El artefacto, en efecto, pesaba, cuanto pesan cuatro chapas galvanizadas de catorce pies, con el refuerzo de cincuenta y seis pies de hierro L y hierro T de pulgada y media. Técnica dura, ésta, pero que nuestros hombres tenían grabada hasta el fondo de la cabeza, porque el artefacto en cuestión era una caldera para fabricar carbón que ellos mismos habían construido y la trinchera no era otra cosa que el horno de calefacción circular, obra también de su solo trabajo. Y, en fin, aunque los dos hombres estaban vestidos como peones y hablaban como ingenieros, no eran ni ingenieros ni peones.
Uno se llamaba Duncan Dréver, y Marcos Rienzi, el otro. Padres ingleses e italianos, respectivamente, sin que ninguno de los dos tuviera el menor prejuicio sentimental hacia su raza de origen. Personificaban así un tipo de americano que ha espantado a Huret, como tantos otros: el hijo de europeo que se ríe de su patria heredada con tanta frescura como de la suya propia.
Pero Rienzi y Dréver, tirados de espaldas, el brazo sobre los ojos, no se reían en esa ocasión, porque estaban hartos de trabajar desde las cinco de la mañana y desde un mes atrás, bajo un frío de cero grado las más de las veces.
Esto era en Misiones. A las ocho, y hasta las cuatro de la tarde, el sol tropical hacía de las suyas, pero apenas bajaba el sol, el termómetro comenzaba a caer con él, tan velozmente que se podía seguir con los ojos el descenso del mercurio. A esa hora el país comenzaba a helarse literalmente; de modo que los treinta grados del mediodía se reducían a cuatro a las ocho de la noche, para comenzar a las cuatro de la mañana el galope descendente: -1, -2, -3. La noche anterior había bajado a 4, con la consiguiente sacudida de los conocimientos geográficos de Rienzi, que no concluía de orientarse en aquella climatología de carnaval, con la que poco tenían que ver los informes meteorológicos.
– Este es un país subtropical de calor asfixiante -decía Rienzi tirando el cortafierro quemante de frío y yéndose a caminar. Porque antes de salir el sol, en la penumbra glacial del campo escarchado, un trabajo a fierro vivo despelleja las manos con harta facilidad.
Dréver y Rienzi, sin embargo, no abandonaron una sola vez su caldera en todo ese mes, salvo los días de lluvia, en que estudiaban modificaciones sobre el plano, muertos de frío. Cuando se decidieron por la destilación en vaso cerrado, sabían ya prácticamente a qué atenerse respecto de los diversos sistemas a fuego directo, incluso el de Schwartz. Puestos de firme en su caldera, lo único que no había variado nunca era su capacidad: 1.400 CM '. Pero forma, ajuste, tapas, diámetro del tubo de escape, condensador,
todo había sido estudiado y reestudiado cien veces. De noche, al acostarse, se repetía siempre la misma escena. Hablaban un rato en la cama de a o b, cualquier cosa que nada tenía que ver con su tarea del momento. Cesaba la conversación, porque tenían sueño. Así al menos lo creían ellos. A la hora de profundo silencio, uno levantaba la voz:
– Yo creo que diecisiete debe ser bastante.
– Creo lo mismo -respondía en seguida el otro.
¿Diecisiete qué? Centímetros, remaches, días, intervalos, cualquier cosa. Pero ellos sabían perfectamente que se trataba de su caldera y a qué se referían.
Un día, tres meses atrás, Rienzi había escrito a Dréver desde Buenos Aires, diciéndole que quería ir a Misiones. ¿Qué se podía hacer? El creía que a despecho de las aleluyas nacionales sobre la industrialización del país, una pequeña industria, bien entendida, podría dar resultado por lo menos durante la guerra. ¿Qué le parecía esto?
Dréver contestó: "Véngase, y estudiaremos el asunto carbón y alquitrán". A lo que Rienzi repuso embarcándose para allá.
Ahora bien; la destilación a fuego de la madera es un problema interesante de resolver, pero para el cual se requiere un capital bastante mayor del que podía disponer Dréver. En verdad, el capital de éste consistía en la leña de su monte, y el recurso de sus herramientas. Con esto, cuatro chapas que le habían sobrado al armar el galpón, y la ayuda de Rienzi, se podía ensayar.
Ensayaron, pues. Como en la destilación de la madera los gases no trabajaban a presión, el material aquel les bastaba. Con hierros T para la armadura y L para las bocas, montaron la caldera rectangular de 4,20 x 0,70 metros. Fue un trabajo prolijo y tenaz, pues a más de las dificultades técnicas debieron contar con las derivadas de la escasez de material y de una que otra herramienta. El ajuste inicial, por ejemplo, fue un desastre: imposible pestañar aquellos bordes quebradizos, y poco menos que en el aire. Tuvieron, pues, que ajustarla a fuerza de remaches, a uno por centímetro, lo que da 1.680 para la sola unión longitudinal de las chapas. Y como no tenían remaches, cortaron 1.680 clavos, y algunos centenares más para la armadura.
Rienzi remachaba de afuera. Dréver, apretado dentro de la caldera, con las rodillas en el pecho, soportaba el golpe. Y los clavos, sabido es, sólo pueden ser remachados a costa de una gran paciencia que a Dréver, allá adentro, se le escapaba con rapidez vertiginosa. A la hora turnaban, y mientras Dréver salía acalambrado, doblado, incorporándose a sacudidas, Rienzi entraba a poner su paciencia a prueba con las corridas del martillo por el contragolpe.
Tal fue su trabajo. Pero el empeño en hacer lo que querían fue asimismo tan serio, que los dos hombres no dejaron pasar un día sin machucarse las uñas. Con las modificaciones sabidas los días de lluvia, y los inevitables comentarios a medianoche.
No tuvieron en ese mes otra diversión -esto desde el punto de vista urbano- que entrar los domingos de mañana en el monte a punta de machete. Dréver, hecho a aquella vida, tenía la muñeca bastante sólida para no cortar sino lo que quería; pero cuando Rienzi era quien abría monte, su compañero tenía buen cuidado de mantenerse atrás a cuatro o cinco metros. Y no es que el puño de Rienzi fuera malo; pero el machete es cosa de un largo aprendizaje.
Luego, como distracción diaria, tenían la que les proporcionaba su ayudante, la hija de Dréver. Era ésta una rubia de cinco años, sin madre, porque Dréver había enviudado a los tres años de estar allá. El la había criado solo, con una paciencia infinitamente mayor que la que le pedían los remaches de la caldera. Dréver no tenía el carácter manso, y era difícil de manejar. De dónde aquel hombrón había sacado la ternura y la paciencia necesarias para criar solo y hacerse adorar de su hija, no lo sé; pero lo cierto es que cuando caminaban juntos al crepúsculo, se oían diálogos como éste:
– ¡Piapiá!
– ¡Mi vida…!
– ¿Va a estar pronto tu caldera? -Sí, mi vida.
– ¿Y vas a destilar toda la leña del monte?
– No; vamos a ensayar solamente.
– ¿Y vas a ganar platita?
– No creo, chiquita.
– ¡Pobre piapiacito querido! No podés nunca ganar mucha plata.
– Así es…
– Pero vas a hacer un ensayo lindo, piapiá. ¡Lindo como vos, piapiacito querido!
– Sí, mi amor.
– ¡Yo te quiero mucho, mucho, piapiá!
– Sí, mi vida… Y el brazo de Dréver bajaba por sobre el hombro de su hija y la criatura besaba la mano dura y quebrada de su padre, tan grande que le ocupaba todo el pecho.
Rienzi tampoco era pródigo de palabras, y fácilmente podía considerárseles tipos inabordables. Mas la chica de Dréver conocía un poco a aquella clase de gente, y se reía a carcajadas del terrible ceño de Rienzi, cada vez que éste trataba de imponer con su entrecejo tregua a las diarias exigencias
de su ayudante: vueltas de carnero en la gramilla, carreras a babucha, hamaca, trampolín, sube y baja, alambrecarril, sin contar uno que otro jarro de agua a la cara de su amigo, cuando éste, a mediodía, se tiraba al sol sobre el pasto.
Dréver oía un juramento e inquiría la causa.
– ¡Es la maldita viejita! -gritaba Rienzi-. No se le ocurre sino… Pero ante la -bien que remota- probabilidad de una injusticia propia del padre, Rienzi se apresuraba a hacer las paces con la chica, la cual festejaba en cuclillas la cara lavada como una botella de Rienzi.
Su padre jugaba menos con ella; pero seguía con los ojos el pesado galope de su amigo alrededor de la meseta, cargado con la chica en los hombros. Era un terceto bien curioso el de los dos hombres de grandes zancadas y su rubia ayudante de cinco años, que iban, venían y volvían a ir de la meseta al horno. Porque la chica, criada y educada constantemente al lado de su padre, conocía una por una las herramientas, y sabía qué presión, más o menos, se necesita para partir diez cocos juntos, y a qué olor se le puede llamar con propiedad de piroleñoso. Sabía leer, y escribía todo con mayúsculas. Aquellos doscientos metros del bungalow, al monte fueron recorridos a cada momento mientras se construyó el horno. Con paso fuerte de madrugada, o tardo a mediodía, iban y venían como hormigas por el mismo sendero, con las mismas sinuosidades y la misma curva para evitar el florecimiento de arenisca negra a flor de pasto.