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Me senté enfrente de ella y cenamos. Lo que comí esa noche, no sé, porque estaba loco de contento con el amor de mi Nora. Pero sé muy bien lo que hemos comido después, mañana y noche, porque almuerzo y ceno con ellos todos los días.

Cualquiera sabe el gusto agradable que tiene el té, y esto no es un misterio para nadie. Las sopas claras son también tónicas y predisponen a la afabilidad.

Y bien: mañana a mañana, noche a noche, hemos tomado sopas ligeras y una liviana taza de té. El caldo es la comida, y el té es el postre; nada más.

Durante una semana entera no puedo decir que haya sido feliz. Hay en el fondo de todos nosotros un instinto de rebelión bestial que muy difícilmente es vencido. A las tres de la tarde comenzaba la lucha; y ese rencor del estómago dirigiéndose a sí mismo de hambre; esa constante protesta de la sangre convertida a su vez en una sopa fría y clara, son cosas éstas que no se las deseo a ninguna persona, aunque esté enamorada.

Una semana entera la bestia originaria pugnó por clavar los dientes. Hoy estoy tranquilo. Mi corazón tiene cuarenta pulsaciones en vez de sesenta. No sé ya lo que es tumulto ni violencia, y me cuesta trabajo pensar que los bellos ojos de una muchacha evoquen otra cosa que una inefable y helada dicha sobre el humo de dos tazas de té.

De mañana no tomo nada, por paternal consejo del doctor. A mediodía tomamos caldo y té, y de noche caldo y té. Mi amor, purificado de este modo, adquiere día a día una transparencia que sólo las personas que vuelven en sí después de una honda hemorragia pueden comprender.

Nuevos días han pasado. Las filosofías tienen cosas regulares y a veces algunas cosas malas. Pero la del doctor Swindenborg -con su sobretodo peludo y el pañuelo al cuello- está impregnada de la más alta idealidad. De todo cuanto he sido en la calle, no queda rastro alguno. Lo único que vive en mí, fuera de mi inmensa debilidad, es mi amor. Y no puedo menos de admirar la elevación de alma del doctor, cuando sigue con ojos de orgullo mi vacilante paso para acercarme a su hija.

Alguna vez, al principio, traté de tomar la mano de mi Nora, y ella lo consintió por no disgustarme. El doctor lo vio y me miró con paternal ternura. Pero esa noche, en vez de hacerlo a las ocho, cenamos a las once. Tomamos solamente una taza de té.

No sé, sin embargo, qué primavera mortuoria había aspirado yo esa tarde en la calle. Después de cenar quise repetir la aventura, y sólo tuve fuerzas para levantar la mano y dejarla caer inerte sobre la mesa, sonriendo de debilidad como una criatura.

El doctor había dominado la última sacudida de la fiera.

Nada más desde entonces. En todo el día, en toda la casa, no somos sino dos sonámbulos de amor. No tengo fuerzas más que para sentarme a su lado, y así pasamos las horas, helados de extraterrestre felicidad, con la sonrisa fija en las paredes.

Uno de estos días me van a encontrar muerto, estoy seguro. No hago la menor recriminación al doctor Swindenborg, pues si mi cuerpo no ha podido resistir a esa fácil prueba, mi amor, en cambio, ha apreciado cuánto de desdeñable ilusión va ascendiendo con el cuerpo de una chica de oscuro que trepa una escalera. No se culpe, pues, a nadie de mi muerte. Pero a aquellos que por casualidad me oyeran, quiero darles este consejo de un hombre que fue un día como ellos:

Nunca, jamás, en el más remoto de los jamases, pongan los ojos en una muchacha que tiene mucho o poco que ver con un físico dietético.

Y he aquí por qué:

La religión del doctor Swindenborg -la de más alta idealidad que yo haya conocido, y de ello me vanaglorio al morir por ella- no tiene sino una falla, y es ésta: haber unido en un abrazo de solidaridad al Amor y la Dieta. Conozco muchas religiones que rechazan el mundo, la carne y el amor. Y algunas de ellas son notables. Pero admitir el amor, y darle por único alimento la dieta, es cosa que no se le ha ocurrido a nadie. Esto es lo que yo considero una falla del sistema; y acaso por el comedor del doctor vaguen de noche cuatro o cinco desfallecidos fantasmas de amor, anteriores a mí.

Que los que lleguen a leerme huyan, pues, de toda muchacha mona cuya intención manifiesta sea entrar en una casa que ostenta una gran chapa de bronce. Puede hallarse allí un gran amor, pero puede haber también muchas tazas de té.

Y yo sé lo que es esto.

POLEA LOCA

En una época en que yo tuve veleidades de ser empleado nacional, oí hablar de un hombre que durante dos años que desempeñó un puesto público no contestó una sola nota.

– He aquí un hombre superior me dije-. Merece que vaya a verlo. Porque debo confesar que el proceder habitual y forzoso de contestar cuanta notase recibe es uno de los inconvenientes más grandes que hallaba yo a mi aspiración. El delicado mecanismo de la administración nacional -nadie lo ignora- requiere que toda nota que se nos hace el honor de dirigir, sea fatal y pacientemente contestada. Una sola comunicación puesta de lado, la más insignificante de todas, trastorna hasta lo más hondo de sus dientes el engranaje de la máquina nacional. Desde las notas del presidente de la República a las de un oscuro cabo de policía, todas exigen respuesta en igual grado, todas encarnan igual nobleza administrativa, todas tienen igual austera trascendencia.

Es, pues, por esto que, convencido y orgulloso, como buen ciudadano, de la importancia de esas funciones, no me atrevía francamente a jurar que todas las notas que yo recibiera serían contestadas. Y he aquí que me aseguraban que un hombre, vivo aún, había permanecido dos años en la Administración Nacional, sin contestar -ni enviar, desde luego- ninguna nota…

Fui, por consiguiente, a verlo, en el fondo de la república. Era un hombre de edad avanzada, español, de mucha cultura, pues esta intelectualidad inesperada al pie de un quebracho, en una fogata de siringal o en un aduar del Sahara, es una de las tantas sorpresas del trópico.

Mi hombre se echó a reír de mi juvenil admiración cuando le conté lo que me llevaba a verlo. Me dijo que no era cierto, por lo menos el lapso transcurrido sin contestar una sola nota. Que había sido encargado escolar en una colonia nacional, y que, en efecto, había dejado pasar algo más de un año sin acusar recibo de nota alguna. Pero que eso tenía en el fondo poca importancia, habiendo notado por lo demás…

Aquí mi hombre se detuvo un instante, y se echó a reír de nuevo. -¿Quiere usted que le cuente algo más sabroso que todo esto? -me dijo-. Verá usted un modelo de funcionario público… ¿Sabe usted qué tiempo dejó pasar ese tal sin dignarse echar una ojeada a lo que recibía? Dos años y algo más. ¿Y sabe usted qué puesto desempeñaba? Gobernador… Abra usted ahora la boca.

En efecto, lo merecía. Para un tímido novio -digámoslo así- de la Administración Nacional, nada podía abrirme más los ojos sobre la virtud de mi futura que las hazañas de aquel Don Juan administrativo… Le pedí que me contara todo, si lo sabía, y a escape.

– ¿Si lo sé? -me respondió-. ¿Si conozco bien a mi funcionario? Como que yo fui el gobernador que le sucedió… Pero, óigame más bien desde el principio. Era en… En fin, suponga usted que el ochenta y tantos. Yo acababa de regresar a España, mal curado aún de unas fiebres cogidas en el golfo de Guinea. Había hecho un crucero de cinco años, abasteciendo a las factorías españolas de la costa. El último año lo pasé en Elobey Chico… ¿Usted sabe su geografía, sí?

– Sí, toda; continúe.

– Bien. Sabrá usted entonces que no hay país más malsano en el mundo entero, así como suena, que la región del delta del Níger. Hasta ahora, no hay mortal nacido en este planeta que pueda decir, después de haber cruzado frente a las bocas del Níger: No tuve fiebre…

Comenzaba, pues, a restablecerme en España, cuando un amigo, muy allegado al Ministerio de Ultramar, me propuso la gobernación de una de las cuatrocientas y tantas islas que pueblan las Filipinas. Yo era, según él, el hombre indicado, por mi larga actuación entre negros y negritos.

– Pero no entre malayos -respondí a mi protector- Entiendo que es bastante distinto…

No crea usted: es la misma cosa -me aseguró-. Cuando el hombre baja más de dos o tres grados en su color, todos son lo mismo… En definitiva: ¿le conviene a usted? Tengo facultades para hacerle dar el destino enseguida.

Consulté un largo rato con mi conciencia, y más profundamente con mi hígado. Ambos se atrevían, y acepté.

– Muy bien -me dijo entonces mi padrino-. Ahora que es usted de los nuestros, tengo que ponerlo en conocimiento de algunos detalles. ¿Conoce usted, siquiera de nombre, al actual gobernador de su isla, Félix Pérez Zúñiga?

– No; fuera del escritor…-le dije.

– Ese no es Félix -me objetó-. Pero casi, casi valen tanto el uno como el otro… Y no lo digo por mal. Pues bien: desde hace dos años no se sabe lo que pasa allá. Se han enviado millones de notas, y crea usted que las últimas son capaces de ponerle los pelos de punta al funcionario peor nacido… Y nada, como si tal cosa. Usted llevará, juntamente con su nombramiento, la destitución del personaje. ¿Le conviene siempre?