"Aun más: a cierto diablo que me pedía cinco pesos por un cachorro de aguará, le puse en la mano con lento énfasis tres monedas de diez centavos:
'-Uno… tres… cinco… Cinco pesos; aquí están los cinco pesos.
El vendedor quedó luminosamente convencido. Un momento después, so pretexto de equivocación, le completé su precio. Y aun creyó acaso -por nativa desconfianza del hombre blanco-, que la primera cuenta hubiera sido más provechosa para él.
"Esta ignorancia se extiende desde luego a la romana, balanza usual en las pesadas de algodón. Para mi desquite de que he hablado, era necesario tomar de nuevo los peones a tanto el kilo. Así lo hice, y la primera tarde comencé. La bolsa del primero acusaba seis kilos.
– Cuatro kilos: veintiocho centavos -le dije.
"El segundo había recogido cuatro kilos; le acusé dos. El tercero, seis; le acusé tres. Al cuarto, en vez de siete, cinco. Y al quinto, que me había recogido cinco, le conté sólo dos. De este modo, en un solo día, había recuperado setenta centavos. Pensaba firmemente resarcirme con este sistema de las pillerías y los adelantos.
"Al día siguiente hice lo mismo. "Si hay una cosa lícita, me decía yo, es lo que hago. Ellos me roban con toda conciencia, riéndose evidentemente de mí, y nada más justo que compensar con la merma de su jornal el dinero que me llevan."
"Pero cierto malhumor que ya había comenzado en la segunda operación, subió del todo en la tercera. Sentía honda rabia contra los indios, y en vez de aplacarse ésta con mi sistema de desquite, se exasperaba más. Tanto creció este hondo disgusto, que al cuarto día acusé al primer indio el peso cabal, e hice lo mismo con el segundo. Pero la rabia crecía. Al tercer indio le aumenté dos kilos; al cuarto, tres, y al quinto, ocho kilos.
"Es que a pesar de las razones en que me apoyaba, yo estaba sencillamente robando. No obstante los justificativos que me dieran las doscientas legislaciones del inundo, yo no dejaba de robar. En el fondo, mi famosa compensación no encerraba ni una pizca más del valor moral que el franco robo de los indios. De aquí mi rabia contra mí mismo.
"A la siguiente tarde aumenté de igual modo las pesadas de algodón, con lo que al final pagué más de lo convenido, perdí los adelantos y la confianza de los indios que llegaron a darse cuenta, por las inesperadas oscilaciones del peso, de que yo y mi romana éramos dos raros sujetos.
"Este es mi primer episodio comercial. El segundo fue más productivo. "Mi mujer tuvo siempre la convicción de que yo soy de una nulidad única en asunto de negocios.
– Todo cuanto emprendas te saldrá mal -me decía-. Tú no tienes absoluta idea de lo que es el dinero. Acuérdate de la harina.
"Esto de la harina pasó así: Como mis peones se abastecían en el almacén de los obrajes vecinos, supuse que proveyéndome yo de lo elemental -yerba, grasa, harina- podría obtener un veinte por ciento de utilidad sobre el sueldo de los peones. Esto es cuerdo. Pero cuando tuve los artítulos en casa y comencé a vender la harina a un precio que yo recordaba de otras casas, fui muy contento a ver a mi mujer.
– ¡Fíjate! -le dije-. Vamos a ahorrar una porción de pesos con este sistema. Ya hemos ganado cuarenta centavos con estos kilos de harina. "Me quedé mirándola. Lo cierto es que yo no sabía lo que me costaba, pues ni aun siquiera había echado el ojo sobre la factura.
"Esta es la historia de la harina. Mi mujer me la recordaba siempre, y aunque me era forzoso darle la razón, el demonio del comercio que he heredado de mi padre me tentaba como un fruto prohibido.
"Hasta que un día a ambos -pues yo conté en esta aventura con la complicidad de mi mujer- se nos ocurrió una empresa: abrir un restaurante para peones. En vez de las sardinas, chipás o malos asados que los que no tienen familia o viven lejos comen en el almacén de los obrajes, nosotros les daríamos un buen puchero que los nutriría, y a bajo precio. No pretendíamos ganar nada; y en negocios así -según mi mujer- había cierta probabilidad de que me fuera bien.
"Dijimos a los peones que podrían comer en casa, y pronto acudieron otros de los obrajes próximos. Los tres primeros días todo fue perfectamente. Al cuarto vino a verme un peón de miserable flacura.
– Mirá, patrón me dijo-. Yo voy a comer en tu casa si querés, pero no te podré pagar. Me voy el otro mes a Corrientes porque el chucho… He estado veinte días tirado… Ahora no puedo mover mi hacha. Si vuelvo, te pagaré.
"Consulté a mi mujer.
– ¿Qué te parece? -le dije-. El diablo éste no nos pagará nunca.
– Parece tener mucha hambre… -murmuró ella.
"El sujeto comió un mes entero y se fue para siempre.
"En ese tiempo llegó cierta mañana un peón indio con una criatura de cinco años, que miró comer a su padre con inmensos ojos de gula.
– ¡Pero esa criatura! -me dijo mi mujer-. ¡Es un crimen hacerla sufrir así!
"Se sirvió al chico. Era muy mono, y mi mujer lo acarició al irse.
– Tienes hambre aún?
– Sí, ¡hame! -respondió con toda la boca el hombrecito.
– ¡Pero ha comido un plato lleno! -se sorprendió mi mujer.
– Sí, ¡pato! En casa… ¡hame!
– ¡Ah, en tu casa! ¿Son muchos?
"El padre entonces intervino. Eran ocho criaturas, y a veces él estaba enfermo y no podía trabajar. Entonces… ¡mucha hambre!
– ¡Me lo figuro! -murmuró mi mujer mirándome. Dio al chico tasajo, galletitas, y a más dos latas de jamón del diablo que yo guardaba.
– ¡Eh, mi jamón! -le dije rápidamente cuando huía con su robo.
– ¿No es nada, verdad? -se rió-. ¡Supón la felicidad de esa pobre gente con esto!
"Al otro día volvió el indio con dos nuevos hijos, y como mi mujer no es capaz de resistir a una cara de hambre, todos comieron. Tan bien, que una semana después nuestra casa estaba convertida en un jardín de infantes. Los buenos peones traían cuanto hijo propio o ajeno les era dado tener. Y si a esto se agregan los muchos sujetos que comprendieron que nada disponía mejor nuestro corazón que la confesión llana y lisa de tener hambre y carecer al mismo tiempo de dinero, todo esto hizo que al fin de mes nuestro comercio cesara. Teníamos, claro es, un déficit bastante fuerte.
"Este fue mi segundo episodio comercial. No cuento el serio -el del algodón- porque éste estaba perdido desde el principio. Perdí allá cuanto tenía, y abandonando todo lo que habíamos construido en tierra arrendada, volvimos a Buenos Aires. Ahora -concluyó señalando con la cabeza sus mármoles- hago de nuevo esto.
– ¡Y aquí no cabe comercio! -exclamó con fugitiva sonrisa un oyente. Gómez Alcain lo miró como hombre que al hablar con tranquila seriedad se siente por encima de todas las ironías:
– Sí, cabe -repuso-. Pero no yo.
GLORIA TROPICAL
Un amigo mío se fue a Fernando Poo y volvió a los cinco meses, casi muerto.
Cuando aún titubeaba en emprender la aventura, un viajero comercial, encanecido de fiebres y contrabandos coloniales, le dijo:
– ¿Piensa usted entonces en ir a Fernando Poo? Si va, no vuelve, se lo aseguro.
– ¿Por qué? -objetó mi amigo-. ¿Por el paludismo? Usted ha vuelto, sin embargo. Y yo soy americano.
A lo que el otro respondió:
Primero, si yo no he muerto allá, sólo Dios sabe por qué, pues no faltó mucho. Segundo, el que usted sea americano no supone gran cosa como preventivo. He visto en la cuenca del Níger varios brasileños de Manaos, y en Fernando Poo infinidad de antillanos, todos muriéndose. No se juega con el Níger. Usted, que es joven, juicioso y de temperamento tranquilo, lleva bastantes probabilidades de no naufragar en seguida. Un consejo: no cometa desarreglos ni excesos de ninguna especie; ¡usted me entinde! Y ahora, felicidad.
Hubo también un arboricultor que miró a mi amigo con ojillos húmedos de enternecimiento.
– ¡Cómo lo envidio, amigo! ¡Qué dicha la suya en aquel esplendor de naturaleza! ¿Sabe usted que allá los duraznos prenden de gajo? ¿Y los damascos? ¿Y los guayabos? Y aquí, enloqueciéndonos de cuidados… ¿Sabe que las hojas caídas de los naranjos brotan, echan raíces? ¡Ah, mi amigo! Si usted tuviera gusto para plantar allí…
– Parece que el paludismo no me dejará mucho tiempo -objetó tranquilamente mi amigo, que en realidad amaba mucho sembrar. -¡Qué paludismo! ¡Eso no es nada! Una buena plantación de quina y todo está concluido… ¿Usted sabe cuánto necesita allá para brotar un poroto…?
Málter -así se llamaba mi amigo- se marchó al fin. Iba con el más singular empleo que quepa en el país del tse-tsé y los gorilas: el de dactilógrafo. No es posiblemente común en las factorías coloniales un empleado cuya misión consiste en anotar, con el extremo de los dedos, cuántas toneladas de maní y de aceite de palma se remiten a Liverpool. Pero la casa, muy fuerte, pagábase el lujo. Y luego, Málter era un prodigio de golpe de vista y rapidez. Y si digo era se debe a que las fiebres han hecho de él una quisicosa trémula que no sirve para nada.