Como la casa en que vivía mi hermana quedaba cerca de aquélla, Mercedes lo vio muchas tardes en que salió a caminar con sus hijos. A fines de octubre una amabilidad de vecinos la puso en relación con Celia, y de aquí los pormenores de su idilio.
Aun Mercedes se había fijado en que el cisne parecía tener particular aversión a Celia. Esta bajaba todas las tardes al lago, cuyos cisnes la conocían bien en razón de las galletitas que les tiraba.
Únicamente aquél evitaba su aproximación. Celia lo notó un día, y fue decidida a su encuentro; pero el cisne se alejó más aún. Ella quedó un rato mirándolo sorprendida, y repitió su deseo de familiaridad, con igual resultado. Desde entonces, aunque usó de toda malicia, no pudo nunca acercarse a él. Permanecía inmóvil e indiferente cuando Celia bajaba al lago; pero si ésta trataba de aproximarse oblicuamente, fingiendo ir a otra parte, el cisne se alejaba enseguida.
Una tarde, cansada ya, lo corrió hasta perder el aliento y dos pinchos. Fue en vano. Sólo cuando Celia no se preocupaba de él, él la seguía con los ojos. -¡Y sin embargo, estaba tan segura de que me odiaba! -le dijo la hermosa chica a mi hermana, después que todo concluyó.
Y esto fue en un crepúsculo apacible. Celia, que bajaba las escaleras, lo vio de lejos echado sobre el césped a la orilla del lago. Sorprendida de esa poco habitual confianza en ella, avanzó incrédula en su dirección; pero
el animal continuó tendido. Celia llegó hasta él, y recién entonces pensó que podría estar enfermo. Se agachó apresuradamente y le levantó la cabeza. Sus miradas se encontraron, y Celia abrió la boca de sorpresa, lo miró fijamente y se vio obligada a apartar los ojos. Posiblemente la expresión de esa mirada anticipó, amenguándola, la impresión de las palabras. El cisne cerró los ojos.
– Me muero -dijo.
Celia dio un grito y tiró violentamente lo que tenía en las manos. Yo no la odiaba -murmuró él lentamente, el cuello tendido en tierra.
Cosa rara, Celia le ha dicho a mi hermana que al verlo así, por morir,
no se le ocurrió un momento preguntarle cómo hablaba. Los pocos momentos que duró la agonía se dirigió a él y lo escuchó como a un simple cisne, aunque hablándole sin darse cuenta de usted, por su voz de hombre. Arrodillóse y afirmó sobre su falda el largo cuello, acariciándolo.
– ¿Sufre mucho? -le preguntó. Sí, un poco…
– ¿Por qué no estaba con los demás?
– ¿Para qué? No podía…
Como se ve, Celia se acordaba de todo.
– ¿Por qué no me quería?
El cisne cerró los ojos:
– No, no es eso… Mejor era que me apartara… Sufrir más…
Tuvo una convulsión y una de sus grandes alas desplegadas rodeó las rodillas de Celia.
– Y sin embargo, la causa de todo y sobre todo de esto -concluyó el cisne, mirándola por última vez y muriendo en el crepúsculo, a que el lago, la humedad y la ligera belleza de la joven daban viejo encanto de mitología-:… Ha sido mi amor a ti…
DIETA DE AMOR
Ayer de mañana tropecé en la calle con una muchacha delgada, de vestido un poco más largo que lo regular, y bastante mona, a lo que me pareció. Me volví a mirarla y la seguí con los ojos hasta que dobló la esquina, tan poco preocupada ella por mi plantón como pudiera haberlo estado mi propia madre. Esto es frecuente.
Tenía, sin embargo, aquella figurita delgada un tal aire de modesta prisa en pasar inadvertida, un tan franco desinterés respecto de un badulaque cualquiera que con la cara dada vuelta está esperando que ella se vuelva a su vez, tan cabal indiferencia, en suma, que me encantó, bien que yo fuera el badulaque que la seguía en aquel momento.
Aunque yo tenía qué hacer, la seguí y me detuve en la misma esquina. A la mitad de la cuadra ella cruzó y entró en un zaguán de casa de altos.
La muchacha tenía un traje oscuro y muy tensas las medias. Ahora bien, deseo que me digan si hay una cosa en que se pierda mejor el tiempo que en seguir con la imaginación el cuerpo de una chica muy bien calzada que va trepando una escalera. No sé si ella contaba los escalones; pero juraría que no me equivoqué en un solo número y que llegamos juntos a un tiempo al vestíbulo.
Dejé de verla, pues. Pero yo quería deducir la condición de la chica del aspecto de la casa, y seguí adelante, por la vereda opuesta.
Pues bien, en la pared de la misma casa, y en una gran chapa de bronce, leí:
Doctor Swindenborg
Físico Dietético
¡Físico dietético! Está bien. Era lo menos que me podía pasar esa mañana. Seguir a una mona chica de traje azul marino, efectuar a su lado una ideal ascensión de escalera, para concluir…
¡Físico dietético…! ¡Ah, no! ¡No era ése mi lugar, por cierto! ¡Dietético! ¿Qué diablos tenía yo que hacer con una muchacha anémica, hija o pensionista de un físico dietético? ¿A quién se le puede ocurrir hilvanar, como una sábana, estos dos términos disparatados: amor y dieta? No era todo eso una promesa de dicha, por cierto. ¡Dietético…! ¡No, por Dios! Si algo debe comer, y comer bien, es el amor. Amor y dieta… ¡No, con mil diablos!
Esto era ayer de mañana. Hoy las cosas han cambiado. La he vuelto a encontrar, en la misma calle, y sea por la belleza del día o por haber adivinado en mis ojos quién sabe qué religiosa vocación dietética, lo cierto es que me ha mirado.
"Hoy la he visto… la he visto… y me ha mirado…"
¡Ah, no! Confieso que no pensaba precisamente en el final de la estrofa. Lo que yo pensaba era esto: cuál debe ser la tortura de un grande y noble amor, constantemente sometido a los éxtasis de una inefable dieta…
Pero que me ha mirado, esto no tiene duda. La seguí, como el día anterior; y como el día anterior, mientras con una idiota sonrisa iba soñando tras los zapatos de charol, tropecé con la placa de bronce:
Doctor Swindenborg
Físico Dietético
¡Ah! ¿Es decir, que nada de lo que yo iba soñando podría ser verdad?;Era posible que tras los aterciopelados ojos de mi muchacha no hubiera sino una celestial promesa de amor dietético?
Debo creerlo así, sin duda, porque hoy, hace apenas una hora, ella acaba de mirarme en la misma calle y en la misma cuadra; y he leído claro en sus ojos el alborozo de haber visto subir límpido a mis ojos un fraternal amor dietético…
Han pasado cuarenta días. No sé ya qué decir, a no ser que estoy muriendo de amor a los pies de mi chica de traje oscuro… Y si no a sus pies, por lo menos a su lado, porque soy su novio y voy a su casa todos los días.
Muriendo de amor… Y sí, muriendo de amor, porque no tiene otro nombre esta exhausta adoración sin sangre. La memoria me falta a veces; pero me acuerdo muy bien de la noche que llegué a pedirla.
Había tres personas en el comedor -porque me recibieron en el comedor-: el padre, una tía y ella. El comedor era muy grande, muy mal alumbrado y muy frío. El doctor Swindenborg me oyó de pie, mirándome sin decir una palabra. La tía me miraba también, pero desconfiada. Ella, mi Nora, estaba sentada a la mesa y no se levantó.
Yo dije todo lo que tenía que decir, y me quedé mirando también. En aquella casa podía haber de todo; pero lo que es apuro, no. Pasó un momento aún, y el padre me miraba siempre. Tenía un inmenso sobretodo peludo, y las manos en los bolsillos. Llevaba un grueso pañuelo al cuello y una barba muy grande.
– ¿Usted está bien seguro de amar a la muchacha? me dijo, al fin.
¡Oh, lo que es eso!-le respondí.
No contestó nada, pero me siguió mirando.
– ¿Usted come mucho? -me preguntó. Regular -le respondí, tratando de sonreírme.
La tía abrió entonces la boca y me señaló con el dedo como quien señala un cuadro:
– El señor debe comer mucho… -dijo. El padre volvió la cabeza a ella:
– No importa -objetó-. No podríamos poner trabas en su vía… Y volviéndose esta vez a su hija, sin quitar las manos de los bolsillos:
– Este señor te quiere hacer el amor le dijo-. ¿Tú quieres?
Ella levantó los ojos tranquila y sonrió:
– Yo, sí -repuso.
– Y bien -me dijo entonces el doctor, empujándome del hombro-.Usted es ya de la casa; siéntese y coma con nosotros.