamos de usted. Además, capitán y teniente, mutuamente.. Si por una circunstancia excepcional, cambiábamos más de dos palabras, no nos mirábamos, de miedo de ver, flagrante, la provocación en los ojos del otro… Y al no mirarnos sentíamos igualmente la patente hostilidad de esa actitud, atentos ambos al menor gesto, a una mano puesta sobre la mesa, al molinete de una silla que se cambia de lugar, para explotar con loco frenesí. No podíamos más, y pedimos el relevo.
Abrevio. No sé bien, porque aquellos dos meses últimos fueron una pesadilla, qué pasó en ese tiempo. Recuerdo, sí, que yo, por un esfuerzo final de salud o un comienzo real de locura, me di con alma y vida a cuidar de cinco o seis legumbres que defendía a fuerza de diluvios de agua y sábanas mojadas. El, por su parte, y en el otro extremo del fortín, para evitar todo contacto, puso su amor en un chanchito, ¡no sé aún de dónde pudo salir! Lo que recuerdo muy bien es que una tarde hallé rastros del animal en mi huerta, y cuando llegó esa noche la caravana oficial que nos relevaba, yo estaba agachado, acechando con un fusil al chanchito para matarlo de un tiro.
¿Qué más le puedo decir? ¡Ah! Me olvidaba… Una vez por mes, más o menos, acampaba allí una tribu indígena, cuyas bellezas, harto fáciles, quitaban a nuestra tropa, entre siroco y siroco, el último resto de solidez que quedaba a sus nervios. Una de ellas, de alta jerarquía, era realmente muy bella… Figúrese ahora en este detalle- cuán bien aceitados estarían en estas ocasiones el revólver de mi teniente y el mío…
Bueno, se acabó todo. Ahora estoy aquí, muy tranquilo, tomando caña brasileña con usted, mientras llueve. ¿Desde cuándo? Martes, miércoles… siete días. Y con una buena casa, un excelente amigo, aunque muy joven… ¿Y quiere usted que me pegue un tiro por esto? Tomemos más caña, si le place, y después cenaremos, cosa siempre agradable con un compañero como usted… Mañana -pasado mañana, dicen- debe bajar el Meteoro. Se embarca en él y cuando vuelva a hallar pesados estos siete días de lluvia, acuérdese del tic, del cafard y del chanchito…
¡Ah! Y de mascar constantemente arena, sobre todo cuando se está rabioso… Le aseguro que es una sensación que vale la pena.
EL MÁRMOL INÚTIL
¿Usted, comerciante? -exclamé con viva sorpresa dirigiéndome a Gómez Alcain. ¡Sería digno de verse! ¿Y cómo haría usted?
Estábamos detenidos con el escultor ante una figura de mármol, una
tarde de exposición de sus obras. Todas las miradas del grupo expresaron la misma risueña certidumbre de que en efecto debía ser muy curioso el ejercicio comercial de un artista tan reconocidamente inútil para ello como Gómez Alcain.
– Lo cierto es -repuso éste, con un cierto orgullo- que ya lo he sido dos veces; y mi mujer también -añadió señalándola.
Nuestra sorpresa subió de punto:
– ¿Cómo, señora, usted también? ¿Querría decirnos cómo hizo? Porque…
La joven se reía también de todo corazón.
– Sí, yo también vendía… Pero Héctor les puede contar mejor que yo… El se acuerda de todo.
– ¡Desde luego! Si creen ustedes que puede tener interés…
– ¿Interés, el comercio ejercido por usted? exclamamos todos-. ¡Cuente en seguida!
Gómez Alcain nos contó entonces sus dos episodios comerciales, bastante ejemplares, como se verá.
Mis dos empresas -comenzó- acaecieron en el Chaco. Durante la primera yo era soltero aún, y fui allá a raíz de mi exposición de 1903. Había en ella mucho mármol y mucho barro, todo el trabajo de tres años de enfermiza actividad. Mis bustos agradaron, mis composiciones, no. De todos modos, aquellos tres años de arte frenético tuvieron por resultado cansarme hasta lo indecible de cuanto trascendiera a celebridades teatrales, crónicas de garden party 31, críticas de exposiciones y demás.
"Entonces llegó hasta mí desde el Chaco un viejo conocido que trabajaba allá hacía cuatro años. El hombre aquel -un hombre entusiasta, si lo hay- me habló de su vida libre, de sus plantaciones de algodón. Aunque presté mucha atención a lo primero, la agricultura aquella no me interesó mayormente. Pero cuando por mera curiosidad pedí datos sobre ella, perdí el resto de sentido comercial que podía quedarme.
"Vean ustedes cómo me planteé la especulación:
"Una hectárea admite quince mil algodoneros, que producen en un buen año tres mil kilos de algodón. El kilo de capullos se vende a dieciocho centavos, lo que da quinientos cuarenta pesos por hectárea. Como por razón de gastos treinta hectáreas pedían el primer año seis mil doscientos pesos, me hallaría yo, al final de la primera cosecha, con diez mil pesos de ganancia. El segundo año plantaría cien hectáreas, y el tercero, doscientas. No pasaría de este número. Pero ellas me darían cien mil pesos anuales, lo suficiente para quedar libre de exposiciones, crónicas, cronistas y dueños de salones.
"Así decidido, vendí en siete mil pesos todo lo que me quedaba de la exposición, casi todo, por lo pronto. Como ven ustedes, emprendía un negocio nuevo, lejano y difícil, con la cantidad justa, pues los ochocientos pesos sobrantes desaparecieron antes de ponerme en viaje: por aquí comenzaba mi sabiduría comercial.
Lo que vino luego es más curioso. Me construí un edificio muy raro, con algo de rancho y mucho de semáforo; hice un carrito de asombrosa inutilidad, y planté cien palmeras alrededor de mi casa. Pero en cuanto a lo fundamental de mi ida allá, apenas me quedó capital para plantar diez hectáreas de algodón, que por razones de sequía y mala semilla, resultaron en realidad cuatro o cinco.
"Todo esto podía, sin embargo, pasar por un relativo éxito; hasta que llegó el momento de la recolección. Ustedes deben de saber que éste es el real escollo del algodón: la carestía y precio excesivo del brazo. Yo lo supe entonces, y a duras penas conseguí que cinco indios viejos recogieran mis capullos, a razón de cinco centavos por kilo. En Estados Unidos, según parece, es común la recolección de quince a veinte kilos diarios por persona. Mis indios recogían apenas seis o siete. Me pidieron luego un aumento de dos centavos, y accedí, pues las lluvias comenzaban y el capullo sufre mucho con ellas.
"No mejoraban las cosas. Los indios llegaban a las nueve de la mañana, por temor del rocío en los pies, y se iban a las doce. No volvían de tarde. Cambié de sistema, y los tomé por día, pensando así asegurar -aunque cara- la recolección. Trabajaban todo el día, pero me presentaban dos kilos de mañana y tres de tarde.
"Como ven, los cinco indios viejos me robaban descaradamente. Llegaron a recogerme cuatro kilos diarios por cabeza, y entonces, exasperado con toda esa bellaquería de haraganes, resolví desquitarme.
"Yo había notado que los indios -salvo excepciones- no tienen la más vaga idea de los números. Al principio sufrí fuertes chascos.
– ¿Qué vale esto? -había preguntado a uno de ellos que venía a ofrecerme un cuero de ciervo.
Veinte pesos -me respondió.
Claro es, rehusé. Llegó otro indio, días después, con un arco y flechas: aquello valía veinte pesos, siendo así que dos es un precio casi excesivo. "No era posible entenderse con aquellos audaces especuladores. Hasta que un capataz de obraje me dio la clave del mercado. Fui en consecuencia a ver al indio de los arcos y le pedí nuevo precio.
Veinte pesos -me repitió.
'-Aquí están -le dije, poniéndole dos pesos en la mano. Quedó perfectamente seguro de que recibía sus veinte pesos.