El agrimensor habíase instalado en un claro del bosque, y sus trabajos marcharon a maravilla durante el resto del invierno que pudo aprovechar, pero llegó el verano, y con tan húmedo y sofocante principio que el
bosque entero zumbó de mosquitos y barigüís, a tal punto que a Howard le faltó valor para afrontarlos. No siendo por lo demás urgente su trabajo, dispúsose a descansar quince días.
El rancho de Howard ocupaba la cúspide de una loma que descendía al oeste hasta la vera del bosque. Cuando el sol caía, la loma se doraba y el ambiente cobraba tal transparente frescura que un atardecer, en los treinta y ocho años de Howard revivieron agudas sus grandes glorias de la infancia. ¡Una pandorga! ¡Una cometa! ¿Qué cosa más bella que remontar a esa hora el cabeceador barrilete, la bomba ondulante o el inmóvil lucero? A esa hora, cuando el sol desaparece y el viento cae con él, la pandorga se aquieta. La cola pende entonces inmóvil y el hilo forma una honda curva. Y allá arriba, muy alto, fija en vaguísima tremulación, la pandorga en equilibrio constela triunfalmente el cielo de nuestra industriosa infancia.
Ahora recordaba con sorprendente viveza toda la técnica infantil que jamás desde entonces tornara a subir a su memoria. Y cuando en compañía
de su ayudante cortó las tacuaras, tuvo buen cuidado de afinarlas suficientemente en los extremos, y muy poco en el medio: "Una pandorga que se quiebra por el centro, deshonra para siempre a su ingeniero", meditaba el recelo infantil de Howard.
Y fue hecha. Dispusieron primero los dos cuadros que yuxtapuestos en cruz forman la estrella. Un pliego de seda roja que Howard tenía en su archivo revistió el armazón, y como cola, a falta del clásico orillo de casimir, el agrimensor transformó la pierna de un pantalón suyo en científica cola de pandorga. Y por último los roncadores.
Al día siguiente la ensayaron. Era un sencillo prodigio de estabilidad, tiro y ascensión. El sol traspasaba la seda punzó en escarlata vivo, y al remontarla Howard, la vibrante estrella ascendía tirante aureolada de trémulo ronquido.
Fue al otro día, y en pleno remonte de la cometa, cuando oyeron el redoble del tambor. En verdad, más que redoble, aquello era un acompañamiento de comparsa: tan-tan-tan… ratatán… tan-tan…
– ¿Qué es eso?
– No sé -repuso el ayudante mirando a todos lados-. Me parece que se acerca…
– Sí, allá veo una comparsa -afirmó Howard.
En efecto, por el sendero que ascendía a la loma, una comitiva con estandarte al frente avanzaba.
– Viene aquí… ¿Qué puede ser eso? -se preguntó Howard, que vivía aislado del mundo.
Un momento después lo supo. Aquello llegó hasta su rancho, y el agrimensor pudo examinarlo detenidamente.
Primero que todo, el hombre del tambor, un indio descalzo y con un pañuelo en bandolera; luego una negra gordísima con un mulatillo erizado en brazos, que venía levantando un estandarte. Era un verdadero estandarte de satiné punzó y empenachado de cintas flotantes. En la cúspide, un rosetón de papel calado. Luego seguían en fila: una vieja con un terrible cigarro; un hombre con el saco al hombro; una muchachita; otro hombre en calzoncillos y tirador de arpillera; otra mujer con un chico de pecho; otro hombre; otra mujer con cigarro, y un negro canoso.
Esta era la comitiva. Pero su significado resultó más grave, según fue enterado Howard. Aquello era El Divino, como podía verse por la palomita de cera forrada de trapo, atada en el extremo del estandarte. El Divino recorría la comarca en ciertas épocas curando los males. Si se daba dinero en recompensa, tanto mayor eficacia.
– ;Y el tambor? -preguntó Howard. -Es su música -le respondieron. Aunque Howard y su ayudante gozaban de excelente salud, aceptaron
de buen grado la intervención paliativa del Espíritu Santo. De este modo, fue menester que Howard sostuviera de pie al Divino, mientras el tambor comenzaba su piruetesco acompañamiento, y la comitiva cantaba:
…
Y así por el estilo. Claro es que, aunque Howard estaba exento de toda señora, la canción no variaba.
Pero a pesar de la unción medicinal de que estaban poseídos los acólitos, Howard vio muy claramente que éstos no pensaban sino en la pandorga que sostenía el ayudante. La devoraban con los ojos, de modo que sus loas al igual de sus bocas abiertas estaban rectamente dirigidas a la estrella.
Jamás habían visto eso; cosa no extraña en aquellas tenebrosidades, pues mucho más al sur se desconoce también esa industria. Al final fue menester que Howard recogiera la estrella y que la remontara de nuevo. La comparsa no cabía en sí de gozo y lírico asombro. Se fueron por fin con un par de pesos que la portaestandarte ató al cuello del pájaro.
Con lo cual las cosas hubieran proseguido su marcha de costumbre, si al caer del segundo día, y mientras Howard remontaba su estrella, no hubiera llegado de nuevo la procesión.
Howard se asustó, pues casualmente ese día estaba un poco indispuesto. Pensaba ya en echarlos, cuando los sujetos expusieron su pedido: querían la cometa para hacer un Divino; le atarían la paloma en la punta. Y el ruido de los roncadores.
La comparsa sonreía estúpidamente de anticipado deleite. Morirían sin duda si no obtenían aquello.
¡Su pandorga, convertida en Espíritu Santo! Howard halló la circunstancia profundamente casuística. ¿Tendría él, aunque agrimensor y fabricante de su cometa, derecho de impedir aquella como transubstanciación? Como no creyó tenerlo, entregó el ser sagrado, y en un momento la comitiva ató la paloma a la estrella, enarboló ésta en una tacuara, y presto la comparsa se fue, a gran acompañamiento de tambor, llevando triunfalmente en lo alto de una tacuara la cometa de Howard y sus roncadores vibrantes, transformada en Dios.
Aquello fue evidentemente el más grande éxito registrado en cien leguas a la redonda: aquel brillante Divino con ruido y cola, y que volaba, o más bien que había volado, pues nadie se atrevió a restituirle su antiguo proceder.
Howard vio pasar así muchas veces, siempre triunfante y otorgadora de bienes, a su pandorga celestial que echaba melancólicamente de menos. No se atrevía a hacer otra por algo de mística precaución.
Mas pese a esto, un día un viejo del lugar, algo leguleyo por haber vivido un tiempo en países más civilizados, se quejó vagamente a Howard de que éste se hubiera burlado de aquella pobre gente dándoles la cometa. -De ningún modo -se disculpó Howard.
– Sí, de ningún modo… sí, sí -repitió pensativo el viejo, tratando de recordar qué querría decir de ningún modo. Pero no pudo conseguirlo, y Howard pudo concluir su mensura sin que el viejo ni nadie se atreviera a. afrontar su sabiduría.
EL CANTO DEL CISNE
Confieso tener antipatía a los cisnes blancos. Me han parecido siempre gansos griegos, pesados, patizambos y bastante malos. He visto así morir el otro día uno en Palermo sin el menor trastorno poético. Estaba echado de costado en el ribazo, sin moverse. Cuando me acerqué, trató de levantarse y picarme. Sacudió precipitadamente las patas, golpeándose dos o tres veces la cabeza contra el suelo y quedó rendido, abriendo desmesuradamente el pico. Al fin estiró rígidas las uñas, bajó lentamente los párpados duros y murió.
No le oí canto alguno, aunque sí una especie de ronquido sibilante. Pero yo soy hombre, verdad es, y ella tampoco estaba. ¡Qué hubiera dado por escuchar ese diálogo! Ella está absolutamente segura de que oyó eso y de que jamás volverá a hallar en hombre alguno la expresión con que él la miró.
Mercedes, mi hermana, que vivió dos años en Martínez, lo veía a menudo. Me ha dicho que más de una vez le llamó la atención su rareza, solo siempre e indiferente a todo, arqueado en una fina silueta desdeñosa.
La historia es ésta: en el lago de una quinta de Martínez había varios cisnes blancos, uno de los cuales individualizábase en la insulsez genérica por su modo de ser. Casi siempre estaba en tierra, con las alas pegadas y el cuello inmóvil en honda curva. Nadaba poco, jamás peleaba con sus compañeros. Vivía completamente apartado de la pesada familia, como un fino retoño que hubiera roto ya para siempre con la estupidez natal. Cuando alguien pasaba a su lado, se apartaba unos pasos, volviendo a su vaga distracción. Si alguno de sus compañeros pretendía picarlo, se alejaba despacio y aburrido. Al caer la tarde, sobre todo, su silueta inmóvil y distinta destacábase de lejos sobre el césped sombrío, dando a la calma morosa del crepúsculo una húmeda quietud de vieja quinta.