No se ignoraba tampoco en el Congreso la amistad singular que unía a la víbora y la culebra; posiblemente, más que amistad, era aquello una estimación recíproca de su mutua inteligencia.
– Yo opino como Nacaniná -repuso-. Si el perro se pone a trabajar, estamos perdidas.
– ¡Pero adelantémonos! -replicó Hamadrías.
– ¡No podríamos adelantarnos tanto…! Me inclino decididamente por la prima.
– Estaba segura -dijo ésta tranquilamente.
Era esto más de lo que podía oír la cobra real sin que la ira subiera a inundarle los colmillos de veneno.
– No sé hasta qué punto puede tener valor la opinión de esta señorita conversadora -dijo, devolviendo a la Ñacaniná su mirada de reojo-.El peligro real en esta circunstancia es para nosotras, las Venenosas, que tenemos por negro pabellón a la Muerte. Las culebras saben bien que el hombre no las teme, porque son completamente incapaces de hacerse temer. -¡He aquí una cosa bien dicha! -dijo una voz que no había sonado aún.
Hamadrías se volvió vivamente, porque en el tono tranquilo de la voz había creído notar una vaguísima.ironía, y vio dos grandes ojos brillantes que la miraban apaciblemente.
¿A mí me hablas? -preguntó con desdén.
– Sí, a ti -repuso mansamente la interruptora-. Lo que has dicho está empapado en profunda verdad.
La cobra real volvió a sentir la ironía anterior, y como por un presentimiento, midió a la ligera con la vista el cuerpo de su interlocutora, arrollada en la sombra.
¡Tú eres Anaconda!
¡Tú lo has dicho! -repuso aquélla inclinándose. Pero la Nacaniná quería de una vez por todas aclarar las cosas.
– ¡Un instante! -exclamó.
– ¡No! -interrumpió Anaconda- Permíteme, Nacaniná. Cuando un ser es bien formado, ágil, fuerte y veloz, se apodera de su enemigo con la energía de nervios y músculos que constituye su honor, como lo es el de todos los luchadores de la creación. Así cazan el gavilán, el gato onza, el tigre, nosotras, todos los seres de noble estructura. Pero cuando se es torpe, pesado, poco inteligente e incapaz, por lo tanto, de luchar francamente por la vida, entonces se tiene un par de colmillos para asesinar a traición, ¡como esa dama importada que nos quiere deslumbrar con su gran sombrero!
En efecto, la cobra real, fuera de sí, había dilatado el monstruoso cuello para lanzarse sobre la insolente. Pero también el Congreso entero se había erguido amenazador al ver esto.
– ¡Cuidado! -gritaron varias a un tiempo-. ¡El Congreso es inviolable!
– ¡Abajo el capuchón! -alzóse Atroz, con los ojos hechos ascua. Hamadrías se volvió a ella con un silbido de rabia.
– ¡Abajo el capuchón! -se adelantaron Urutú Dorado y Lanceolada. Hamadrías tuvo un instante de loca rebelión, pensando en la facilidad con que hubiera destrozado una tras otra a cada una de sus contrincantes. Pero ante la actitud de combate del Congreso entero, bajó el capuchón lentamente.
– ¡Está bien! -silbó-. Respeto al Congreso. Pero pido que cuando se concluya…, ¡no me provoquen!
– Nadie te provocará -dijo Anaconda.
La cobra se volvió a ella con reconcentrado odio:
– ¡Y tú menos que nadie, porque me tienes miedo! -¡Miedo yo! -contestó Anaconda, avanzando.
– ¡Paz, paz! -clamaron todas de nuevo-. ¡Estamos dando un pésimo ejemplo! ¡Decidamos de una vez lo que debemos hacer!
– Sí, ya es tiempo de esto -dijo Terrífica-. Tenemos dos planes a seguir: el propuesto por Nacaniná, y el de nuestra aliada. ¿Comenzamos el ataque por el perro, o bien lanzamos todas nuestras fuerzas contra los caballos?
Ahora bien, aunque la mayoría se inclinaba acaso a adoptar el plan de la culebra, el aspecto, tamaño e inteligencia demostrados por la serpiente asiática habían impresionado favorablemente al Congreso en su favor. Estaba aún viva su magnífica combinación contra el personal del Instituto; y fuera lo que pudiere ser su nuevo plan, es lo cierto que se le debía ya la eliminación de dos hombres. Agréguese que, salvo la Nacaniná y Cruzada, que habían estado ya en campaña, ninguna se había dado cuenta del terrible enemigo que había en un perro inmunizado y rastreador de víboras. Se comprenderá así que el plan de la cobra real triunfara al fin.
Aunque era ya muy tarde, era también cuestión de vida o muerte llevar el ataque en seguida, y se decidió partir sobre la marcha.
– ¡Adelante, pues! -concluyó la de cascabel-. ¿Nadie tiene nada más que decir?
– ¡Nada…! -gritó Nacaniná-. ¡Sino que nos arrepentiremos!
Y las víboras y culebras, inmensamente aumentadas por los individuos de las especies cuyos representantes salían de la caverna, lanzáronse hacia el Instituto.
– ¡Una palabra! -advirtió aún Terrífica-. ¡Mientras dure la campaña estamos en Congreso y somos inviolables las unas para las otras! ¿Entendido?
– ¡Sí, sí, basta de palabras! -silbaron todas.
La cobra real, a cuyo lado pasaba Anaconda, le dijo mirándola sombríamente:
– Después…
– ¡Ya lo creo! -la cortó alegremente Anaconda, lanzándose como una flecha a la vanguardia.
X
El personal del Instituto velaba al pie de la cama del peón mordido por la yarará. Pronto debía amanecer. Un empleado se asomó a la ventana por donde entraba la noche caliente y creyó oír ruido en uno de los galpones. Prestó oído un rato y dijo:
– Me parece que es en la caballeriza… Vaya a ver, Fragoso.
El aludido encendió el farol de viento y salió, en tanto que los demás quedaban atentos, con el oído alerta.
No había transcurrido medio minuto cuando sintieron pasos precipitados en el patio y Fragoso aparecía, pálido de sorpresa.
– ¡La caballeriza está llena de víboras! -dijo.
– ¿Llena? preguntó el nuevo jefe-. ¿Qué es eso? ¿Qué pasa…?
– No sé…
– Vayamos.
Y se lanzaron afuera.
– ¡Daboy! ¡Daboy! -llamó el jefe al perro que gemía soñando bajo la cama del enfermo. Y corriendo todos entraron en la caballeriza.
Allí, a la luz del farol de viento, pudieron ver al caballo y a la mula debatiéndose a patadas contra sesenta u ochenta víboras que inundaban la caballeriza. Los animales relinchaban y hacían volar a coces los pesebres; pero las víboras, como si las dirigiera una inteligencia superior, esquivaban los golpes y mordían con furia.
Los hombres, con el impulso de la llegada, habían caído entre ellas. Ante el brusco golpe de luz, las invasoras se detuvieron un instante, para lanzarse en seguida silbando a un nuevo asalto, que dada la confusión de caballos y hombres no se sabía contra quién iba dirigido.
El personal del Instituto se vio así rodeado por todas partes de víboras. Fragoso sintió un golpe de colmillos en el borde de las botas, a medio centímetro de su rodilla, y descargó su vara -vara dura y flexible que nunca falta en una casa de bosque- sobre el atacante. El nuevo director partió en dos a otra, y el otro empleado tuvo tiempo de aplastar la cabeza, sobre el cuello mismo del perro, a una gran víbora que acababa de arrollarse con pasmosa velocidad al pescuezo del animal.
Esto pasó en menos de diez segundos. Las varas caían con furioso vigor sobre las víboras que avanzaban siempre, mordían las botas, pretendían trepar por las piernas. Y en medio del relinchar de los caballos, los gritos de los hombres, los ladridos del perro y el silbido de las víboras, el asalto ejercía cada vez más presión sobre los defensores, cuando Fragoso, al precipitarse sobre una inmensa víbora que creyera reconocer, pisó sobre un cuerpo a toda velocidad y cayó, mientras el farol, roto en mil pedazos, se apagaba. -¡Atrás! -gritó el nuevo director-. ¡Daboy, aquí!
Y salieron atrás, al patio, seguidos por el perro, que felizmente había podido desenredarse de entre la madeja de víboras.
Pálidos y jadeantes, se miraron.
Parece cosa del diablo… -murmuró el jefe-. Jamás he visto cosa igual… ¿Qué tienen las víboras de este país? Ayer, aquella doble mordedura, como matemáticamente combinada… Hoy… Por suerte ignoran que nos han salvado a los caballos con sus mordeduras… Pronto amanecerá, y entonces será otra cosa.
– Me pareció que allí andaba la cobra real -dejó caer Fragoso, mientras se ligaba los músculos doloridos de la muñeca.
– Sí -agregó el otro empleado-. Yo la vi bien… Y Daboy, ¿no tiene nada?