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Concluida la mañana, almorzaban. Comían, mañana y noche, un plato de locro, que mantenían alejado sobre las rodillas, para que el sudor no cayera dentro. Esto, bajo su único albergue, un cobertizo hecho con cuatro chapas de cinc, que enceguecían entre moarés de aire caldeado. Era tal allí el calor, que no se sentía entrar el aire en los pulmones. Las barretas de fierro quemaban en la sombra.

Dormían la siesta, defendidos de los polvorines por mosquiteros de gasa que, permitiendo apenas pasar el aire, levantaban aún la temperatura. Con todo, ese martirio era preferible al de los polvorines.

A las dos volvían a los puentes, pues debían a cada momento reemplazar a un peón que no comprendía bien, hundidos hasta las rodillas en el fondo podrido y fofo del riacho, que burbujeaba a la menor remoción, exhalando un olor nauseabundo. Como en estos casos no podían separar las manos del tronco, que sostenían en alto a fuerza de riñones, los tábanos los aguijoneaban a mansalva.

Pero, no obstante esto, el momento verdaderamente duro era el de la cena. A esa hora el estero comenzaba a zumbar, y enviaba sobre ellos nubes de mosquitos, tan densas, que tenían que comer el plato de locro caminando de un lado para otro. Aun así no lograban paz; o devoraban mosquitos o eran devorados por ellos. Dos minutos de esta tensión acababa con los nervios más templados.

En estas circunstancias, cuando acarreaban tierra al puente grande, llovió cinco días seguidos, y el charque se concluyó. Los zanjones, desbordados, imposibilitaron nueva provista, y tuvieron que pasar quince días a locro guacho, maíz cocido en agua únicamente. Como el tiempo continuó pesado, los mosquitos recrudecieron en forma tal que ya ni caminando era posible librar el locro de ellos. En una de esas tarde, Banker, que se paseaba entre un oscuro nimbo de mosquitos, sin hablar una palabra, tiró de pronto el plato contra el suelo, y dijo que no era posible vivir más así; que eso no era vida; que él se iba. Fue menester todo el calor elocuente de Braccamonte, y en especial la evocación del muy serio contrato entre ellos para que Banker se calmara. Pero Braccamonte, en su interior, había pasado tres días maldiciéndose a sí mismo por esa estúpida empresa.

El tiempo se afirmó por fin, y aunque el calor creció y el viento norte sopló su fuego sobre las caras, sentíase aire en el pecho por lo menos. La vida suavizóse algo -más carne y menos mosquitos de comida-, y concluyeron por fin el puente grande, tras dos meses de penurias. Había devorado 2.700 palmas. La mañana en que echaron la última palada de tierra, mientras las carretas lo cruzaban entre la gritería de triunfo de los peones, Braccamonte y Banker, parados uno al lado de otro, miraron largo rato su obra común, cambiando cortas observaciones a su respecto, que ambos comprendían sin oírlas casi.

Los demás puentes, pequeños todos, fueron un juego, además de que al verano había sucedido un seco y frío otoño. Hasta que por fin llegaron al río.

Así, en seis meses de trabajo rudo y tenaz, quebrantos y cosas amargas, mucho más para contadas que pasadas, los dos socios construyeron catorce puentes, con la sola ingeniería de su experiencia y de su decisión incontrastable. Habían abierto puerto a la madera sobre el Paraná, y la especulación estaba hecha. Pero salieron de ella con las mejillas excavadas, las duras manos jaspeadas por blancas cicatrices de granos, con rabiosas ganas de sentarse en paz a una mesa con mantel.

Un mes después -el quebracho siempre en suba-, Braccamonte había vendido su campo, comprado en 8.000 pesos, en 22.000. Los comerciantes de Resistencia no cupieron de satisfacción al verse pagados, cuando ya no lo esperaban, aunque creyeron siempre que en la cabeza del italiano había más fantasía que otra cosa.

EN LA NOCHE

Las aguas cargadas y espumosas del Alto Paraná me llevaron un día de creciente desde San Ignacio al ingenio San Juan, sobre una corriente que iba midiendo seis millas en el canal, y nueve al caer del lomo de las restingas.

Desde abril yo estaba a la espera de esa crecida. Mis vagabundajes en canoa por el Paraná, exhausto de agua, habían concluido por fastidiar al griego. Es éste un viejo marinero de la Marina de guerra inglesa, que probablemente había sido antes pirata en el Egeo, su patria, y que con más certidumbre había sido antes contrabandista de caña en San Ignacio, desde quince años atrás. Era, pues, mi maestro de río.

– Está bien -me dijo al ver el río grueso-. Usted puede pasar ahora por un medio, medio regular marinero. Pero le falta una cosa, y es saber lo que es el Paraná cuando está bien crecido. ¿Ve esa piedraza -me señaló- sobre la corredera` del Greco? Pues bien; cuando el agua llegue hasta allí y no se vea una piedra de la restinga, váyase entonces a abrir la boca ante el Teyucuaré por los cuatro lados, y cuando vuelva podrá decir que sus puños sirven para algo. Lleve otro remo también, porque con seguridad va a romper uno o dos. Y traiga de su casa una de sus mil latas de kerosene, bien tapada con cera. Y así y todo es posible que se ahogue.

Con un remo de más, en consecuencia, me dejé tranquilamente llevar hasta el Teyucuaré.

La mitad, por lo menos, de los troncos, pajas podridas, espumas y animales muertos, que bajan con una gran crecida, quedan en esa profunda ensenada. Espesan el agua, cobran aspecto de tierra firme, remontan lentamente la costa, deslizándose contra ella como si fueran una porción desintegrada de la playa, porque ese inmenso remanso es un verdadero mar de sargazos. Poco a poco, aumentando la elipse de traslación, los troncos son cogidos por la corriente y bajan por fin velozmente girando sobre sí mismos, para cruzar dando tumbos frente a la restinga final del Teyucuaré, erguida hasta ochenta metros de altura.

Estos acantilados de piedra cortan perpendicularmente el río, avanzan en él hasta reducir su cauce a la tercera parte. El Paraná entero tropieza con ellos, busca salida, formando una serie de rápidos casi insalvables aun con aguas bajas, por poco que el remero no esté alerta. Y tampoco hay manera de evitarlos, porque la corriente central del río se precipita por la angostura formada, abriéndose desde la restinga en una curva tumultuosa que rasa el remanso inferior y se delimita de él por una larga fila de espumas fijas.

A mi vez me dejé coger por la corriente. Pasé como una exhalación sobre los mismos rápidos y caí en las aguas agitadas del canal, que me arrastraron de popa y de proa, debiendo tener mucho juicio con los remos que apoyaba alternativamente en el agua para restablecer el equilibrio, en razón de que mi canoa medía sesenta centímetros de ancho, pesaba treinta kilos y tenía tan sólo dos milímetros de espesor en toda su obra; de modo que un firme golpe de dedo podía perjudicarla seriamente. Pero de sus inconvenientes derivaba una velocidad fantástica, que me permitía forzar el río de sur a norte y de oeste a este, siempre, claro está, que no olvidara un instante la inestabilidad del aparato.

En fin, siempre a la deriva, mezclado con palos y semillas, que parecían tan inmóviles como yo, aunque bajábamos velozmente sobre el agua lisa, pasé frente a la isla del Toro, dejé atrás la boca del Yabebirí, el puerto de Santa Ana, y llegué al ingenio, de donde regresé en seguida, pues deseaba volver a San Ignacio en la misma tarde.

Pero en Santa Ana me detuve, titubeando. El griego tenía razón: una cosa es el Paraná bajo o normal, y otra muy distinta con las aguas hinchadas. Aun con mi canoa, los rápidos salvados al remontar el río me habían preocupado, no por el esfuerzo para vencerlos, sino por la posibilidad de volcar. Toda restinga, sabido es, ocasiona un rápido y un remanso adyacente; y el peligro está en esto precisamente: en salir de un agua muerta, para chocar, a veces en ángulo recto, contra una correntada que pasa como un infierno. Si la embarcación es estable, nada hay que temer; pero con la mía nada más fácil que ir a sondar el rápido cabeza abajo, por poco que la luz me faltara. Y como la noche caía ya, me disponía a sacar la canoa a tierra y esperar el día siguiente, cuando vi a un hombre y una mujer que bajaban lá barranca y se aproximaban.

Parecían marido y mujer; extranjeros, a ojos vistas, aunque familiarizados con la ropa del país. El traía la camisa arremangada hasta el codo, pero no se notaba en los pliegues del remango la menor mancha de trabajo. Ella llevaba un delantal enterizo y un cinturón de hule que la ceñía muy bien. Pulcros burgueses, en suma, pues de tales era el aire de satisfacción y bienestar, asegurados a expensas del trabajo de cualquier otro.

Ambos, tras un familiar saludo, examinaron con gran curiosidad la canoa de juguete, y después examinaron el río.