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Si te oyen las Cazadoras…" murmuró irónicamente Cruzada. Pero al oír este nombre, Cazadoras, la asamblea entera se agitó.

¡No hay para qué decir eso! gritaron-. ¡Ellas son culebras, y nada más!

¡Ellas se llaman a sí mismas las Cazadoras! -replicó secamente Cruzada-. Y estamos en Congreso.

También desde tiempo inmemorial es fama entre las víboras la rivalidad particular de las dos yararás: Lanceolada, hija del extremo norte, y Cruzada, cuyo hábitat se extiende más al sur. Cuestión de coquetería en punto a belleza, según las culebras.

– ¡Vamos, vamos! -intervino Terrífica- Que Cruzada explique para qué quiere la ayuda de las culebras, siendo así que no representan la Muerte como nosotras.

– ¡Para esto! -replicó Cruzada ya en calma- Es indispensable saber qué hace el Hombre en la casa; y para ello se precisa ir hasta allá, a la casa misma. Ahora bien, la empresa no es fácil, porque si el pabellón de nuestra especie es la Muerte, el pabellón del Hombre es también la Muer te, ¡y bastante más rápida que la nuestra! Las serpientes nos aventajan inmensamente en agilidad. Cualquiera de nosotras iría y vería. Pero ¿volvería? Nadie mejor para esto que la Nacaniná. Estas exploraciones forman parte de sus hábitos diarios, y podría, trepada al techo, ver, oír, y regresar a informarnos antes de que sea de día.

La proposición era tan razonable que esta vez la asamblea entera asintió, aunque con un resto de desagrado.

– ¿Quién va a buscarla? -preguntaron varias voces. Cruzada desprendió la cola de un tronco y se deslizó afuera. ¡Voy yo! -dijo- En seguida vuelvo.

– ¡Eso es! -le lanzó Lanceolada de atrás-. ¡Tú que eres su protectora la hallarás en seguida!

Cruzada tuvo aún tiempo de volver la cabeza hacia ella, y le sacó la lengua, reto a largo plazo.

III

Cruzada halló a la Nacaniná " cuando ésta trepaba a un árbol. -¡Eh, Nacaniná! -llamó con un leve silbido.

La Nancaniná oyó su nombre; pero se abstuvo prudentemente de contestar hasta nueva llamada.

– ¡Nacaniná! -repitió Cruzada, levantando medio tono su silbido. -¿Quién me llama? respondió la culebra.

– ¡Soy yo, Cruzada!

– ¡Ah, la prima…! ¿Qué quieres, prima adorada?

– No se trata de bromas, Nacaniná… ¿Sabes lo que pasa en la Casa? -Sí, que ha llegado el Hombre… ¿Qué más?

Y, ¿sabes que estamos en Congreso?

¡Ah, no; esto no lo sabía! -repuso la Nacaniná, deslizándose cabeza abajo contra el árbol, con tanta seguridad como si marchara sobre un plano horizontal-. Algo grave debe pasar para eso… ¿Qué ocurre?

– Por el momento, nada; pero nos hemos reunido en Congreso precisamente para evitar que nos ocurra algo. En dos palabras: se sabe que hay varios hombres en la Casa, y que se van a quedar definitivamente. Es la Muerte para nosotras.

Yo creía que ustedes eran la Muerte por sí mismas… ¡No se cansan de repetirlo! -murmuró irónicamente la culebra.

¡Dejemos esto! Necesitamos de tu ayuda, Ñacaniná. ¿Para qué? ¡Yo no tengo nada que ver aquí!

¿Quién sabe? Para desgracia tuya, te pareces bastante a nosotras, las Venenosas. Defendiendo nuestros intereses, defiendes los tuyos.

– ¡Comprendo! -repuso la Ñacaniná después de un momento en el que valoró la suma de contingencias desfavorables para ella por aquella semejanza.

– Bueno: ¿contamos contigo?

– ¿Qué debo hacer?

– Muy poco. Ir en seguida a la Casa, y arreglarte allí de modo que veas y oigas lo que pasa.

– ¡No es mucho, no! -repuso negligentemente Ñacaniná, restregando la cabeza contra el tronco-. Pero es el caso agregó- que allá arriba tengo la cena segura… Una pava del monte a la que desde anteayer se le ha puesto en el copete anidar allí…

– Tal vez allá encuentres algo que comer -1a consoló suavemente Cruzada. Su prima la miró de reojo.

– Bueno, en marcha -reanudó la yarará-. Pasemos primero por el Congreso.

– ¡Ah, no! -protestó la Ñacaniná-. ¡Eso no! ¡Les hago a ustedes el favor, y en paz! Iré al Congreso cuando vuelva… si vuelvo. Pero ver antes de tiempo la cáscara rugosa de Terrífica, los ojos de matón de Lanceolada y la cara estúpida de Coralina". ¡Eso, no!

– No está Coralina.

– ¡No importa! Con el resto tengo bastante.

– ¡Bueno, bueno! -repuso Cruzada, que no quería hacer hincapié-.Pero si no disminuyes un poco la marcha, no te sigo.

En efecto, aun a todo correr, la yarará no podía acompañar el deslizar -casi lento para ella- de la Nacaniná.

– Quédate, ya estás cerca de las otras -contestó la culebra. Y se lanzó a toda velocidad, dejando en un segundo atrás a su prima Venenosa.

IV

Un cuarto de hora después la Cazadora llegabaa su destino. Velaban todavía en la casa. Por las puertas, abiertas de par en par, salían chorros de luz, y ya desde lejos la Nacaniná pudo ver cuatro honbres sentados alrededor de la mesa.

Para llegar con impunidad sólo faltaba evitarel problemático tropiezo con un perro. ¿Los habría? Mucho lo temí¿ Nacaniná. Por esto deslizóse adelante con gran cautela, sobre todo cuando llegó ante el corredor.

Ya en él observó con atención. Ni enfrente, ni ala derecha, ni a la izquierda había perro alguno. Sólo allá, en el corredor apuesto y que la culebra podía ver por entre las piernas de los hombres, un perro negro dormía echado de costado.

La plaza, pues, estaba libre. Como desde el lugar en que se encontraba podía oír, pero no ver el panorama entero de los hombres hablando, la culebra, tras una ojeada arriba, tuvo lo que deseaba en un momento. Trepó por una escalera recostada a la pared bajo el corredor y se instaló en el espacio libre entre pared y techo, tendida sobre el tirante. Pero por más precauciones que tomara al deslizarse, un viejo clavo cayó al suelo y un hombre levantó los ojos. -¡Se acabó! -se dijo Ñacaniná, conteniendo la respiración. Otro hombre miró también arriba.

– ¿Qué hay? preguntó.

– Nada -repuso el primero-. Me pareció ver algo negro por allá.

– Una rata.

– Se equivocó el Hombre -murmuró para sí la culebra.

– O alguna ñacaniná.

– Acertó el otro Hombre -murmuró de nuevo la aludida, aprestándose a la lucha.

Pero los hombres bajaron de nuevo la vista, y la Nacaniná vio y oyó durante media hora.

V

La Casa, motivo de preocupación de la selva, habíase convertido en establecimiento científico de la más grande importancia. Conocida ya desde tiempo atrás la particular riqueza en víboras de aquel rincón del territorio, el Gobierno de la Nación había decidido la creación de un Instituto de Seroterapia Ofídica, donde se prepararían sueros contra el veneno de las víboras. La abundancia de éstas es un punto capital, pues nadie ignora que la carencia de víboras de que extraer el veneno es el principal inconveniente para una vasta y segura preparación del suero.

El nuevo establecimiento podía comenzar casi en seguida, porque contaba con dos animales -un caballo y una mula- ya en vías de completa inmunización. Habíase logrado organizar el laboratorio y el serpentario. Este último prometía enriquecerse de un modo asombroso, por más que el Instituto hubiera llevado consigo no pocas serpientes venenosas, las mismas que servían para inmunizar a los animales citados.

Pero si se tiene en cuenta que un caballo, en su último grado de inmunización, necesita seis gramos de veneno en cada inyección (cantidad suficiente para matar doscientos cincuenta caballos), se comprenderá que deba ser muy grande el número de víboras en disponibilidad que requiere un Instituto del género.

Los días, duros al principio, de una instalación en la selva, mantenían al personal superior del Instituto en vela hasta medianoche, entre planes de laboratorio y demás.

Y los caballos, ¿cómo están hoy? -preguntó uno, de lentes negros, y que parecía ser el jefe del Instituto.

– Muy caídos -repuso otro-. Si no podemos hacer una buena recolección en estos días…

La Nacaniná, inmóvil sobre el tirante, ojos y oídos alerta, comenzaba a tranquilizarse.

– Me parece se dijo- que las primas venenosas se han llevado un susto magnífico. De estos hombres no hay gran cosa que temer… Y avanzando más la cabeza, a tal punto que su nariz pasaba ya la línea del tirante, observó con más atención.

Pero un contratiempo evoca otro.

– Hemos tenido hoy un día malo agregó alguno-. Cinco tubos de ensayo se han roto…

La Nacaniná sentíase cada vez más inclinada a la compasión. -¡Pobre gente! murmuró-. Se les han roto cinco tubos…

Y se disponía a abandonar su escondite para explorar aquella inocente casa, cuando oyó: