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– En cambio, las víboras están magníficas… Parece sentarles el país.

– ¿Eh? -dio una sacudida la culebra, jugando velozmente con la lengua-. ¿Qué dice ese pelado de traje blanco?

Pero el hombre proseguía:

– Para ellas, sí, el lugar me parece ideal… Y las necesitamos urgentemente, los caballos y nosotros.

– Por suerte, vamos a hacer una famosa cacería de víboras en este país. No hay duda de que es el país de las víboras.

– Hum…, hum…, hum… -murmuró Nacaniná, arrollándose en el tirante cuanto le fue posible-. Las cosas comienzan a ser un poco distintas… Hay que quedar un poco más con esta buena gente… Se aprenden cosas curiosas.

Tantas cosas curiosas oyó, que cuando, al cabo de media hora, quiso retirarse, el exceso de sabiduría adquirida le hizo hacer un falso movimiento, y la tercera parte de su cuerpo cayó, golpeando la pared de tablas. Como había caído de cabeza, en un instante la tuvo enderezada hacia la mesa, la lengua vibrante.

La Nacaniná, cuyo largo puede alcanzar a tres metros, es valiente, con seguridad la más valiente de nuestras serpientes. Resiste un ataque serio del hombre, que es inmensamente mayor que ella, y hace frente siempre. Como su propio coraje le hace creer que es muy temida, la nuestra se sorprendió un poco al ver que los hombres, enterados de que se trataba de una simple ñacaniná, se echaron a reír tranquilos.

Es una ñacaniná… Mejor; así nos limpiará la casa de ratas.

¿Ratas?… -silbó la otra. Y como continuaba provocativa, un hombre se levantó al fin.

– Por útil que sea, no deja de ser un mal bicho… Una de estas noches la voy a encontrar buscando ratones dentro de mi cama…

Y cogiendo un palo próximo, lo lanzó contra la Nacaniná a todo vuelo. El palo pasó silbando junto a la cabeza de la intrusa y golpeó con terrible estruendo la pared.

Hay ataque y ataque. Fuera de la selva, y entre cuatro hombres, la Ñacanina no se hallaba a gusto. Se retiró a escape, concentrando toda su energía en la cualidad que, juntamente con el valor, forman sus dos facultades primas: la velocidad para correr.

Perseguida por los ladridos del perro, y aun rastreada buen trecho por éste -lo que abrió una nueva luz respecto a las gentes aquellas-, la culebra llegó a la caverna. Pasó por encima de Lanceolada y Atroz, y se arrolló a descansar, muerta de fatiga.

VI

– ¡Por fin! exclamaron todas, rodeando a la exploradora-. Creíamos que te ibas a quedar con tus amigos los Hombres…

¡Hum!… -murmuró Nacaniná.

– ¿Qué nuevas nos traes? -preguntó Terrífica.

– ¿Debemos esperar un ataque, o no tomar en cuenta a los Hombres? -Tal vez fuera mejor esto… Y pasar al otro lado del río repuso Nacaniná.

¿Qué?… ¿Cómo?… -saltaron todas-. ¿Estás loca?

– Oigan, primero.

¡Cuenta, entonces!

Y Ñacaniná contó todo lo que había visto y oído: la instalación del instituto Seroterápico, sus planes, sus fines y la decisión de los hombres de cazar cuanta víbora hubiera en el país.

– ¡Cazarnos! -saltaron. Urutú Dorado, Cruzada y Lanceolada, heridas en lo más vivo de su orgullo-. ¡Matarnos, querrás decir!

– ¡No! ¡Cazarlas, nada más! Encerrarlas, darles bien de comer y extraerles cada veinte días el veneno. ¿Quieren vida más dulce?

La asamblea quedó estupefacta. Ñacaniná había explicado muy bien el fin de esta recolección de veneno; pero lo que no había explicado eran los medios para llegar a obtener el suero.

¡Un suero antivenenoso! Es decir, la curación asegurada, la inmunización de hombres y animales contra la mordedura; la Familia entera condenada a perecer de hambre en plena selva natal.

– ¡Exactamente! -apoyó Nacaniná

– No se trata sino de esto.

Para la Nacaniná, el peligro previsto era mucho menor. ¿Qué le importaba a ella y sus hermanas las cazadoras -a ellas, que cazaban a diente limpio, a fuerza de músculos- que los animales estuvieran o no inmunizados? Un solo punto oscuro veía ella, y es el excesivo parecido de una culebra con una víbora % que favorecía confusiones mortales. Be aquí el interés de la culebra en suprimir el Instituto.

– Yo me ofrezco a empezar la campaña -dijo Cruzada.

– ¿Tienes un plan? -preguntó ansiosa Terrífica, siempre falta de ideas.

– Ninguno. Iré sencillamente mañana de tarde a tropezar con alguien.

– ¡Ten cuidado! -le dijo Nacaniná, con voz persuasiva-, Hay varias jaulas vacías… ¡Ah, me olvidaba! -agregó, dirigiéndose a Cruzada-. Hace un rato, cuando salí de allí… Hay un perro negro muy peludo… Creo que sigue el rastro de una víbora… ¡Ten cuidado!

– ¡Allá veremos! Pero pido que se llame a Congreso pleno para mañana de noche. Si yo no puedo asistir tanto peor…

Mas la asamblea había caído en nueva sorpresa. -¿Perro que sigue nuestro rastro…? ¿Estás segura?

– Casi. ¡Ojo con ese perro, porque puede hacernos más daño que todos los hombres juntos!

– Yo me encargo de él -exclamó Terrífica, contenta de (sin mayor esfuerzo mental) poder poner en juego sus glándulas de veneno, que a la menor contracción nerviosa se escurría por el canal de los colmillos.

Pero ya cada víbora se disponía a hacer correr la palabra en su distrito, y a Nacaniná, gran trepadora, se le encomendó especialmente llevar la voz de alerta a los árboles, reino preferido de las culebras.

A las tres de la mañana la asamblea se disolvió. Las víboras, vueltas a la vida normal, se alejaron en distintas direcciones, desconocidas ya las unas para las otras, silenciosas, sombrías, mientras en el fondo de la caverna la serpiente de cascabel quedaba arrollada e inmóvil, fijando sus duros ojos de vidrio en un ensueño de mil perros paralizados.

VII

Era la una de la tarde. Por el campo de fuego, al resguardo de las matas de espartillo, se arrastraba Cruzada hacia la Casa. No llevaba otra idea, ni creía necesario tener otra, que matar al primer hombre que se pusiera a su encuentro. Llegó al corredor y se arrolló allí, esperando. Pasó así media hora. El calor sofocante que reinaba desde tres días atrás comenzaba a pesar sobre los ojos de la yarará, cuando un temblor sordo avanzó desde la pieza. La puerta estaba abierta, y ante la víbora, a treinta centímetros de su cabeza, apareció el perro, el perro negro y peludo, con los ojos entornados de sueño.

¡Maldita bestia…! -se dijo Cruzada-. Hubiera preferido un hombre…

En ese instante el perro se detuvo husmeando, y volvió la cabeza… ¡Tarde ya! Ahogó un aullido de sorpresa y movió desesperadamente el hocico mordido.

– Ya tiene éste su asunto listo… -murmuró Cruzada, replegándose de nuevo. Pero cuando el perro iba a lanzarse sobre la víbora, sintió los pasos de su amo y se arqueó ladrando a la yarará. El hombre de los lentes ahumados apareció junto a Cruzada.

– ¿Qué pasa? -preguntaron desde el otro corredor.

– Una alternatus… Buen ejemplar -respondió el hombre. Y antes de que hubiera podido defenderse, la víbora se sintió estrangulada en una especie de prensa afirmada al extremo de un palo.

La yarará crujió de orgullo al verse así; lanzó su cuerpo a todos lados, trató en vano de recoger el cuerpo y arrollarlo en el palo. Imposible; le faltaba el punto de apoyo en la cola, el famoso punto de apoyo sin el cual una poderosa boa se encuentra reducida a la más vergonzosa impotencia. El hombre la llevó así colgando, y fue arrojada en el Serpentario. Constituíalo éste un simple espacio de tierra cercado con chapas de cinc liso, provisto de algunas jaulas, y que albergaba a treinta o cuarenta víboras. Cruzada cayó en tierra y se mantuvo un momento arrollada y congestionada bajo el sol de fuego.

La instalación era evidentemente provisoria; grandes y chatos cajones alquitranados servían de bañadera a las víboras, y varias casillas y piedras amontonadas ofrecían reparo a los huéspedes de ese paraíso improvisado.

Un instante después la yarará se veía rodeada y pasada por encima por cinco o seis compañeras que iban a reconocer su especie.

Cruzada las conocía a todas; pero no así a una gran víbora que se bañaba en una jaula cerrada con tejido de alambre. ¿Quién era? Era absolutamente desconocida para la yarará. Curiosa a su vez se acercó lentamente.

Se acercó tanto, que la otra se irguió. Cruzada ahogó un silbido de estupor, mientras caía en guardia, arrollada. La gran víbora acababa de hinchar el cuello, pero monstruosamente, como jamás había visto hacerlo a nadie. Quedaba realmente extraordinaria así.

– ¿Quién eres? -murmuró Cruzada-. ¿Eres de las nuestras?

Es decir, venenosa. La otra, convencida de que no había habido intención de ataque en la aproximación de la yarará, aplastó sus dos grandes orejas.