– ¡Ya lo creo! Esto se ve con sólo mirarle a usted la cara. ¿Le gusta? -Bastante.
– ¿Mucho?
– Locamente.
– Es un buen modo de decir. Hasta luego. Lo espero a las tres en la Universal.
Y se fue. Todo lo que pido es que este sentimiento hacia la Phillips, que, según parece, se me ve en seguida en la cara, no sea visto por ella. Y si lo ve, que lo guarde su corazón y me lo devuelvan sus ojos.
Mientras escribo esto no me conformo del todo con la idea de que ayer vi a Dorothy Phillips, a ella misma, con su cuerpo, su traje y sus ojos. Algo imprevisto me había ocupado la tarde, de modo que apenas pude llegar al taller cuando el grupo Blue Bird se retiraba al centro.
– Ha hecho mal -me dijo mi amigo-. ¿Trae su ilustración? Mejor; así podrá hojeársela a su favorita. Venga con nosotros al bar. ¿Conoce a aquel tipo?
– Sí; Lon Chaney.
– El mismo. Tenía los pliegues de la boca más marcados cuando se acostó con el crótalo. Ahí tiene a su estrella. Acérquese.
Pero alguno lo llamó, y Burns se olvidó de mí hasta la mitad de la tarde, ocupado en chismes del oficio.
En la mesa del bar -éramos más de quince- yo ocupé un rincón de la cabecera, lejos de la Phillips, a cuyo lado mi amigo tomó asiento. Y si la miraba yo a ella no hay para qué insistir. Yo no hablaba, desde luego, pues no conocía a nadie; ellos, por su parte, no se preocupaban en lo más mínimo de mí, ocupados en cruzar la mesa de diálogos en voz muy alta.
Al cabo de una hora Burns me vio.
– ¡Hola! -me gritó-. Acérquese aquí. Duncan, deje su asiento, y cámbielo por el del señor. Es un amigo reciente, pero de unos puños magníficos para hacerse ilusiones. ¿Cierto? Bien, siéntese. Aquí tiene a su estrella. Puede acercarse más. Dolly, le presento a mi amigo Grant, Guillermo Grant. Habla inglés, pero es sudamericano, como a mil leguas de México. ¡Ojalá se
hubieran quedado con el Arizona! No la presento a usted, porque mi amigo la conoce. ¿La ilustración, Grant? Usted verá, Dolly, si digo bien.
No tuve más remedio que tender el número, que mi amigo comenzó a hojear del lado derecho de la Phillips.
– Vaya viendo, Dolly. Aquí, como es usted. Aquí, como era en la Lo la Morgan…
Le pasó el número, que ella prosiguió hojeando con una sonrisa. Mi amigo había dicho ocho, pero eran doce los retratos de ella. Sonreía siempre, pasando rápidamente la vista sobre sus fotografías, hasta que se dignó volverse a mí:
– ¿Suya, verdad, la edición? Es decir, ¿usted la dirige?
– Sí, señora.
Aquí una buena pausa, hasta que concluyó el número. Entonces mirándome por primera vez en los ojos, me dijo:
– Estoy encantada…
– No deseaba otra cosa.
– Muy amable. ¿Podría quedarme con este número? Como yo demorara un instante en responder, ella añadió:
– Si le causa la menor molestia…
– ¿A él? -volvió la cabeza a nosotros mi amigo-. No. -No es usted, Tom -objetó ella-, quien debe responder.
A lo que repuse mirándola a mi vez en los ojos con tanta cordialidad como ella a mí un momento antes:
– Es que el solo hecho, miss Phillips, de haber dado en la revista doce fotografías suyas me excusa de contestar a su pedido.
– Miss -observó mi amigo, volviéndose de nuevo-. Muy bien. Un kanaca de tres años no se equivocaría. Pero para un americano de allá abajo no hay diferencia. Mistress Phillips, aquí presente, tiene un esposo. Aunque bien mirado… Dolly, ¿ya arregló eso?
– Casi. A fin de semana, me parece…
– Entonces, miss de nuevo. Grant: si usted se casa, divórciese; no hay nada más seductor, a excepción de la propia mujer, después. Miss. Usted tenía razón hace un momento. Dios le conserve siempre ese olfato.
Y se despidió de nosotros.
– Es nuestro mejor amigo -me dijo la Phillips-. Sin él, que sirve de lazo de unión, no sé qué sería de las empresas unas en contra de las otras. No respondí nada, claro está y ella aprovechó la feliz circunstancia para volverse al nuevo ocupante de su derecha y no preocuparse en absoluto de mí.
Quedé virtualmente solo, y bastante triste. Pero como tengo muy buen estómago, comí y bebí con digna tranquilidad que dejó, supongo, bien sentado mi nombre a este respecto.
Así, al retirarnos en comparsa, y mientras cruzábamos el jardín para alcanzar los automóviles, no me extrañó que la Phillips se hubiera olvidado hasta de sus doce retratos en mi revista -y ¡qué diremos de mí!-. Pero cuando puso un pie en el automóvil se volvió a dar la mano a alguno, y entonces alcanzó a verme.
– ¡Señor Grant! me gritó-. No se olvide de que nos prometió ir al taller esta noche.
Y levantando el brazo, con ese adorable saludo de la mano suelta que las artistas dominan a la perfección:
– ¡Ciao! -se despidió.
Tal como está planteado este asunto, hoy por hoy, pueden deducirse dos cosas:
Primera. Que soy un desgraciado tipo si pretendo otra cosa que ser un south americano salvaje y millonario.
Segunda. Que la señorita Phillips se preocupa muy poco de ambos aspectos, a no ser para recordarme por casualidad una invitación que no se me había hecho.
– "No se olvide que lo esperamos"…
Muy bien. Tras de mi color trigueño hay dos o tres estancias que se pueden obtener fácilmente, sin necesidad en lo sucesivo de hacer muecas en la pantalla. Un sudamericano es y será toda la vida un rastacuero, magnífico marido que no pedirá sino cajones de champaña a las tres de la mañana, en compañía de su esposa y de cuatro o cinco amigos solteros. Tal piensa miss Phillips.
Con lo que se equivoca profundamente.
Adorada mía: un sudamericano puede no entender de negocios ni la primera parte de un film; pero si se trata de una falda, no es el cónclave entero de cinematografistas quien va a caldear el mercado a su capricho. Mucho antes, allá, en Buenos Aires, cambié lo que me quedaba de vergüenza por la esperanza de poseer dos bellos ojos.
De modo que yo soy quien dirige la operación, y yo quien me pongo en venta, con mi acento latino y mis millones. ¡Ciao!
A las diez en punto estaba en los talleres de la Universal. La protección de mi prepotente amigo me colocó junto al director de escena, inmediatamente debajo de las máquinas, de modo que pude seguir hito a hito la impresión de varios cuadros.
No creo que haya muchas cosas más artificiales e incongruentes que las escenas de interior del film. Y lo más sorprendente, desde luego, es que los actores lleguen a expresar con naturalidad una emoción cualquiera ante la comparsa de tipos plantados a un metro de sus ojos, observando su juego.
En el teatro, a quince o treinta metros del público, concibo muy bien que un actor, cuya novia del caso está junto a él en la escena, pueda expresar más o menos bien un amor fingido. Pero en el taller el escenario desaparece totalmente, cuando los cuadros son de detalle. Aquí el actor permanece quieto y solo mientras la máquina se va aproximando a su cara, hasta tocarla casi. Y el director le grita:
– Mire ahora aquí… Ella se ha ido, ¿entiende? Usted cree que la va a perder… ¡Mírela con melancolía…! ¡Más! ¡Eso no es melancolía…! Bueno, ahora, sí… ¡La luz!
Y mientras los focos inundan hasta enceguecerlo la cara del infeliz, él permanece mirando con aire de enamorado a una escoba o a un tramoyista, ante el rostro aburrido del director.
Sin duda alguna se necesita una muy fuerte dosis de desparpajo para expresar no importa qué en tales circunstancias. Y ello proviene de que Dios hizo el pudor del alma para los hombres y algunas mujeres, pero no para los actores.
Admirables, de todos modos, estos seres que nos muestran luego en la totalidad del film una caracterización sumamente fuerte a veces. En Casa de muñecas, por ejemplo, obra laboriosamente interpretada en las tablas, está aún por nacer la actriz que pueda medirse con la Nora de Dorothy Phillips, aunque no se oiga su voz ni sea ésta de oro, como la de Sarah. Y de paso sea dicho: todo el concepto latino del cine vale menos que un humilde film yanqui, a diez centavos. Aquél pivota entero sobre la afectación, y en éste suele hallarse muy a menudo la divina condición que es primera en las obras de arte, como en las cartas de amor: la sinceridad, que es la verdad de expresión interna y externa.
"Vale más una declaración de amor torpemente hecha en prosa, que una afiligranada en verso."
Este humilde aforismo de los jóvenes da la razón de cuándo el arte es obra de modistas, y cuándo de varones.
– Sí, pero las gentes no lo ven -me decía Stowell cuando salíamos del taller-. Usted conoce las concesiones ineludibles al público en cada film.
– Desde luego; pero el mismo público es quien ha hecho la fama del arte de ustedes. Algo pesca siempre; algo hay de lúcido en la honradez -aun la artística- que abre los ojos del mismo ciego.