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– En el país de usted es posible; pero en Europa levantamos siempre resistencia. Cuantas veces pueden no dejar de imputarnos lo que ellos llaman falta de expresión, y que no es más que falta de gesticulación. Esta les encanta. Los hombres, sobre todo, les resultamos sobrios en exceso. Ahí tiene, por ejemplo, Sendero de espinas. Es el trabajo que he hecho más a gusto… ¿Se va? Venga con nosotros al bar. ¡Oh, la mesa es grande…! ¡Dolly! La interpelada, que cruzaba ya el veredón, se volvió.

– Dolly, lleve al señor Grant al bar. Thedy se llevó mi auto.

– ¡Y sí! Siento no poder llevarlo, Stowell… Está lleno.

– Si me permite podríamos ir en mi máquina -me ofrecí.

– ¡Ya lo creo! Entre, Stowell. ¡Cuidado! Usted cada vez se pone más grande.

Y he aquí cómo hice el primer viaje en automóvil con Dorothy Phillips, y cómo he sentido también por primera vez el roce de su falda, ¡y nada más!

Stowell, por su parte, me miraba con atención, debida, creo, a la rareza de hallar conceptos razonables sobre arte en un hijo pródigo de la Ar gentina. Por lo cual hicimos mesa aparte en el bar. Y para satisfacer del todo su curiosidad, me dejé ir a diversas impresiones, incluso las anotadas más arriba, sobre el taller.

Stowell es inteligente. Es además, el hombre que en este mundo ha visto más cerca el corazón de la Phillips desmayándosele en los ojos. Este privilegio suyo crea así entre nosotros un tierno parentesco que yo soy el único en advertir.

A excepción de Burns.

– Buenas noches a uno y otro -nos ha puesto las manos en los hombros-. ¿Bien, Stowell? No pude ir. ¿Cuántos cuadros? No adelantan gran cosa, que digamos. ¿Y usted, Grant? ¿Adelanta algo? No responda, es inútil…

– ¿Se me ve también en la cara? -no he podido menos de reírme.

– Todavía no; lo que se ve desde ya es que a Stowell alcanza también su efusión. Dolly quiere almorzar mañana con usted y Stowell. No está segura de que sean doce las fotografías de su número. Seremos los cuatro. ¿No le ha dicho nada Dolly? ¡Dolly! Deje a su Lon un momento. Aquí están los dos Stowell. Y la ventana es fresca.

– ¡Cómo lo olvidé! -nos dijo la Phillips viniendo a sentarse con nosotros-. Estaba segura de habérselo dicho… Tendré mucho gusto, señor Grant. Tom: ¿usted dice que está más fresco aquí? Bajemos, por lo menos, al jardín.

Bajamos al jardín. Stowell tuvo el buen gusto de buscarme la boca, y no hallé el menor inconveniente en recordar toda la serie de meditaciones que había hecho en Buenos Aires sobre este extraordinario arte nuevo, en un pasado remoto, cuando Dorothy Phillips, con la sombra del sombrero hasta los labios, no me estaba mirando, ¡hace miles de años!

Lo cierto es que aunque no hablé mucho, pues soy más bien parco de palabras, me observaban con atención.

– ¡Hum…! -me dije-. Torna a reproducirse el asombro ante el hijo pródigo del Sur.

– ¿Usted es argentino? -rompió Stowell al cabo de un momento.

– Sí.

– Su nombre es inglés.

– Mi abuelo lo era. No creo tener ya nada de inglés.

– ¡Ni el acento!

– Desde luego. He aprendido el idioma solo, y lo practico poco. La Phillips me miraba.

– Es que le queda muy bien ese acento. Conozco muchos mejicanos que hablan nuestra lengua, y no parece… No es lo mismo.

– ¿Usted es escritor? -tornó Stowell.

– No -repuse.

– Es lástima, porque sus observaciones tendrían mucho valor para nosotros, viniendo de tan lejos y de otra raza.

– Es lo que pensaba -apoyó la Phillips-. La literatura de ustedes se vería muy reanimada con un poco de parsimonia en la expresión.

– Y en las ideas -dijo Burns-. Esto no hay allá. Dolly es muy fuerte en este sector.

– ¿Y usted escribe? -me volví a ella.

– No; leo cuantas veces tengo tiempo… Conozco bastante, para ser mujer, lo que se escribe en Sud América. Mi abuela era de Texas. Leo el español, pero no puedo hablarlo.

– ¿Y le gusta?

– ¿Qué?

– La literatura latina de América. Se sonrió.

– ¿Sinceramente? No.

– ¿Y la de Argentina?

– ¿En particular? No sé… Es tan parecido todo… ¡tan mejicano!

– ¡Bien, Dolly! -reforzó Burns-. En el Arizona, que es México, desde los mestizos hasta su mismo infierno, hay crótalos. Pero en el resto hay sinsontes, y pálidas desposadas, y declamación en todo. Y el resto, ¡falso! Nunca vi cosa que sea distinta en la América de ustedes. ¡Salud, Grant!

– No hay de qué. Nosotros decimos, en cambio, que aquí no hay sino máquinas.

– ¡Y estrellas de cinematógrafo! -se levantó Burns, poniéndome la mano en el hombro, mientras Stowell recordaba una cita y retiraba a su vez la silla.

– Vamos, Tom; se nos va a ir el tren. Hasta mañana, Dolly. Buenas noches, Grant.

Y quedamos solos. Recuerdo muy bien haber dicho que de ella deseaba reservarlo todo para el matrimonio, desde su perfume habitual hasta el escote de sus zapatos. Pero ahora, enfrente de mí, inconmensurablemente divina por la evocación que había volcado la urna repleta de mis recuerdos, yo estaba inmóvil, devorándola con los ojos.

Pasó un instante de completo silencio.

– Hermosa noche -dijo ella.

Yo no contesté. Entonces se volvió a mí.

– ¿Qué mira?-me preguntó.

La pregunta era lógica; pero su mirada no tenía la naturalidad exigible. -La miro a usted -respondí.

– Dése el gusto.

– Me lo doy. Nueva pausa, que tampoco resistió ella esta vez. -¿Son tan divertidos como usted en la Argentina?

– Algunos.-Y agregué-: Es que lo que le he dicho está a una legua de lo que cree.

– ¿Qué creo?

– Que he comenzado con esa frase una conquista de suramericano. Ella me miró un instante sin pestañear.

– No -me respondió sencillamente- Tal vez lo creí un momento, pero reflexioné.

– ¿Y no le parezco un piratilla de rica familia, no es cierto?

– Dejemos, Grant, ¿le parece? -se levantó.

– Con mucho gusto, señora. Pero me dolería muchísimo más de lo que usted cree que me desconociera hasta este punto.

– No lo conozco aún; usted mejor que yo debe de comprenderlo. Pero no es nada. Mañana hablaremos con más calma. A la una, no se olvide.

He pasado mala noche. Mi estado de ánimo será muy comprensible para los muchachos de veinte años a la mañana siguiente de un baile, cuando sienten los nervios lánguidos y la impresión deliciosa de algo muy lejano, y que ha pasado hace apenas siete horas.

– Duerme, corazón.

Diez nuevos días transcurridos sin adelantar gran cosa. Ayer he ido, como siempre, a reunirme con ellos a la salida del taller.

– Vamos, Grant me dijo Stowell-. Lon quiere contarle eso de la víbora de cascabel.

– Hace mucho calor en el bar -observé.

– ¿No es cierto? -se volvió la Phillips-. Yo voy a tomar un poco de aire. ¿Me acompaña, Grant?

– Con mucho gusto. Stowelclass="underline" a Chaney, que esta noche 1o veré. Allá, en mi tierra, hay, pero son de otra especie. A sus órdenes, miss Phillips.

Ella se rió.

– ¡Todavía no!

– Perdón.

Y salimos a buena velocidad, mientras el crepúsculo comenzaba a caer. Durante un buen rato ella miró adelante, hasta que se volvió francamente a mí.

– Y bien: dígame ahora, pero la verdad, por qué me miraba con tanta atención aquella noche… y otras veces.

Yo estaba también dispuesto a ser franco. Mi propia voz me resultó a mí grave.

– Yo la miro con atención -le dije- porque durante dos años he pensado en usted cuanto puede un hombre pensar en una mujer; no hay otro motivo.

– ¿Otra vez…?

– No; ¡ya sabe que no! -¿Y qué piensa?

– Que usted es la mujer con más corazón y más inteligencia que haya interpretado personaje alguno.

– ¿Siempre le pareció eso? -Siempre. Desde Lola Morgan.

– No es ése mi primer film. -Lo sé; pero antes no era usted dueña de sí. Me callé un instante.

– Usted tiene -proseguí-, por encima de todo, un profundo sentimiento de compasión. No hay para qué recordar; pero en los momentos de sus films, en que la persona a quien usted ama cree serle indiferente por no merecerla, y usted lo mira sin que él lo advierta, la mirada suya en esos momentos, y ese lento cabeceo suyo y el mohín de sus labios hinchados de ternura, todo esto no es posible que surja sino de una estimación muy honda por el hombre viril, y de un corazón que sabe hondamente lo que es amar. Nada más.

– Gracias, pero se equivoca.

– No.

– ¡Está muy seguro!