En la primera entrevista con el hombre vi que tenía que habérmelas con un fúnebre loco. Al principio se obstinó en no responderme, aunque sin dejar un instante de asentir con la cabeza a mis razonamientos. Por fin pareció hallar en mí al hombre digno de oírle. La boca le temblaba por la ansiedad de comunicarse.
¡Ah! ¡Usted me entiende! -exclamó, fijando en mí sus ojos de fiebre. Y continuó con un vértigo de que apenas puede dar idea lo que recuerdo-: ¡A usted le diré todo! ¡Sí! ¿Que cómo fue eso del ga… de la gata? ¡Yo! ¡Solamente yo! Óigame: cuando yo llegué… allá, mi mujer…
¿Dónde allá? -le interrumpí.
Allá… ¿La gata o no? ¿Entonces?… Cuando yo llegué mi mujer corrió como una loca a abrazarme. Y en senguida se desmayó. Todos se precipitaron entonces sobre mí, mirándome con ojos de locos.
¡Mi casa! ¡Se había quemado, derrumbado, hundido con todo lo que tenía dentro! ¡Esa, ésa era mi casa! ¡Pero ella no, mi mujer mía!
Entonces un miserable devorado por la locura me sacudió el hombro, gritándome:
– ¿Qué hace? ¡Conteste! Y yo le contesté:
– ¡Es mi mujer! ¡Mi mujer mía que se ha salvado! Entonces se levantó un clamor:
– ¡No es ella! ¡Esa no es!
Sentí que mis ojos, al bajarse a mirar lo que yo tenía entre mis brazos, querían saltarse de las órbitas. ¿No era ésa María, la María de mí, y desmayada? Un golpe de sangre me encendió los ojos y de mis brazos cayó una mujer que no era María. Entonces salté sobre una barrica y dominé a todos los trabajadores. Y grité con la voz ronca:
– ¡Por qué! ¡Por qué!
Ni uno solo estaba peinado porque el viento les echaba a todos el pelo de costado. Y los ojos de fuera mirándome.
Entonces comencé a oír de todas partes:
– Murió.
– Murió aplastada.
– Murió.
– Gritó.
– Gritó una sola vez.
– Yo sentí que gritaba.
– Yo también.
– Murió.
– La mujer de él murió aplastada.
¡Por todos los santos! -grité yo entonces retorciéndome las manos-. ¡Salvémosla, compañeros! ¡Es un deber nuestro salvarla!
Y corrimos todos. Todos corrimos con silenciosa furia a los escombros. Los ladrillos volaban, los marcos caían desescuadrados y la remoción avanzaba a saltos.
A las cuatro yo solo trabajaba. No me quedaba una uña sana, ni en mis dedos había otra cosa que escarbar. ¡Pero en mi pecho! ¡Angustia y furor de tremebunda desgracia que temblaste en mi pecho al buscar a mi María!
No quedaba sino el piano por remover. Había allí un silencio de epidemia, una enagua caída y ratas muertas. Bajo el piano tumbado, sobre el piso granate de sangre y carbón, estaba aplastada la sirvienta.
Yo la saqué al patio, donde no quedaban sino cuatro paredes silenciosas, viscosas de alquitrán y agua. El suelo resbaladizo reflejaba el cielo oscuro. Entonces cogí a la sirvienta y comencé a arrastrarla alrededor del patio. Eran míos esos pasos. ¡Y qué pasos! ¡Un paso, otro paso, otro paso!
En el hueco de una puerta -carbón y agujero, nada más- estaba acurrucada la gata de casa, que había escapado al desastre, aunque estropeada. La cuarta vez que la sirvienta y yo pasamos frente a ella, la gata lanzó un aullido de cólera.
¡Ah! ¿No era yo, entonces?, grité desesperado. ¿No fui yo el que buscó entre los escombros, la ruina y la mortaja de los marcos, un solo pedazo de mi María?
La sexta vez que pasamos delante de la gata, el animal se erizó. La séptima vez se levantó, llevando a la rastra las patas de atrás. Y nos siguió entonces así, esforzándose por mojar la lengua en el pelo engrasado de la sirvienta -¡de ella, de María, no maldito rebuscador de cadáveres!
– ¡Rebuscador de cadáveres! -repetí yo mirándolo- ¡Pero entonces eso fue en el cementerio!
El vampiro se aplastó entonces el pelo mientras me miraba con sus inmensos ojos de loco.
¡Conque sabías entonces! -articuló- ¡Conque todos lo saben y me dejan hablar una hora! ¡Ah! -rugió en un sollozo echando la cabeza atrás y deslizándose por la pared hasta caer sentado-: ¡Pero quién me dice al miserable yo, aquí, por qué en mi casa me arranqué las uñas para no salvar del alquitrán ni el pelo colgante de mi María!
No necesitaba más, como ustedes comprenden -concluyó el abogado-, para orientarme totalmente respecto del individuo. Fue internado en seguida. Hace ya dos años de esto, y anoche ha salido, perfectamente curado…
– ¿Anoche? -exclamó un hombre joven de riguroso luto- ¿Y de noche se da de alta a los locos?
¿Por qué no? El individuo está curado, tan sano como usted y como yo. Por lo demás, si reincide, lo que es de regla en estos vampiros, a estas horas debe de estar ya en funciones. Pero éstos no son asuntos míos. Buenas noches, señores.
LA MANCHA HIPTÁLMICA
– ¿Qué tiene esa pared?
Levanté también la vista y miré. No había nada. La pared estaba lisa, fría y totalmente blanca. Sólo arriba, cerca del techo, estaba oscurecida por falta de luz.
Otro a su vez alzó los ojos y los mantuvo un momento inmóviles y bien abiertos, como cuando se desea decir algo que no se acierta a expresar.
– ¿P… pared? -formuló al rato.
Esto sí; torpeza y sonambulismo de las ideas, cuánto es posible. -No es nada -contesté-. Es la mancha hiptálmica. ¿Mancha?
– …hiptálmica. La mancha hiptálmica. Este es mi dormitorio. Mi mujer dormía de aquel lado… ¡Qué dolor de cabeza…! Bueno. Estábamos casados desde hacía siete meses y anteayer murió. ¿No es esto…? Es la mancha hiptálmica. Una noche mi mujer se despertó sobresaltada.
– ¿Qué dices? -le pregunté inquieto.
– ¡Qué sueño más raro! -me respondió, angustiada aún.
– ¿Qué era?
– No sé, tampoco… Sé que era un drama; un asunto de drama… Una cosa oscura y honda… ¡Qué lástima!
¡Trata de acordarte, por Dios! -la insté, vivamente interesado. Ustedes me conocen como hombre de teatro…
Mi mujer hizo un esfuerzo.
No puedo… No me acuerdo más que del título: La mancha tele… hita… ¡hiptálmica! Y la cara atada con un pañuelo blanco.
– ¿Qué…?
– Un pañuelo blanco en la cara… La mancha hiptálmica.
– ¡Raro! -murmuré, sin detenerme un segundo más a pensar en aquello.
Pero días después mi mujer salió una mañana del dormitorio con la cara atada. Apenas la vi, recordé bruscamente y vi en sus ojos que ella también se había acordado. Ambos soltamos la carcajada.
– ¡Sí…, sí! -se reía- En cuanto me puse el pañuelo, me acordé…
– ¿Un diente?
– No sé; creo que sí…
Durante el día bromeamos aún con aquello, y de noche, mientras mi mujer se desnudaba, le grité de pronto desde el comedor:
– A que no…
– ¡Sí! ¡La mancha hiptálmica! -me contestó riendo. Me eché a reír a mi vez, y durante quince días vivimos en plena locura de amor. Después de este lapso de aturdimiento sobrevino un período de amorosa inquietud, el sordo y mutuo acecho de un disgusto que no llegaba y que se ahogó por fin en explosiones de radiante y furioso amor. Una tarde, tres o cuatro horas después de almorzar, mi mujer, no encontrándome, entró en su cuarto y quedó sorprendida al ver los postigos cerrados. Me vio en la cama, extendido como un muerto.
¡Federico! -gritó corriendo a mí.
No contesté una palabra, ni me moví. ¡Y era ella, mi mujer! ¿Entienden ustedes?
– ¡Déjame! -me desasí con rabia, volviéndome a la pared.
Durante un rato no oí nada. Después, sí: los sollozos de mi mujer, el pañuelo hundido hasta la mitad en la boca.
Esa noche cenamos en silencio. No nos dijimos una palabra, hasta que a las diez mi mujer me sorprendió en cuclillas delante del ropero, doblando con extremo cuidado, y pliegue por pliegue, un pañuelo blanco.
¡Pero desgraciado! -exclamó desesperada, alzándome la cabeza-.¡Qué haces!
¡Era ella, mi mujer! Le devolví el abrazo, en plena e íntima boca.
– ¿Qué hacía? -le respondí-. Buscaba una explicación justa a lo que nos está pasando.
– Federico… amor mío… -murmuró. Y la ola de locura nos envolvió de nuevo.
Desde el comedor oí que ella -aquí mismo- se desvestía. Y aullé con amor:
– ¿A que no?…
– ¡Hiptálmica, hiptálmica! -respondió riendo y desnudándose a toda prisa.
Cuando entré, me sorprendió el silencio considerable de este dormitorio. Me acerqué sin hacer ruido y miré. Mi mujer estaba acostada, el rostro completamente hinchado y blanco. Tenía atada la cara con un pañuelo.