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– Sí. Nadie, créame, la conoce a usted como yo. Tal vez conocer no es la palabra; valorar, esto quiero decir.

– ¿Me valora muy alto?

– Sí.

– ¿Como artista?

– Y como mujer. En usted son una misma cosa.

– No todos piensan como usted.

– Es posible.

Y me callé. El auto se detuvo.

– ¿Bajamos un instante? -dijo-. Es tan distinto este aire al del centro…

Caminamos un momento, hasta que se dejó caer en un banco de la alameda.

– Estoy cansada; ¿usted no?

Yo no estaba cansado, pero tenía los nervios tirantes. Exactamente como en un film estaba el automóvil detenido en la calzada. Era ese mismo banco de piedra que yo conocía bien, donde ella, Dorothy Phillips, estaba esperando. Y Stowell… Pero no; era yo mismo quien me acercaba, no Stowell; yo, con el alma temblándome en los labios por caer a sus pies. Quedé inmóvil frente a ella, que soñaba:

– ¿Por qué me dice esas cosas…?

– Se las hubiera dicho mucho antes. No la conocía.

– Queda muy raro lo que dice, con su acento…

– Puedo callarme -corté.

Ella alzó entonces los ojos desde el banco, y sonrió vagamente, pero un largo instante.

– ¿Qué edad tiene? -murmuró al fin.

– Treinta y un años.

– ¿Y después de todo lo que me ha dicho, y que yo he escuchado, me ofrece callarse porque le digo que le queda muy bien su acento?

– ¡Dolly!

Pero ella se levantaba con brusco despertar.

– ¡Volvamos…! La culpa la tengo yo, prestándome a esto… Usted es un muchacho loco, y nada más.

En un momento estuve delante de ella, cerrándole el paso.

– ¡Dolly! ¡Míreme! Usted tiene ahora la obligación de mirarme. Oiga esto, solamente: desde lo más hondo de mi alma le juro que una sola palabra de cariño suya redimiría todas las canalladas que haya yo podido cometer con las mujeres. Y que si hay para mí una cosa respetable, ¿oye bien?, ¡es usted misma! Aquí tiene -concluí marchando adelante-. Piense ahora lo que quiera de mí.

Pero a los veinte pasos ella me detenía a su vez.

– Óigame usted ahora a mí. Usted me conoce hace apenas quince días.

Y yo bruscamente:

– Hace dos años; no son un día.

– Pero, ¿qué valor quiere usted que dé a un… a una predilección como la suya por mis condiciones de interpretación? Usted mismo lo ha dicho. ¡Y a mil leguas!

– O a dos mil; ¡es lo mismo! Pero el solo hecho de haber conocido a mil leguas todo lo que usted vale… Y ahora no estoy en Buenos Aires -concluí.

– ¿A qué vino?

– A verla.

– ¿Exclusivamente?

– Exclusivamente.

– ¿Está contento?

– Sí.

Pero mi voz era bastante sorda.

– ¿Aun después de lo que le he dicho?

No contesté.

– ¿No me responde? -insistió-. Usted, que es tan amigo de jurar, ¿puede jurarme que está contento?

Entonces, de una ojeada, abarqué el paisaje crepuscular, cuyo costado ocupaba el automóvil esperándonos.

– Estamos haciendo un film -le dije-. Continuémoslo. Y poniéndole la mano derecha en el hombro:

– Míreme bien en los ojos… Dígame ahora. ¿Cree usted que tengo cara de odiarla cuando la miro?

Ella me miró, me miró…

– Vamos -se arrancó pestañeando.

Pero yo había sentido, a mi vez, al tener sus ojos en los míos, lo que nadie es capaz de sentir sin romperse los dedos de impotente felicidad.

– Cuando usted vuelva -dijo por fin en el auto- va a tener otra idea de mí.

– Nunca.

– Ya verá. Usted no debía haber venido…

– ¿Por usted o por mí?

– Por los dos… ¡A casa, Harry! Y a mí:

– ¿Quiere que lo deje en alguna parte?

– No; la acompaño hasta su casa.

Pero antes de bajar me dijo con voz clara y grave:

– Grant… respóndame con toda franqueza… ¿Usted tiene fortuna?

En el espacio de un décimo de segundo reviví desde el principio toda esta historia, y vi la sima abierta por mí mismo, en la que me precipitaba.

– Sí respondí.

– ¿Muy grande? ¿Comprende por qué se lo pregunto?

– Sí -reafirmé.

Sus inmensos ojos se iluminaron, y me tendió la mano.

– ¡Hasta pronto, entonces!;Ciao!

Caminé los primeros pasos con los ojos cerrados. Otra voz y otro ¡Ciao!, que era ahora una bofetada, me llegaban desde el fondo de quince días lejanísimos, cuando al verla y soñar en su conquista me olvidé un instante de que yo no era sino un vulgar pillete.

Nada más que esto; he aquí a lo que he llegado, y lo que busqué con todas mis psicologías. ¿No descubrí allá abajo que las estrellas son difíciles de obtener porque sí, y que se requiere una gran fortuna para adquirirlas? Allí estaba, pues, la confirmación. ¿No levanté un edificio cínico para comprar una sola mirada de amor de Dorothy Phillips? No podía quejarme.

¿De qué, pues, me quejo?

Surgen nítidas las palabras de mi amigo: "De negocios los sudamericanos no entienden ni el abecé".

¡Ni de faldas, señor Burns! Porque si me faltó dignidad para vestirme ante ella de pavo real, siento que me sobra vergüenza para continuar recibiendo por más tiempo una sonrisa que está aspirando sobre mi cara trigueña la inmensa pampa alfalfada. Conté con muchas cosas; pero con lo que no conté nunca es con este rubor tardío que me impide robar -aun tratándose de faldas- un beso, un roce de vestido, una simple mirada que no conquisté pobre.

He aquí a lo que he llegado. Duerme, corazón, ¡para siempre!

Imposible. Cada día la quiero más, y ella… Precisamente por esto debo concluir. Si fuera ella a esta regia aventura matrimonial con indiferencia hacia mí, acaso hallara fuerzas para llegar al fin. Negocio contra negocio. Pero cuando muy cerca a su lado encuentro su mirada, y el tiempo se detiene sobre nosotros, soñando él a su vez, entonces mi amor a ella me oprime la mano como a un viejo criminal y vuelvo en mí.

¡Amor mío! Una vez canté;Ciao! porque tenía todos los triunfos en mi juego. Los rindo ahora, mano sobre mano, ante una última trampa más fuerte que yo: sacrificarte.

Llevo la vida de siempre, en constante sociedad con Dorothy Phillips, Burns, Stowell, Chaney del cual he obtenido todos los informes apetecidos sobre las víboras de cascabel y su manera de morder.

Aunque el calor aumenta, no hay modo de evitar el bar a la salida del taller. Cierto es que el hielo lo congela aquí todo, desde el chicle a los ananás. Rara vez como solo. De noche, con la Phillips. Y de mañana, con Burns y Stowell, por lo menos. Sé por mi amigo que el divorcio de la Phi llips es cosa definitiva, miss, por lo tanto.

– Como usted lo meditó antes de adivinarlo me ha dicho Burns-. ¿Matrimonio, Grant? No es malo. Dolly vale lo que usted, y otro tanto.

– ¿Pero ella me quiere realmente? he dejado caer.

– Grant: usted haría un buen film; pero no poniéndome a mí de director de escena. Cásese con su estrella y gaste dos millones en una empresa. Yo se la administro. Hasta aquí Burns. ¿Qué le parece La gran pasión?

– Muy buena. El autor no es tonto. Salvo un poco de amaneramiento de Stowell, ese tipo de carácter le sale. Dolly tiene pasajes como hace tiempo no hallaba.

– Perfecto. No llegue tarde a la comida.

– ¿Hoy? Creía que era el lunes.

– No. El lunes es el banquete oficial, con damas de mundo, y además. La consagración. A propósito: ¿usted tiene la cabeza fuerte?

– Ya se lo probé la primera noche.

– No basta. Hoy habrá concierto de rom al final.

– Pierda cuidado.

Magnífico. Para mi situación actual, una orquesta es lo que me conviene.

Concluido todo. Sólo me resta hacer los preparativos y abandonar Los Angeles. ¿Qué dejo, en suma? Un mal negocillo imaginativo, frustrado. Y más abajo, hecho trizas, mi corazón.

El incidente de anoche pudo haberme costado, según Burns, a quien acabo de dejar en la estación, rojo de calor.

– ¿Qué mosquitos tienen ustedes allá? -me ha dicho-. No haga tonterías, Grant. Cuando uno no es dueño de sí, se queda en Buenos Aires. ¿Lo ha visto ya? Bueno, hasta luego.

Se refiere a lo siguiente:

Anoche, después del banquete, cuando quedamos solos los hombres, hubo concierto general, en mangas de camisa. Yo no sé hasta dónde puede llegar la bonachona tolerancia de esta gente para el alcohol. Cierto es que son de origen inglés.

Pero yo soy suramericano. El alcohol es conmigo menos benevolente, y no tengo además motivo alguno de felicidad. El rom interminable me ponía constantemente por delante a Stowell, con su pelo movedizo y su alta nariz de cerco. Es en el fondo un buen muchacho con suerte, nada más. ¿Y por qué me mira? ¿Cree que le voy a envidiar algo, sus bufonadas amorosas con cualquier cómica, para compadecerme así? ¡Infeliz!