– No sé… 39 y pico.
Rienzi se dobló sobre la cama.
– ¡Hola, viejita! Parece que no tenemos alambrecarril, hoy.
La pequeña no respondió. Era característica de la criatura, cuando tenía fiebre, cerrarse a toda pregunta sin objeto y responder apenas con monosílabos secos, en que se transparentaba a la legua el carácter del padre. Esa tarde, Rienzi se ocupó de la caldera, pero volvía de rato en rato a
ver a su ayudante, que en aquel momento ocupaba un rinconcito rubio en la cama de su padre.
A las tres, la chica tenía 39,5 y 40 a las seis. Dréver había hecho lo que se debe hacer en esos casos, incluso el baño.
Ahora bien: bañar, cuidar y atender a una criatura de cinco años en una casa de tablas peor ajustada que una caldera, con un frío de hielo y por dos hombres de manos encallecidas, no es tarea fácil. Hay cuestiones de camisitas, ropas minúsculas, bebidas a horas fijas, detalles que están por encima de las fuerzas de un hombre. Los dos hombres, sin embargo, con los duros brazos arremangados, bañaron a la criatura y la secaron. Hubo, desde luego, que calentar el ambiente con alcohol; y en lo sucesivo, que cambiar los paños de agua fría en la cabeza.
La pequeña había condescendido a sonreírse mientras Rienzi le secaba los pies, lo que pareció a éste de buen augurio. Pero Dréver temía un golpe de fiebre perniciosa, que en temperamentos vivos no se sabe nunca adónde puede llegar.
A las siete la temperatura subió a 40,8, para descender a 39 en el resto de la noche y montar de nuevo a 40,3 a la mañana siguiente.
– ¡Bah! -decía Rienzi con aire despreocupado-. La viejita es fuerte, y no es esta fiebre la que la va a tumbar.
Y se iba a la caldera silbando, porque no era cosa de ponerse a pensar estupideces.
Dréver no decía nada. Caminaba de un lado para otro en el comedor, y sólo se interrumpía para entrar a ver a su hija. La chica, devorada de fiebre, persistía en responder con monosílabos secos a su padre.
– ¿Cómo te sientes, chiquita?
– Bien.
– ¿No tienes calor? ¿Quieres que te retire un poco la colcha? No.
– ¿Quieres agua?
– No.
Y todo sin dignarse volver los ojos a él.
Durante seis días Dréver durmió un par de horas de mañana, mientras Rienzi lo hacía de noche. Pero cuando la fiebre se mantenía amenazante, Rienzi veía la silueta del padre detenido, inmóvil al lado de la cama, y se encontraba a la vez sin sueño. Se levantaba y preparaba café, que los hombres tomaban en el comedor. Instábanse mutuamente a descansar un rato, con un rondo encogimiento de hombros por común respuesta. Tras lo cual uno se ponía a recorrer por centésima vez el título de los libros, mientras el otro hacía obstinadamente cigarros en un rincón de la mesa.
Y los baños siempre, la calefacción, los paños fríos, la quinina. La chica se dormía a veces con una mano de su padre entre las suyas, y apenas éste intentaba retirarla, la criatura lo sentía y apretaba los dedos. Con lo cual Dréver se quedaba sentado, inmóvil, en la cama un buen rato; y como no tenía nada que hacer, miraba sin tregua la pobre carita extenuada de su hija.
Luego, delirio de vez en cuando, con súbitos incorporamientos sobre los brazos. Dréver la tranquilizaba, pero la chica rechazaba su contacto, volviéndose al otro lado. El padre recomenzaba entonces su paseo, e iba a tomar el eterno café de Rienzi.
– ¿Qué tal? -preguntaba éste.
– Ahí va -respondía Dréver.
A veces, cuando estaba despierta, Rienzi se acercaba esforzándose en levantar la moral de todos, con bromas a la viejita que se hacía la enferma y no tenía nada. Pero la chica, aun reconociéndolo, lo miraba seria, con una hosca fijeza de gran fiebre.
La quinta tarde, Rienzi la pasó en el horno trabajando, lo que constituía un buen derivativo. Dréver lo llamó por un rato y fue a su vez a alimentar el fuego, echando automáticamente leña tras leña en el hogar.
Esa madrugada la fiebre bajó más que de costumbre, bajó más a mediodía, y a las dos de la tarde la criatura estaba con los ojos cerrados, inmóvil, con excepción de un rictus intermitente del labio y de pequeñas conmociones que le salpicaban de tics el rostro. Estaba helada; tenía sólo 35 grados.
– Una anemia cerebral fulminante, casi seguro -respondió Dréver a una mirada interrogante de su amigo-. Tengo suerte…
Durante tres horas la chica continuó de espaldas con sus muecas cerebrales, rodeada y quemada por ocho botellas de agua hirviendo. Durante esas tres horas Rienzi caminó muy despacio por la pieza, mirando con el ceño fruncido la figura del padre sentado a los pies de la cama. Y en esas tres horas Dréver se dio cuenta precisa del inmenso lugar que ocupaba en su corazón aquella pobre cosita que le había quedado de su matrimonio, y que iba a llevar al día siguiente al lado de su madre.
A las cinco, Rienzi, en el comedor, oyó que Dréver se incorporaba; y con el ceño más contraído aún entró en el cuarto. Pero desde la puerta distinguió el brillo de la frente de la chica empapada en sudor, ¡salvada!
– Por fin… -dijo Rienzi con la garganta estúpidamente apretada.
– ¡Sí, por fin! -murmuró Dréver.
La chica continuaba literalmente bañada en sudor. Cuando abrió al rato los ojos, buscó a su padre y al verlo tendió los dedos hacia la boca de él. Rienzi se acercó entonces:
– ¿Y…? ¿Cómo vamos, madamita? La chica volvió los ojos a su amigo.
– ¿Me conoces bien ahora? ¿A que no? Sí…
– ¿Quién soy?
La criatura sonrió.
– Rienzi.
– ¡Muy bien! Así me gusta… No, no. Ahora, a dormir… Salieron a la meseta, por fin.
– ¡Qué viejita! -decía Rienzi, haciendo con una vara largas rayas en la arena.
Dréver -seis días de tensión nerviosa con las tres horas finales son demasiado para un padre solo- se sentó en el sube y baja y echó la cabeza sobre los brazos. Y Rienzi se fue al otro lado del bungalow, porque los hombros de su amigo se sacudían.
La convalecencia comenzaba a escape desde ese momento. Entre taza y taza de café de aquellas largas noches, Rienzi había meditado que mientras no cambiaran los dos primeros vasos de condensación obtendrían siempre más brea de la necesaria. Resolvió, pues, utilizar dos grandes bordelesas en que Dréver había preparado su vino de naranja, y con la ayuda del peón, dejó todo listo al anochecer. Encendió el fuego, y después de confiarlo al cuidado de aquél, volvió a la meseta, donde tras los vidrios del bungalow los dos hombres miraron con singular placer el humo rojizo que tornaba a montar en paz.
Conversaban a las doce, cuando el indio vino a anunciarles que el fuego salía por otra parte; que se había hundido el horno. A ambos vino instantáneamente la misma idea.
– ¿Abriste la toma de aire? -le preguntó Dréver.
– Abrí -repuso el otro.
– ¿Qué leña pusiste?
– La carga que estaba allaité.
– ¿Lapacho?
– Sí.
Rienzi y Dréver se miraron entonces y salieron con el peón.
La cosa era bien clara: la parte superior del horno estaba cerrada con dos chapas de cinc sobre traviesas de hierro L, y como capa aisladora habían colocado encima cinco centímetros de arena. En la primera sección de tiro, que las llamas lamían, habían resguardado el metal con una capa de arcilla sobre tejido de alambre; arcilla armada, digamos.
Todo había ido bien mientras Rienzi o Dréver vigilaron el hogar. Pero el peón, para apresurar la calefacción en beneficio de sus patrones, había abierto toda la puerta del cenicero, precisamente cuando sostenía el fuego con lapacho. Y como el lapacho es a la llama lo que la nafta a un fósforo, la altísima temperatura desarrollada había barrido con arcilla, tejido de alambre y la chapa misma, por cuyo boquete la llamarada ascendía apretada y rugiente.
Es lo que vieron los dos hombres al llegar allá. Retiraron la leña del hogar, y la llama cesó; pero el boquete quedaba vibrando al rojo blanco, y la arena caída sobre la caldera enceguecía al ser revuelta.
Nada más había que hacer. Volvieron sin hablar a la meseta, y en el camino Dréver dijo:
– Pensar que con cincuenta pesos más hubiéramos hecho un horno en forma…
– ¡Bah! -repuso Rienzi al rato-. Hemos hecho lo que debíamos hacer. Con una cosa concluida no nos hubiéramos dado cuenta de una porción de cosas.
Y tras una pausa:
– Y tal vez hubiéramos hecho algo un poco pour la galérie…
– Puede ser -asintió Dréver.
La noche era muy suave, y quedaron un largo rato sentados fumando en el dintel` del comedor.
Demasiado suave la temperatura. El tiempo descargó, y durante tres días y tres noches llovió con temporal del sur, lo que mantuvo a los dos hombres bloqueados en el bungalow oscilante. Dréver aprovechó el tiempo concluyendo un ensayo sobre creolina cuyo poder hormiguicida y parasiticida era por lo menos tan fuerte como el de la creolina a base de alquitrán de hulla. Rienzi, desganado, pasaba el día yendo de una puerta a otra a mirar el cielo.