Se sonrió y alzó la cabeza, dejando cuchillo y tenedor.
¡Rico, le digo! ¡Qué don Fernández! -continuó comiendo-. ¡Sabe de todo!
Se supondrá el peso de que nos libró su respuesta. Pero cuando hubieron comido el padre, la madre, la hermana, y le llegó el turno a mi futura, no supe qué hacer.
– ¿Eduarda puede comer, eh, don Fernández? -me había preguntado mi suegro.
Yo creía sinceramente que no. Para un estómago sano, aquello estaba bien, aun a razón de un plato sopero por boca. Pero para una dispéptica con digestiones laboriosísimas, mi esponja era un sencillo veneno.
Y me enternecí con la esponja, sin embargo. La muchacha ojeaba la olla con mucho más amor que a mí, y yo pensaba que acaso jamás en la vida seríale dado volver a probar cosa tan asombrosa, hecha por un chacarero médico y pretendiente suyo.
Sí, puede comer. Le va a gustar mucho -respondí serenamente. Tal fue mi presentación pública de cocinero. Ninguno murió pero dos semanas después supe por Rosa que mi prometida había estado enferma los días subsiguientes al baile.
– Sí -le dije, verdaderamente arrepentido-. Yo tengo la culpa. No debió haber comido la crema aquella.
¡Qué crema! ¡Si le gustó, te digo! Es que usted no bailaste con ella; por eso se enfermó.
No bailé con ninguna.
¡Pero si es lo que te digo! ¡Y no has ido más a verla, tampoco!
Fui allá por fin. Pero entonces la muchacha tenía realmente novio, un ° españolito con gran cinto y pañuelo criollos, con quien me había encontrado ya alguna vez en casa de ella.
LOS CASCARUDOS
Hasta el día fatal en que intervino el naturalista, la quinta de monsieur Robin era un prodigio de corrección. Había allí plantaciones de yerba mate que, si bien de edad temprana aún, admiraban al discreto visitante con la promesa de magníficas rentas. Luego, viveros de cafetos -costoso ensayo en la región-, de chirimoyas y heveas.
Pero lo admirable de la quinta era su bananal. Monsieur Robin, con arreglo al sistema de cultivo practicado en Cuba, no permitía más de tres vástagos a cada banano pues sabido es que esta planta, abandonada a sí misma se torna en un macizo de diez, quince y más pies. De ahí empobrecimiento de la tierra, exceso de sombra, y lógica degeneración del fruto. Mas los nativos del país jamás han aclarado sus macizos de bananos, considerando que si la planta tiende a rodearse de hijos, hay para ello causas muy superiores a las de su agronomía. Monsieur Robín entendía lo mismo y aun más sumisamente, puesto que apenas la planta original echaba de su pie dos vástagos, aprontaba pozos para los nuevos bananitos a venir que, tronchados del pie madre, crearían a su vez nueva familia.
De este modo, mientras el bananal de los indígenas, a semejanza de las madres muy fecundas cuya descendencia es al final raquítica, producía mezquinas vainas sin jugo, las cortas y bien nutridas familias de monsieur Robín se doblaban al peso de magníficos cachos.
Pero tal glorioso estado de cosas no se obtiene sino a expensas de mucho sudor y de muchas limas gastadas en afilar palas y azadas.
Monsieur Robín, habiendo llegado a inculcar a cinco peones del país la necesidad de todo esto, creyó haber hecho obra de bien, aparte de los tres o cuatro mil cachos que desde noviembre a mayo bajaban a Posadas.
Así, el destino de monsieur Robín, de sus bananos y sus cinco peones parecía asegurado, cuando llegó a Misiones el sabio naturalista Fritz Franke, entomólogo distinguidísimo, y adjunto al Museo de Historia Natural de París. Era un muchacho rubio, muy alto, muy flaco, con lentes de miope allá arriba, y enormes botines en los pies. Llevaba pantalón corto, lo acompañaban su esposa y una setter con collar de plata.
Venía el joven sabio efusivamente recomendado a Monsieur Robín, y éste puso a su completa disposición la quinta del Yabebirí, con lo cual Fritz Franke pudo fácilmente completar en cuatro o cinco meses sus colecciones sudamericanas. Por lo demás, el capataz recibió de monsieur Robín especial recomendación de ayudar al distinguido huésped en cuanto fuere posible. Fue así como lo tuvimos entre nosotros. En un principio, los peones habían hallado ridículo sobre toda ponderación a aquel bebé de interminables pantorrillas que se pasaba las horas en cuclillas revolviendo yuyos. Alguna vez se detuvieron con la azada en la mano a contemplar aquella zoncísima manera de perder el tiempo. Veían al naturalista coger un bicharraco, darle vueltas en todo sentido, para hundirlo, después de maduro examen, en el estuche de metal. Cuando el sabio se iba, los peones se acercaban, cogían un insecto semejante, y después de observarlo detenidamente a su vez, se miraban estupefactos.
Así, a los pocos días, uno de ellos se atrevió a ofrecer al naturalista un cascarudito que había hallado. El peón llevaba muchísima más sorna que cascarudito; pero el coleóptero resultó ser de una especie nueva, y herr Franke, contento, gratificó al peón con cinco cartuchos 16. El peón se retiró, para volver al rato con sus compañeros.
– Entonces, che patrón…, ¿te gustan los bichitos? interrogó. ¡Oh, sí! Tráiganme todos… Después, regalo.
– No, patrón; te lo vamos a hacer de balde. Don Robín nos dijo que te ayudáramos.
Este fue el principio de la catástrofe. Durante dos meses enteros, sin perder diez segundos en quitar el barro a una azada, los cinco peones se dedicaron a cazar bichitos. Mariposas, hormigas, larvas, escarabajos estercoleros, cantáridas de frutales, guitarreros 11 de palos podridos, cuanto insecto vieron sus ojos, fue llevado al naturalista. Fue aquello un ir y venir constante de la quinta al rancho. Franke, loco de gozo ante el ardor de aquellos entusiastas neófitos, prometía escopetas de uno, dos y tres tiros.
Pero los peones no necesitaban estímulo. No quedaba en la quinta tronco sin remover ni piedra que no dejara al descubierto el húmedo hueco de su encaje. Aquello era, evidentemente, más divertido que carpir. Las cajas del naturalista prosperaron así de un modo asombroso, tanto que a fines de enero dio el sabio por concluida su colección y regresó a Posadas.
– ¿Y los peones?-le preguntó Monsieur Robín-. ¿No tuvo quejas de ellos?
– ¡Oh, no! Muy buenos todos… Usted tiene muy buenos peones. Monsieur Robín creyó entonces deber ir hasta el Yabebirí a constatar aquella bondad. Halló a los peones como enloquecidos, en pleno furor de cazar bichitos. Pero lo que era antes glorioso vivero de cafetos y chirimoyas, desaparecía ahora entre el monstruoso yuyo de un verano entero. Las plantitas, ahogadas por el vaho quemante de una sombra demasiado baja, habían perdido o la vida o todo un año de avance. El bananal estaba convertido en un plantío salvaje, sucio de pajas, lianas y rebrotes de monte, dentro del cual los bananos asfixiados se agotaban en hijuelos raquíticos. Los cachos, sin fuerza para una plena fructificación, pendían con miserables bananitas, negruzcas. Esto era lo que quedaba a monsieur Robín de su quinta, casi experimental tres meses antes. Fastidiado hasta el infinito de la ciencia de su ilustre huésped que había enloquecido al personal, despidió a todos los peones. Pero la mala semilla estaba ya sembrada. A uno de nosotros tocóle en suerte, tiempo después, tomar dos peones que habían sido de la quinta de monsieur Robín. Encargóseles el arreglo urgente de un alambrado, partiendo los mozos con taladros, mechas, llave inglesa y demás. Pero a la media hora estaba uno de vuelta, poseedor de un cascarudito que había hallado. Se le agradeció el obsequio, y retornó a su alambre. Al cuarto de hora volvía el otro peón con otro cascarudito.
A pesar de la orden terminante de no prestar más atención a los insectos, por maravillosos que fueran, regresaron los dos media hora antes de lo debido, a mostrar a su patrón un bichito que jamás habían visto en Santa Ana.
Por espacio de muchos meses la aventura se repitió en diversas granjas. Los peones aquellos, poseídos de verdadero frenesí entomológico, contagiaron a algún otro; y, aún hoy un patrón que se estime debe acordarse siempre al tomar un nuevo peón:
– Sobre todo, les prohíbo terminantemente que miren ningún bichito. Pero lo más horrible de todo es que los peones habían visto ellos mismos más de una vez comer alacranes al naturalista. Los sacaba de un tarro y los comía por las patitas…
EL DIVINO
Jamás en el confín aquel se había tenido idea de un teodolito. Por esto cuando se vio a Howard asentar el sospechoso aparato en el suelo, mirar por los tubitos y correr tornillos, la gente tuvo por él, sus cintas métricas, niveles y banderitas, un respeto casi diabólico.
Howard había ido al fondo de Misiones, sobre la frontera del Brasil, a medir cierta propiedad que su dueño quería vender con urgencia. El terreno no era grande, pero el trabajo era rudo por tratarse de bosque inextricable y quebradas a prueba de nivel. Howard desempeñóse del mejor de los modos posibles, y se hallaba en plena tarea cuando le acaeció su singular aventura.