– ¿Vio usted? No se puede tomar. ¿A qué atribuir esto? No descansaré hasta saberlo… Me alegro de que no haya podido tomarlo, pues así cenaremos temprano. Yo lo hago siempre con luz de día aún… Muy bien; comeremos de aquí a una hora, y mañana proseguiremos con las notas y demás… Yo estaba cansado, bien cansado. Me di un hermosísimo baño, pues mi joven amigo tenía una instalación portentosa de confort en esto. Cenamos, y un rato después mi huésped me acompañó hasta mi cuarto.
– Veo que es usted hombre precavido -me dijo al verme retirar un mosquitero de la maleta- Sin este chisme, no podría usted dormir. Solamente yo no lo uso aquí.
– ¿No le pican los mosquitos? -le pregunté, extrañado a medias solamente.
¿Usted cree? -me respondió riendo y llevándose la mano a su calva frente-. Muchísimo… Pero no puedo soportar eso… ¿No ha oído hablar usted de personas que se ahogan dentro de mosquiteros? Es una tontería, si usted quiere, una neurosis inocente, pero se sufre en realidad. Venga usted a ver mi mosquitero.
Fuimos hasta su cuarto o, mejor dicho, hasta la puerta de su cuarto. Mi amigo levantó la lámpara hasta los ojos, y miré. Pues bien: toda la altura y la anchura de la puerta estaba cerrada por una verdadera red de telarañas, una selva inextricable de telarañas donde no cabía la cabeza de un
fósforo sin hacer temblar todo el telón. Y tan lleno de polvo, que parecía un muro. Por lo que pude comprender, más que ver, la red se internaba en el cuarto, sabe Dios hasta dónde.
– ¿Y usted duerme aquí? -le pregunté mirándolo un largo momento.
– Sí -me respondió con infantil orgullo-. Jamás entra un mosquito. Ni ha entrado ni creo que entre jamás.
– Pero usted ¿por dónde entra? -le pregunté muy preocupado.
– ¿Yo, por dónde entro? -respondió. Y agachándose, me señaló con la punta del dedo:
– Por aquí. Haciéndolo con cuidado, y en cuatro patas, la cosa no tiene mayor dificultad… Ni mosquitos ni murciélagos… ¿Polvo? No creo que pase; aquí tiene la prueba… Adentro está muy despejado… y limpio, crea usted. ¿Ahogarme?… No, lo que ahoga es lo artificial, el mosquitero a cincuenta centímetros de la boca… ¿Se ahoga usted dentro de una habitación cerrada por el frío? Y hay -concluyó con la mirada soñadora- una especie de descanso primitivo en este sueño defendido por millones de arañas que velan celosamente la quietud de uno… ¿No lo cree usted así? No me mire con esos ojos… ¡Buenas noches, señor gobernador!, concluyó riendo y sacudiéndose ambas manos.
A la mañana siguiente, muy temprano, pues éramos uno y otro muy madrugadores, proseguimos nuestra tarea. En verdad, no faltaba sino recibirme de los libros de cuentas, fuera de insignificancias de menor cuantía.
¡Es cierto! -me respondió- Existen también los libros de cuentas… Hay, creo yo, mucho que pensar sobre eso… Pero lo haré después, con tiempo. En un instante lo arreglaremos. ¡Urquijo! Hágame el favor de traer los libros de cuentas. Verá usted que en un momento… No hay nada anotado, como usted comprenderá; pero en un instante… Bien, Urquijo; siéntese usted ahí; vamos a poner los libros en forma. Comience usted.
El secretario, a quien había entrevisto apenas la tarde anterior, era un sujeto de edad, muy bajo y muy flaco, huraño, silencioso y de mirar desconfiado. Tenía la cara rojiza y lustrosa, dando la sensación de que no se lavaba nunca. Simple apariencia, desde luego, pues su vieja ropa negra no tenía una sola mancha. Su cuello de celuloide era tan grande, que dentro de él cabían dos pescuezos como el suyo. Tipo reconcentrado y de mirar desconfiado como nadie.
Y comenzó el arreglo de cuentas más original que haya visto en mi vida. Mi amigo se sentó enfrente del secretario y no apartó un instante la vista de los libros mientras duró la operación. El secretario recorría recibos, facturas y operaba en voz alta:
– Veinticinco meses de sueldos al guardafaro, a tanto por mes, es tanto y tanto…
Y multiplicaba al margen de un papel.
Su jefe seguía los números en línea quebrada, sin pestañear. Hasta que, por fin, extendió el brazo:
– No, no, Urquijo… Eso no me gusta. Ponga: un mes de sueldo al guardafaro, a tanto por mes, es tanto y tanto. Segundo mes de sueldo al guardafaro, a tanto por mes, es tanto y tanto; tercer mes de sueldo… Siga así, y sume. Así entiendo claro.
Y volviéndose a mí:
– Hay yo no sé qué cosa de brujería y sofisma en las matemáticas, que me da escalofríos… ¿Creerá usted que jamás he llegado a comprender la multiplicación? Me pierdo en seguida… Me resultan diabólicos esos números sin ton ni son que se van disparando todos hacia la izquierda… Sume, Urquijo.
El secretario, serio y sin levantar los ojos, como si fuera aquello muy natural, sumaba en voz alta, y mi amigo golpeaba entonces ambas manos sobre la mesa:
– Ahora sí -decía-; esto es bien claro.
Pero a una nueva partida de gastos, el secretario se olvidaba, y recomenzaba:
– Veinticinco meses de provisión de leña, a tanto por mes, es tanto y tanto…
– ¡No, no! ¡Por favor, Urquijo! Ponga: un mes de provisión de leña, a tanto por mes, es tanto y tanto…; segundo mes de provisión de leña…, etcétera. Sume después.
Y así continuó el arreglo de libros, ambos con demoníaca paciencia, el secretario, olvidándose siempre y empeñado en multiplicar al margen del papel y su jefe deteniéndolo con la mano para ir a una cuenta clara y sobre todo honesta.
– Aquí tiene usted sus libros en forma -me dijo mi hombre al final de cuatro largas horas, pero sonriendo siempre con sus grandes ojos de pájaro inocente.
Nada más me queda por decirle. Permanecí nueve meses escasos allá, pues mi hígado me llevó otra vez a España. Más tarde, mucho después, vine aquí, como contador de una empresa… El resto ya lo sabe. En cuanto a aquel singular muchacho, nunca he vuelto a saber nada de él… Supongo que habrá solucionado al fin el misterio de por qué su chocolate, hecho con elementos de primera, había salido tan malo…
Y en cuanto a la influencia del personaje… ya sabe mi actuación de encargado escolar… Jamás, entre paréntesis, marcharon mejor los asuntos de la escuela… Créame: las tres cuartas partes de las ideas del peregrino mozo son ciertas… Incluso las matemáticas…
Yo agrego ahora: las matemáticas, no sé; pero en el resto -Dios me perdone- le sobraba razón. Así, al parecer, lo comprendió también la Ad ministración, rehusando admitirme en el manejo de su delicado mecanismo.
MISS DOROTHY PHILLIPS, MI ESPOSA
Yo pertenezco al grupo de los pobres diablos que salen noche a noche del cinematógrafo enamorados de una estrella. Me llamo Guillermo Grant, tengo treinta y un años, soy alto, delgado y trigueño, como cuadra, a efectos de la exportación, a un americano del sur. Estoy apenas en regular posición, y gozo de buena salud.
Voy pasando la vida sin quejarme demasiado, muy poco descontento de la suerte, sobre todo cuando he podido mirar de frente un par de hermosos ojos todo el tiempo que he deseado.
Hay hombres, mucho más respetables que yo desde luego, que si algo reprochan a la vida es no haberles dado tiempo para redondear un hermoso pensamiento. Son personas de vasta responsabilidad moral ante ellos mismos, en quienes no cabe, ni en posesión ni en comprensión, la frivolidad de mis treinta y un años de existencia. Yo no he dejado, sin embargo, de tener amarguras, aspiracioncitas, y por mi cabeza ha pasado una que otra vez algún pensamiento. Pero en ningún instante la angustia y el ansia han turbado mis horas como al sentir detenidos en mí dos ojos de gran belleza.
Es una verdad clásica que no hay hermosura completa si los ojos no son el primer rasgo bello del semblante. Por mi parte, si yo fuera dictador decretaría la muerte de toda mujer que presumiera de hermosa, teniendo los ojos feos. Hay derecho para hacer saltar una sociedad de abajo arriba, y el mismo derecho -pero al revés- para aplastarla de arriba abajo. Hay derecho para muchísimas cosas. Pero para lo que no hay derecho, ni lo habrá nunca es para usurpar el título de belleza cuando la dama tiene los ojos de ratón. No importa que la boca, la nariz, el corte de cara sean admirables. Faltan los ojos, que son todo.
El alma se ve en los ojos -dijo alguien-. Y el cuerpo también, agrego yo. Por lo cual, erigido en comisario de un comité ideal de Belleza Pública, enviaría sin otro motivo al patíbulo a toda dama que presumiera de bella teniendo los ojos antedichos. Y tal vez a dos o tres amigas.
Con esta indignación y los deleites correlativos- he pasado los treinta y un años de mi vida esperando, esperando.
¿Esperando qué? Dios lo sabe. Acaso el bendito país en que las mujeres consideran cosa muy ligera mirar largamente en los ojos a un hombre a quien ven por primera vez. Porque no hay suspensión de aliento, absorción más paralizante que la que ejercen dos ojos extraordinariamente belios. Es tal, que ni aun se requiere que los ojos nos miren con amor. Ellos son en sí mismos el abismó, el vértigo en que el varón pierde la cabeza, sobre todo cuando no puede caer en él. Esto, cuando nos miran por casualidad; porque si el amor es la clave de esa casualidad, no hay entonces locura que no sea digna de ser cometida por ellos.