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– ¡A su salud, Stowell! brindé-. ¡Al gran Stowell!

– ¡A la salud de Grant!

– Y a la de todos ustedes… ¡Pobres diablos!

El ruido cesó bruscamente; todas las miradas estaban sobre mí.

– ¿Qué pasa, Grant? -articuló Burns.

– Nada, queridos amigos… sino que brindo por ustedes. Y me puse de pie.

– Brindo a la salud de ustedes, porque son los grandes ases del cinematógrafo: empresa Universal, grupo Blue Bird, Lon Chaney, William S. Stowell y… ¡todos! Intérpretes del impulso, ¿eh, Chaney? Y del amor… ¡todos! ¡Y del amor, nosotros, William S. Stowell! Intérpretes y negociantes del arte, ¿no es esto? ¡Brindo por la gran fortuna del arte, amigos únicos! ¡Y por la de alguno de nosotros! ¡Y por el amor artístico a esa fortuna, William S. Stowell, compañero!

Vi las caras contraídas de disgusto. Un resto de lucidez me permitió apreciar hasta el fondo las heces de mi actitud, y el mismo resto de dominio de mí me contuvo. Me retiré, saludando ampliamente.

– ¡Buenas noches, señores! Y si alguno de los presentes, o Stowell o quienquiera que sea, quiere seguir hablando mañana conmigo, estoy a sus órdenes. ¡Ciao!

Se comprende bien que lo primero que he hecho esta mañana al levantarme ha sido ir a buscar a Stowell.

– Perdóneme le he dicho-. Ustedes son aquí de otra pasta. Allá, el alcohol nos pone agresivos e idiotas.

– Hay algo de esto -me ha apretado la mano sonriendo-. Vamos al bar; allá encontraremos la soda y el hielo necesarios.

Pero en el camino me ha observado:

– Lo que me extraña un poco en usted es que no creo tenga motivos para estar disgustado de nadie. ¿No es cierto? -Me ha mirado con intención. -Más o menos -he cortado.

– Bien.

La soda y el hielo son pobres recursos, cuando lo que se busca es sólo un poco de satisfacción de sí mismo.

"Concluyó todo" -anoté este mediodía-. Sí, concluyó.

A las siete, cuando comenzaba a poner orden en la valija, el teléfono me llamó.

– ¿Grant?

– Sí.

– Dolly. ¿No va a venir, Grant? Estoy un poco triste.

– Yo más. Voy en seguida.

Y fui, con el estado de ánimo de Régulo cuando volvía a Cartago a sacrificar su vida por insignificancias de honor.

¡Dolly! ¡Dorothy Phillips! ¡Ni la ilusión de haberte gustado un día me queda!

Estaba en traje de calle.

– Sí; hace un momento pensaba salir. Pero le telefoneé. ¿No tenía nada que hacer?

– Nada.

– ¿Ni aun deseos de verme?

Pero al mirarme de cerca me puso lentamente los dedos en el brazo.

– ¡Grant! ¿Qué tiene usted hoy?

Vi sus ojos angustiados por mi dolor huraño.

– ¿Qué es eso, Grant?

Y su mano izquierda me tomó del otro brazo. Entonces fijé mis ojos en los de ella y la miré larga y claramente.

– ¡Dolly! -le dije-. ¿Qué idea tiene usted de mí?

– ¿Qué?

– ¿Qué idea tiene usted de mí? No, no responda… ya sé; que soy esto y aquello… ¡Dolly! Se lo quería decir, y desde hace mucho tiempo… Desde hace mucho tiempo no soy más que un simple miserable. ¡Y si siquiera fuese esto…! Usted no sabe nada. ¿Sabe lo que soy? Un pillete, nada más. Un ladronzuelo vulgar, menos que esto… Esto es lo que soy. ¡Dolly! ¿Usted cree que tengo fortuna, no es cierto?

Sus manos cayeron; como estaba cayendo su última ilusión de amor por un hombre; como había caído yo…

– ¡Respóndame! ¿Usted lo creía?

– Usted mismo me lo dijo -murmuró.

– ¡Exactamente! Yo mismo se lo dije, y lo dejé decir a todo el mundo. Que tenía una gran fortuna, millones… Esto le dije. ¿Se da bien cuenta ahora de lo que soy? ¡No tengo nada, ni un millón, ni nada! Menos que un miserable, ya se lo dije; ¡un pillete vulgar! Esto soy, Dolly.

Y me callé. Pudo haberse oído durante un rato el vuelo de una mosca. Y mucho más la lenta voz, si no lejana, terriblemente distante de mí:

– ¿Por qué me engañó, Grant…?

– ¿Engañar? -salté entonces volviéndome bruscamente a ella-. ¡Ah, no! ¡No la he engañado! Esto no… Por lo menos… ¡No, no la engañé, porque acabo de hacer lo que no sé si todos harían! Es lo único que me levanta aún ante mí mismo. ¡No, no! Engaño, antes, puede ser; pero en lo demás… ¿Usted se acuerda de lo que le dije la primera tarde? Quince días decía usted. ¡Eran dos años! ¡Y aun sin conocerla! Nadie en el mundo la ha valorado ni ha visto lo que era usted como mujer, como yo. ¡Ni nadie la querrá jamás todo cuanto la quiero! ¿Me oye? ¡Nadie, nadie!

Caminé tres pasos; pero me senté en un taburete y apoyé los codos en las rodillas, postura cómoda cuando el firmamento se desploma sobre nosotros.

– Ahora ya está…-murmuré-. Me voy mañana… Por eso se lo he dicho…

Y más lento:

– Yo le hablé una vez de sus ojos cuando la persona a quien usted amaba no se daba cuenta…

Y callé otra vez, porque en la situación mía aquella evocación radiante era demasiado cruel. Y en aquel nuevo silencio de amargura desesperada -y final- oí, pero como en sueños, su voz.

– ¡Zonzote!

¿Pero era posible? Levanté la cabeza y la vi a mi lado, ¡a ella! ¡Y vi sus ojos inmensos, húmedos de entregado amor! ¡Y el mohín de sus labios, hinchados de ternura consoladora, como la soñaba en ese instante! ¡Como siempre la vi conmigo!

– ¡Dolly! -salté.

Y ella, entre mis brazos:

– ¡Zonzo…! ¡Crees que no lo sabía!

– ¿Qué…? ¿Sabías que era pobre?

– ¡Y sí!

– ¡Mi vida! ¡Mi estrella! ¡Mi Dolly!

– Mi suramericano…

– ¡Ah, mujer siempre…! ¿Por qué me torturaste así?

– Quería saber bien… Ahora soy toda tuya.

– ¡Toda, toda! No sabes lo que he sufrido… ¡Soy un canalla, Dolly!

– Canalla mío…

– ¿Y tú?

– Tuya.

– ¡Farsante, eso eres! ¿Cómo pudiste tenerme en ese taburete media hora, si sabías ya? Y con ese aire: "¿Por qué me engañó, Grant…?".

– ¿No te encantaba yo como intérprete?

– ¡Mi amor adorado! ¡Todo me encanta! Hasta el film que hemos hecho. ¡Contigo, por fin, Dorothy Phillips!

– ¿Verdad que es un film?

– Ya lo creo. Y tú ¿qué eres?

– Tu estrella.

– ¿Y yo?

– Mi sol.

– ¡Pst! Soy hombre. ¿Qué soy? Y con su arrullo:

– Mi suramericano…

He volado en el auto a buscar a Burns.

– Me caso con ella -le he dicho-. Burns: usted es el más grande hombre de este país, incluso el Arizona. Otra buena noticia: no tengo un centavo.

– Ni uno. Esto lo sabe todo Los Angeles. He quedado aturdido.

– No se aflija -me ha respondido-. ¿Usted cree que no ha habido antes que usted mozalbetes con mejor fortuna que la suya alrededor de Dolly? Cuando pretenda otra vez ser millonario -para divorciarse de Dolly, por ejemplo-, suprima las informaciones telegráficas. Mal negociante, Grant.

Pero una sola cosa me ha inquietado.

– ¿Por qué dice que me voy a divorciar de Dolly?

– ¿Usted? Jamás. Ella vale dos o tres Grant, y usted tiene más suerte ante los ojos de ella de la que se merece. Aproveche.

– ¡Déme un abrazo, Burns!

– Gracias. ¿Y usted qué hace ahora, sin un centavo? Dolly no le va a copiar sus informes del ministerio.

Me he quedado mirándolo.

– Si usted fuera otro, le aconsejaría que se contratara con Stowell y Chaney. Con menos carácter y menos ojos que los suyos, otros han ido lejos. Pero usted no sirve.

– ¿Entonces?

– Ponga en orden el film que ha hecho con Dolly; tal cual, reforzando la escena del bar. El final ya lo tienen pronto. Le daré la sugestión de otras escenas, y propóngaselo a la Blue Bird. ¿El pago? No sé; pero le alcanzará para un paseo por Buenos Aires con Dolly, siempre que jure devolvérnosla para la próxima temporada. O'Mara lo mataría.

– ¿Quién?

– El director. Ahora déjeme bañar. ¿Cuándo se casa?

– Enseguida.

– Bien hecho. Hasta luego. Y mientras yo salía apurado:

– ¿Vuelve otra vez con ella? Dígale que me guarde el número de su ilustración. Es un buen documento.

Pero esto es un sueño. Punto por punto, como acabo de contarlo, lo he soñado. No me queda sino para el resto de mis días su profunda emoción, y el pobre paliativo de remitir a Dolly el relato -como lo haré en seguida-, con esta dedicatoria:

"A la señora Dorothy Phillips, rogándole perdone las impertinencias de este sueño, muy dulce para el autor".