Hasta que la tercera noche, mientras Dréver jugaba con su hija en las rodillas, Rienzi se levantó con las manos en los bolsillos y dijo:
– Yo me voy a ir. Ya hemos hecho aquí lo que podíamos. Si llega a encontrar unos pesos para trabajar en eso, avíseme y le puedo conseguir en Buenos Aires lo que necesite. Allá abajo, en el ojo del agua, se pueden montar tres calderas… Sin agua es imposible hacer nada. Escríbame, cuando consiga eso, y vengo a ayudarlo. Por lo menos -concluyó después de un momento- podemos tener el gusto de creer que no hay en el país muchos tipos que sepan lo que nosotros sobre carbón.
– Creo lo mismo -apoyó Dréver, sin dejar de jugar con su hija. Cinco días después, con un mediodía radiante, y el sulky pronto en el portón, los dos hombres y su ayudante fueron a echar una última mirada a su obra, a la cual no se habían aproximado más. El peón retiró la tapa del horno, y como una crisálida quemada, abollada, torcida, apareció la caldera en su envoltura de alambre tejido y arcilla gris. Las chapas retiradas tenían alrededor del boquete abierto por la llama un espesor considerable por
la oxidación del fuego, y se descascaraban en escamas azules al menor contacto, con las cuales la chica de Dréver se llenó el bolsillo del delantal. Desde allí mismo, por toda la vera del monte inmediato y el circundante hasta la lejanía, Rienzi pudo apreciar el efecto de un frío de -9 grados sobre la vegetación tropical de hojas lustrosas y tibias. Vio los bananos podridos en pulpa chocolate, hundidos dentro de sí mismos como en una funda. Vio plantas de hierba de doce años -un grueso árbol en fin-, quemadas para siempre hasta la raíz por el fuego blanco. Y en el naranjal, donde entraron para una última colecta, Rienzi buscó en vano en lo alto el reflejo de oro habitual, porque el suelo estaba totalmente amarillo de naranjas, que el día de la gran helada habían caído todas al salir el sol, con un sordo tronar que llenaba el monte.
Asimismo Rienzi pudo completar su bolsa, y como la hora apremiaba se dirigieron al puerto. La chica hizo el trayecto en las rodillas de Rienzi, con quien alimentaba un larguísimo diálogo.
El vaporcito salía ya. Los dos amigos, uno enfrente de otro, se miraron sonriendo.
– A bientót -dijo uno.
– Ciao -respondió el otro. Pero la despedida de Rienzi y la chica fue bastante más expresiva. Cuando ya el vaporcito viraba aguas abajo, ella le gritó aún:
– ¡Rienzi! ¡Rienzi!
– ¡Qué, viejita! -se alcanzó a oír.
– ¡Voleé pronto!
Dréver y la chica quedaron en la playa hasta que el vaporcito se ocultó tras los macizos del Teyucuaré. Y, cuando subían lentos la barranca, Dréver callado, su hija le tendió los brazos para que la alzara.
– ¡Se te quemó la caldera, pobre piapiá!… Pero no estés triste… ¡Vas a inventar muchas cosas más, ingenierito de mi vida!
EL MONTE NEGRO
Cuando los asuntos se pusieron decididamente mal, Borderán y Cía., capitalistas de la empresa de Quebracho y Tanino del Chaco, quitaron a Braccamonte la gerencia. A los dos meses la empresa, falta de la vivacidad del italiano, que era en todo caso el único capaz de haberla salvado, iba a la liquidación. Borderán acusó furiosamente a Braccamonte por no haber visto que el quebracho era pobre; que la distancia a puerto era mucha; que el tanino iba a bajar; que no se hacen contratos de soga al cuello en el Chaco -léase chasco-; que, según informes, los bueyes eran viejos y las alzaprimas más, etcétera, etcétera. En una palabra, que no entendía de negocios. Braccamonte, por su parte, gritaba que los famosos 100.000 pesos invertidos en la empresa, lo fueron con una parsimonia tal, que cuando él pedía 4.000 pesos, enviábanle 3.500; cuando 2.000, 1.800. Y así todo. Nunca consiguió la cantidad exacta. Aun a la semana de un telegrama recibió 800 pesos en vez de 1.000 que había pedido.
Totaclass="underline" lluvias inacabables, acreedores urgentes, la liquidación, y Braccamonte en la calle, con 10.000 pesos de deuda.
Este solo detalle debería haber bastado para justificar la buena fe de Braccamonte, dejando a su completo cargo la deficiencia de dirección. Pero la condena pública fue absoluta: mal gerente, pésimo administrador, y aun cosas más graves.
En cuanto a su deuda, los mayoristas de la localidad perdieron desde el primer momento toda esperanza de satisfacción. Hízose broma de esto en Resistencia.
"¿Y usted no tiene cuentas con Braccamonte?", era lo primero que se decían dos personas al encontrarse. Y las carcajadas crecían si, en efecto, acertaban. Concedían a Braccamonte ojo perspicaz para adivinar un negocio, pero sólo eso. Hubieran deseado menos cálculos brillantes y más actividad reposada. Negábanle, sobre todo, experiencia del terreno. No era posible llegar así a un país y triunfar de golpe en lo más difícil que hay en él. No era capaz de una tarea ruda y juiciosa, y mucho menos visto el cuidado que el advenedizo tenía de su figura: no era hombre de trabajo.
Ahora bien, aunque a Braccamonte le dolía la falta de fe en su honradez, ésta le exasperaba menos, a fuer de italiano ardiente, que la creencia de que él no fuera capaz de ganar dinero. Con su hambre de triunfo, rabiaba tras ese primer fracaso.
Pasó un mes nervioso, hostigando su imaginación. Hizo dos o tres viajes a Rosario, donde tenía amigos, y por fin dio con su negocio: comprar por menos de nada una legua de campo en el suroeste de Resistencia y abrirle salida al Paraná, aprovechando el alza del quebracho.
En esa región de esteros y zanjones la empresa era fuerte, sobre todo debiendo efectuarla a todo vapor; pero Braccamonte ardía como un tizón. Asocióse con Banker, sujeto inglés, viejo contrabandista de obraje, y a los tres meses de su bancarrota emprendía marcha al Salado, con bueyes, carretas, mulas y útiles. Como obra preparatoria tuvieron que construir sobre el Salado una balsa de cuarenta bordelesas. Braccamonte, con su ojo preciso de ingeniero nato, dirigía los trabajos.
Pasaron. Marcharon luego dos días, arrastrando penosamente las carretas y alzaprimas hundidas en el estero, y llegaron al fin al Monte Negro. Sobre la única loma del país hallaron agua a tres metros, y el pozo se afianzó con cuatro bordelesas desfondadas. Al lado levantaron el rancho campal, y en seguida comenzó la tarea de los puentes. Las cinco leguas desde el campo al Paraná estaban cortadas por zanjones y riachos, en que los puentes. eran indispensables. Se cortaban palmas en la barranca y se las echaba en sentido longitudinal a la corriente, hasta llenar la zanja. Se cubría todo con tierra, y una vez pasados bagajes y carretas avanzaban todos hacia el Paraná.
Poco a poco se alejaban del rancho, y a partir del quinto puente tuvieron que acampar sobre el terreno de operaciones. El undécimo fue la obra más seria de la campaña. El riacho tenía 60 metros de ancho, y allí no era utilizable el desbarrancamiento en montón de palmas. Fue preciso construir en forma pilares de palmeras, que se comenzaron arrojando las palmas, hasta lograr con ellas un piso firme. Sobre este piso colocaban una línea de palmeras nivelada, encima otra transversal, luego una longitudinal, y así hasta conseguir el nivel de la barranca. Sobre el plano superior tendían una línea definitiva de palmas, afirmadas con clavos de urunday a estaciones verticales, que afianzaban el primer pilar del puente. Desde esta base repetían el procedimiento, avanzando otros cuatro metros hacia la barranca opuesta. En cuanto al agua, filtraba sin ruido por entre los troncos.
Pero esa tarea fue lenta, pesadísima, en un terrible verano, y duró dos meses. Como agua, artículo principal, tenían la límpida, si bien oscura, del riacho. Un día, sin embargo, después de una noche de tormenta, aquél amaneció plateado de peces muertos. Cubrían el riacho y derivaban sin cesar. Recién al anochecer, disminuyeron. Días después pasaba aún uno que otro. A todo evento, los hombres se abstuvieron por una semana de tomar esa agua, teniendo que enviar un peón a buscar la del pozo, que llegaba tibia.
No era sólo esto. Los bueyes y mulas se perdían de noche en el campo abierto, y los peones, que salían al aclarar, volvían con ellos ya alto el sol, cuando el calor agotaba a los bueyes en tres horas. Luego pasaban toda la mañana en el riacho luchando, sin un momento de descanso, contra la falta de iniciativa de los peones, teniendo que estar en todo, escogiendo las palmas, dirigiendo el derrumbe, afirmando, con los brazos arremangados, los catres de los pilares, bajo el sol de fuego y el vaho asfixiante del pajonal, hinchados por tábanos y barigüís. La greda amarilla y reverberante del palmar les irritaba los ojos y quemaba los pies. De vez en cuando sentíanse detenidos por la vibración crepitante de una serpiente de cascabel, que sólo se hacía oír cuando estaban a punto de pisarla.