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Ciertamente, me convenía… a menos que el fantástico gobernador fuera de genio tan vivo cuan grande era su llaneza en eso de las notas.

– No tal -me respondió-. Según informes, es todo lo contrario… Creo que se entenderá usted con él a maravillas.

No había, pues, nada que decir. Di aún un poco de solaz a mi hígado, y un buen día marché a Filipinas. Eso sí, llegué en un mal día, con un colazo de tifón en el estómago y el malhumor del gobernador general sobre mi cabeza. A lo que parece, se había prescindido bastante de él en ese asunto. Logré, sin embargo, conciliarme su buena voluntad y me dirigí a mi isla, tan a trasmano de toda ruta marítima que si no era ella el fin del mundo era evidentemente la tumba de toda comunicación civilizada.

Y abrevio, pues noto que usted se fatiga… ¿No? Pues adelante… ¿En qué estábamos? ¡Ah! En cuanto desembarqué di con mi hombre. Nunca sufrí desengaño igual. En vez del tipo macizo, atrabiliario y gruñón que me había figurado a pesar de los informes, tropecé con un muchacho joven de ojos azules, grandes ojos de pájaro alegre y confiado. Era alto y delgado, muy calvo para su edad, y el pelo que le restaba -abundante a los costados y tras la cabeza- era oscuro y muy ondeado. Tenía la frente y la calva muy lustrosas. La voz muy clara, y hablaba sin apresurarse, con largas entonaciones de hombre que no tiene prisa y goza exponiendo y recibiendo ideas.

Totaclass="underline" un buen muchacho, inteligente sin duda, muy expansivo y cordial y con aire de atreverse a ser feliz dondequiera que se hallase.

– Pase usted, siéntese -me dijo-. Esté todo lo a gusto que quiera. ¿No desea tomar nada? ¿No, nada? ¿Ni aun chocolate…? El que tengo es

detestable, pero vale la pena probarlo… Oiga su historia: el otro día un buque costero llegó hasta aquí, y me trajo diez libras de cacao… lo mejor de lo mejor entre los cacaos. Encargué de la faena a un indígena inteligentísimo en la manufactura del chocolate. Ya lo conocerá usted. Se tostó el cacao, se molió, se le incorporó el azúcar -también de primera-, todo a mi vista y con extremas precauciones. ¿Sabe usted lo que resultó? Una cosa imposible. ¿Quiere usted probarlo? Vale la pena… Después me escribirá usted desde España cómo se hace eso… ¡Ah, no vuelve usted…! ¿Se queda, sí? ¿Y será usted el nuevo gobernador, sin duda…? Mis felicitaciones…

¿Cómo aquel feliz pájaro podía ser el malhechor administrativo a quien iba a reemplazar?

– Sí -continuó él-. Hace ya veintidós meses que no debía ser yo gobernador. Y no era difícil adivinarle a usted. Fue cuando adquirí el conocimiento pleno de que jamás podría yo llegar a contestar una nota en adelante. ¿Por qué? Es sumamente complicado esto… Más tarde le diré algo, si quiere… Y entre tanto, le haré entrega de todo, cuando usted lo desee… ¿Ya…? Pues comencemos.

Y comenzamos, en efecto. Primero que todo, quise enterarme de la correspondencia oficial recibida, puesto que yo debía estar bien informado de la remitida.

– ¿Las notas dice usted? Con mucho gusto. Aquí están.

Y fue a poner la mano sobre un gran barril abierto, en un rincón del despacho.

Francamente, aunque esperaba mucho de aquel funcionario, no creí nunca hallar pliegos con membrete real amontonados en el fondo de un barril…

– Aquí está -repitió siempre con la mano en el borde, y mirándome con la misma plácida sonrisa.

Me acerqué, pues, y miré. Todo el barril, y era inmenso, estaba efectivamente lleno de notas; pero todas sin abrir. ¿Creerá usted? Todas tenían su respectivo sobre intacto, hacinadas como diarios viejos con faja aún. Y el hombre tan tranquilo. No sólo no había contestado una sola comunicación, lo que ya sabía yo; pero ni aun había tenido a bien leerlas…

No pude menos de mirarlo un momento. El hizo lo mismo, con una sonrisa de criatura cogida en un desliz, pero del que tal vez se enorgullece. Al fin se echó a reír y me cogió de un brazo.

– Escúcheme me dijo-. Sentémonos, y hablaremos. ¡Es tan agradable hallar una sorpresa como la suya, después de dos años de aislamiento! ¡Esas notas…! ¿Quiere usted, francamente, conservar por el resto de su vida la conciencia tranquila y menos congestionado su hígado?, se le ve en la cara en seguida… ¿Sí? Pues no conteste usted jamás una nota. Ni una sola siquiera. No cree, es claro… ¡Es tan fuerte el prejuicio, señor mío! ¿Y sabe usted de qué proviene? Proviene sencillamente de creer, como en la Biblia, que la administración de una nación es una máquina con engranajes, poleas y correas, todo tan íntimamente ligado, que la detención o el simple tropiezo de una minúscula rueda dentada es capaz de detener todo el maravilloso mecanismo. ¡Error, profundo error! Entre la augusta mano que firma Yb y la de un carabinero que debe poner todos sus ínfimos títulos para que se sepa que existe, hay una porción de manos que podrían abandonar sus barras sin que por ello el buque pierda el rumbo. La maquinaria es maravillosa, y cada hombre es una rueda dentada, en efecto. Pero las tres cuartas partes de ellas son poleas locas, ni más ni menos. Giran también, y parecen solidarias del gran juego administrativo; pero en verdad dan vueltas en el aire, y podrían detenerse algunas centenas de ellas sin trastorno alguno. No, créame usted a mí, que he estudiado el asunto todo el tiempo libre que me dejaba la digestión de mi chocolate… No hay tal engranaje continuo y solidario desde el carabinero a su majestad el rey. Es ello una de las tantas cosas que en el fondo solemos y simulamos ignorar… ¿No? Pues aquí tiene usted un caso flagrante… Usted ha visto la isla, la cara de sus habitantes, bastantes más gordos que yo; ha visto al señor gobernador general; ha atravesado el mundo, y viene de España. Ahora bien: ¿Ha visto usted señales de trastorno en parte alguna? ¿Ha notado usted algún balanceo peligroso en la nave del Estado? ¿Cree usted sinceramente que la marcha de la Administración Nacional se ha entorpecido, en la cantidad de un pelo entre dos dientes de engranaje, porque yo haya tenido a bien sistemáticamente, no abrir nota alguna? Me destituyen, y usted me reemplaza, y aprenderá a hacer buen chocolate… Esto es el. trastorno… ¿No cree usted?

Y el hombre, siempre con la rodilla entre las manos, me miraba con sus azules ojos de pájaro complaciente, muy satisfecho, al parecer, de que a él lo destituyeran y de que yo lo reemplazara.

Precisa que yo le diga a usted, ahora que conoce mi propia historia de cuando fui encargado escolar, que aquel diablo de muchacho tenía una seducción de todos los demonios. No sé si era lo que se llama un hombre equilibrado; pero su filosofía pagana, sin pizca de acritud, tentaba fabulosamente, y no pasó rato sin que simpatizáramos del todo.

Procedía, sin embargo, no dejarme embriagar.

– Es menester -le dije formalizándome un tanto- que yo abra esa correspondencia.

Pero mi muchacho me detuvo del brazo, mirándome atónito:

– ¿Pero está usted loco? -exclamó-. ¿Sabe usted lo que va a encontrar allí? ¡No sea criatura, por Dios! Queme todo eso, con barril y todo, y pincelo a la playa…

Sacudí la cabeza y metí la mano en el baúl. Mi hombre se encogió entonces de hombros y se echó de nuevo en su sillón, con la rodilla muy alta

entre las manos. Me miraba hacer de reojo, moviendo la cabeza y sonriendo al final de cada comunicación.

¿Usted supone, no, lo que dirían las últimas notas, dirigidas a un empleado que desde hacía dos años se libraba muy bien de contestar a una sola? Eran simplemente cosas para hacer ruborizar, aun en un cuarto oscuro,

al funcionario de menos vergüenza… Y yo debía cargar con todo eso, y contestar una por una a todas.

– ¡Ya se lo había yo prevenido! -me decía mi muchacho con voz compasiva- Va usted a sudar mucho más cuando deba contestar… Siga mi consejo, que aún es tiempo: haga un judas con barril y notas, y se sentirá feliz.

¡Estaba bien divertido! Y mientras yo continuaba leyendo, mi hombre, con su calva luciente, su aureola de pelo rizado y su guardapolvo de brin de hilo, proseguía balanceándose, muy satisfecho de la norma a que había logrado ajustar su vida.

Yo transpiraba copiosamente, pues cada nueva nota era una nueva bofetada, y concluí por sentir debilidad.

– ¡Ah, ah! -se levantó-. ¿Se halla cansado ya? ¿Desea tomar algo? ¿Quiere probar mi chocolate? Vale la pena, ya le dije…

Y a pesar de mi gesto desabrido, pidió el chocolate y lo probé. En efecto, era detestable; pero el hombre quedó muy contento.