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Cuando regresó de Fernando Poo a Montevideo, sus amigos paseaban por los muelles haciendo conjeturas sobre cómo volvería Málter. Sabíamos que había habido fiebres y que el hombre no podía, por lo tanto, regresar en el esplendor de su bella salud normal. Pálido, desde luego. ¿Pero qué más? El ser que vieron avanzar a su encuentro era un cadáver amarillo, con un pescuezo de desmesurada flacura, que danzaba dentro del cuello postizo, dando todo él, en la expresión de los ojos y la dificultad del paso, la impresión de un pobre viejo que ya nunca más volvería a ser joven. Sus amigos lo miraban mudos.

– Creía que bastaba cambiar de aire para curar la fiebre… -murmuró alguno. Málter tuvo una sonrisa triste.

– Casi siempre. Yo no… -repuso castañeteando los dientes. Muchísimo más había castañeteado en Fernando Poo. Llegado que hubo a Santa Isabel, capital de la isla, se instaló en el pontón que servía de sede comercial a la casa que lo enviaba. Sus compañeros sujetos aniquilados por la anemia- mostráronse en seguida muy curiosos.

– Usted ha tenido fiebre ya, ¿no es verdad? -le preguntaron.

– No, nunca repuso Malter-. ¿Por qué?

Los otros lo miraron con más curiosidad aún.

– Porque aquí la va a tener. Aquí todos la tienen. ¿Usted sabe cuál es el país en que abundan más las fiebres?

– Las bocas del Níger, he oído…

Es decir, estas inmediaciones. Solamente una persona que ya ha perdido el hígado o estima su vida en menos que un coco es capaz de venir aquí. ¿No se animaría usted a regresar a su país? Es un sano consejo.

Málter respondió que no, por varios motivos que expuso. Además confiaba en su buena suerte. Sus compañeros se miraron con unánime sonrisa y lo dejaron en paz.

Málter escribió, anotó y copió cartas y facturas con asiduo celo. No bajaba casi nunca a tierra. Al cabo de dos meses, como comenzara a fatigarse de la monotonía de su quehacer, recordó, con sus propias aficiones hortícolas, el entusiasmo del arboricultor amigo.

– ¡Nunca se me ha ocurrido cosa mejor! -se dijo Málter contento. El primer domingo bajó a tierra y comenzó su huerta. Terreno no faltaba, desde luego, aunque, por razones de facilidad, eligió un área sobre toda la costa misma. Con verdadera pena debió machetear a ras del suelo un espléndido bambú que se alzaba en medio del terreno. Era un crimen; pero las raicillas de sus futuros porotos lo exigían. Luego cercó su huerta con varas recién cortadas, de las que usó también para la división de los canteros, y luego como tutores. Sembradas al fin sus semillas, esperó.

Esto, claro es, fue trabajo de más de un día. Málter bajaba todas las tardes a vigilar su huerta -o, mejor dicho, pensaba hacerlo así-, porque al tercer día, mientras regaba, sintió un ligero hormigueo en los dedos del pie. Un momento después sintió el hormigueo en toda la espalda. Málter constató que tenía la piel extremadamente sensible al contacto de la ropa. Continuó asimismo regando, y media hora después sus compañeros lo veían llegar al pontón, tiritando.

– Ahí viene el americano refractario al chucho -dijeron con pesada risa los otros-. ¿Qué hay, Málter? ¿Frío? Hace treinta y nueve grados. Pero a Málter los dientes le castañeteaban de tal modo, que apenas podía hablar, y pasó de largo a acostarse.

Durante quince días de asfixiante calor estuvo estirado a razón de tres accesos. Los escalofríos eran tan violentos, que sus compañeros sentían, por encima de sus cabezas, el bailoteo del catre.

– Ya empieza Málter -exclamaban levantando los ojos al techo.

En la primera tregua Málter recordó su huerta y bajó a tierra. Halló todas sus semillas brotadas y ascendiendo con sorprendente vigor. Pero al mismo tiempo todos los tutores de sus porotos habían prendido también, así como las estacas de los canteros y del cerco. El bambú, con cinco espléndidos retoños, subía a un metro.

Málter, bien que encantado de aquel ardor tropical, tuvo que arrancar una por una sus inesperadas plantas, rehízo todo y empleó, al fin, una larga hora en extirpar la mata de bambú a fondo de azada.

En tres días de sol abierto, sus porotos ascendieron en un verdadero

vértigo vegetativo, todo hasta que un ligero cosquilleo en la espalda advirtió a Málter que debía volver en seguida al pontón.

Sus compañeros, que no lo habían visto subir, sintieron de pronto que el catre se sacudía.

– ¡Calle! -exclamaron alzando la cabeza-. El americano está otra vez con frío.

Con esto, los delirios abrumadores que las altas fiebres de la Guinea no escatiman. Málter quedaba postrado de sudor y cansancio, hasta que el siguiente acceso le traía nuevos témpanos de frío con cuarenta y tres a la sombra.

Dos semanas más y Málter abrió la puerta de la cabina con una mano que ya estaba flaca y tenía las uñas blancas. Bajó a su huerta y halló que sus porotos trepaban con enérgico brío por los tutores. Pero éstos habían prendido todos, como las estacas que dividían los canteros, y como las que cercaban la huerta. Exactamente como la vez anterior. El bambú destrozado, extirpado, ascendía en veinte magníficos retoños a dos metros de altura.

Málter sintió que la fatalidad lo llevaba rápidamente de la mano. ¿Pero es que en aquel país prendía todo de gajo? ¿No era posible contener aquello? Málter, porfiado ya, se propuso obtener únicamente porotos, con prescindencia absoluta de todo árbol o bambú. Arrancó de nuevo todo, reemplazándolo, tras prolijo examen, con varas de cierto vecino árbol deshojado y leproso. Para mayor eficacia, las clavó al revés. Luego, con pala de media punta y hacha de tumba, ocasionó tal desperfecto al raigón del bambú, que esperó en definitiva paz agrícola un nuevo acceso.

Y éste llegó, con nuevos días de postración. Llegó luego la tregua, y Málter bajó a su huerta. Los porotos subían siempre. Pero los gajos leprosos y clavados a contrasavia habían prendido todos. Entre las legumbres, y agujereando la tierra con sus agudos brotes, el bambú aniquilado echaba al aire triunfantes retoños, como monstruosos y verdes habanos.

Durante tres meses la fiebre se obstinó en destruir toda esperanza de salud que el enfermo pudiera conservar para el porvenir, y Málter se empeñó a su vez en evitar que las estacas más resecas, reviviendo en lustrosa brotación, ahogaran a sus porotos.

Sobrevinieron entonces las grandes lluvias de junio. No se respiraba sino agua. La ropa se enmohecía sobre el cuerpo mismo. La carne se pudría en tres horas y el chocolate se licuaba con frío olor de moho.

Cuando, por fin, su hígado no fue más que una cosa informe y envenenada y su cuerpo no pareció sino un esqueleto febril, Málter regresó a Montevideo. De su organismo refractario al chucho dejaba allá su juventud entera, y la salud para siempre jamás. De sus afanes hortícolas en tierra fecunda, quedaba un vivero de lujuriosos árboles, entre el yuyo invasor que crecía ahora trece milímetros por día.

Poco después, el arboricultor dio con Málter, y su pasmo ante aquella ruina fue grande.

– Pero allá interrumpió, sin embargo- aquello es maravilloso, ¿eh? ¡Qué vegetación! ¿Hizo algún ensayo, no es cierto?

Málter, con una sonrisa de las más tristes, asintió con la cabeza. Y se fue a su casa a morir.

EL YACIYATERÉ

Cuando uno ha visto a un chiquilín reírse a las dos de la mañana como un loco, con una fiebre de cuarenta y dos grados, mientras afuera ronda un yaciyateré, se adquiere de golpe sobre las supersticiones ideas que van hasta el fondo de los nervios.

Se trata aquí de una simple superstición. La gente del sur dice que el yaciyateré es un pajarraco desgarbado que canta de noche. Yo no lo he visto, pero lo he oído mil veces. El cantito es muy fino y melancólico. Repetido y obsediante, como el que más. Pero en el norte, el yaciyateré es otra cosa.

Una tarde, en Misiones, fuimos un amigo y yo a probar una vela nueva en el Paraná, pues la latina" no nos había dado resultado con un río de corriente feroz y en una canoa que rasaba el agua. La canoa era también obra nuestra, construida en la bizarra proporción de 1:8. Poco estable, como se ve, pero capaz de filar como una torpedera.

Salimos a las cinco de la tarde, en verano. Desde la mañana no había viento. Se aprontaba una magnífica tormenta, y el calor pasaba de lo soportable. El río corría untuoso bajo el cielo blanco. No podíamos quitarnos un instante los anteojos amarillos, pues la doble reverberación de cielo y agua enceguecía. Además, principio de jaqueca en mi compañero. Y ni el más leve soplo de aire.