– No; muy mordido… Felizmente puede resistir cuanto quieran. Volvieron los hombres otra vez al enfermo, cuya respiración era mejor. Estaba ahora inundado en copiosa transpiración.
– Comienza a aclarar -dijo el nuevo director, asomándose a la ventana-. Usted, Antonio, podrá quedarse aquí. Fragoso y yo vamos a salir.
– ¿Llevamos los lazos? -preguntó Fragoso.
– ¡Oh, no! -repuso el jefe, sacudiendo la cabeza- Con otras víboras, las hubiéramos cazado a todas en un segundo. Estas son demasiado singulares… Las varas y, a todo evento, el machete.
XI
No singulares, sino víboras, que ante un inmenso peligro sumaban la inteligencia reunida de la especie, era el enemigo que había asaltado el Instituto Seroterápico.
La súbita oscuridad que siguiera al farol roto había advertido a las combatientes el peligro de mayor luz y mayor resistencia. Además, comenzaban a sentir ya en la humedad de la atmósfera la inminencia del día.
– Si nos quedamos un momento más exclamó Cruzada-, nos cortan la retirada. ¡Atrás!
– ¡Atrás, atrás! -gritaron todas. Y atropellándose, pasándose las unas sobre las otras, se lanzaron al campo. Marchaban en tropel, espantadas, derrotadas, viendo con consternación que el día comenzaba a romper a lo lejos.
Llevaban ya veinte minutos de fuga, cuando un ladrido claro y agudo, pero distante aún detuvo a la columna jadeante.
– ¡Un instante! -gritó Urutú Dorado- Veamos cuántas somos, y qué podemos hacer.
A la luz aún incierta de la madrugada examinaron sus fuerzas. Entre las patas de los caballos habían quedado dieciocho serpientes muertas, entre ellas las dos culebras de coral. Atroz había sido partida en dos por Fragoso, y Drimobia yacía allá con el cráneo roto, mientras estrangulaba al perro. Faltaban además Coatiarita, Radínea y Boipeva. En total, veintitrés combatientes aniquilados. Pero las restantes, sin excepción de una sola, estaban todas magulladas, pisadas, pateadas, llenas de polvo y sangre entre las escamas rotas.
– He aquí el éxito de nuestra campaña -dijo amargamente Ñacani-ná, deteniéndose un instante a restregar contra una piedra su cabeza- ¡Te felicito, Hamadrías!
Pero para sí sola se guardaba lo que había oído tras la puerta cerrada de la caballeriza, pues había salido la última. ¡En vez de matar, habían salvado la vida a los caballos, que se extenuaban precisamente por falta de veneno!
Sabido es que para un caballo que se está inmunizando, el veneno le es tan indispensable para su vida diaria como el agua misma y muere si le llega a faltar.
Un segundo ladrido de perro sobre el rastro sonó tras ellas.
¡Estamos en inminente peligro! -gritó Terrífica-. ¿Qué hacemos?
– ¡A la gruta! -clamaron todas, deslizándose a toda velocidad. -¡Pero están locas! -gritó la Ñacaniná, mientras corría-. ¡Las van
a aplastar a todas! ¡Van a la muerte! Óiganme: ¡desbandémonos!
Las fugitivas se detuvieron, irresolutas. A pesar de su pánico, algo les decía que el desbande era la única medida salvadora, y miraron alocadas a todas partes. Una sola voz de apoyo, una sola, y se decidían.
Pero la cobra real, humillada, vencida en su segundo esfuerzo de dominación, repleta de odio para un país que en adelante debía serle eminentemente hostil, prefirió hundirse del todo, arrastrando con ella a las demás especies.
– ¡Está loca Ñacaniná! -exclamó-. Separándonos nos matarán una a una sin que podamos defendernos… Allá es distinto. ¡A la caverna!
– ¡Sí, a la caverna! -respondió la columna despavorida, huyendo-. ¡A la caverna!
La Ñacaniná vio aquello y comprendió que iban a la muerte. Pero viles, derrotadas, locas de pánico, las víboras iban a sacrificarse, a pesar de todo. Y con una altiva sacudida de lengua, ella, que podía ponerse impunemente a salvo por su velocidad, se dirigió como las otras directamente a la muerte.
Sintió así un cuerpo a su lado, y se alegró al reconocer a Anaconda.
– Ya ves -le dijo con una sonrisa- a lo que nos ha traído la asiática.
– Sí, es un mal bicho… -murmuró Anaconda, mientras corrían una junto a otra.
– ¡Y ahora las lleva a hacerse masacrar todas juntas…!
– Ella, por lo menos -advirtió Anaconda con voz sombría-, no va a tener ese gusto…
Y ambas, con un esfuerzo de velocidad, alcanzaron a la columna. Ya habían llegado.
– ¡Un momento! -se adelantó Anaconda, cuyos ojos brillaban-. Ustedes lo ignoran, pero yo lo sé con certeza, que dentro de diez minutos no va a quedar viva una de nosotras. El Congreso y sus leyes están, pues, ya concluidos. ¿No es eso, Terrífica?
Se hizo un largo silencio.
– Sí -murmuró abrumada Terrífica-. Está concluido…
– Entonces -prosiguió Anaconda volviendo la cabeza a todos lados-, antes de morir quisiera… ¡Ah, mejor así! -concluyó satisfecha al ver a la cobra real que avanzaba lentamente hacia ella.
No era aquel probablemente el momento ideal para un combate. Pero desde que el mundo es mundo, nada, ni la presencia del Hombre sobre ellas, podrá evitar que una Venenosa y una Cazadora solucionen sus asuntos particulares.
El primer choque fue favorable a la cobra reaclass="underline" sus colmillos se hundieron hasta la encía en el cuello de Anaconda. Esta, con la maravillosa maniobra de las boas de devolver en ataque una cogida casi mortal, lanzó su cuerpo adelante como un látigo y envolvió en él a la Hamadrías, que en un instante se sintió ahogada. La boa, concentrando toda su vida en aquel abrazo, cerraba progresivamente sus anillos de acero, pero la cobra real no soltaba presa. Hubo aún un instante en que Anaconda sintió crujir su cabeza entre los dientes de la Hamadrías. Pero logró hacer un supremo esfuerzo, y este postrer relámpago de voluntad decidió la balanza a su favor. La boca de la cobra semiasfixiada se desprendió babeando, mientras la cabeza libre de Anaconda hacía presa en el cuerpo de la Hamadrías.
Poco a poco, segura del terrible abrazo con que inmovilizaba a su rival, su boca fue subiendo a lo largo del cuello, con cortas y bruscas dentelladas, en tanto que la cobra sacudía desesperada la cabeza. Los noventa y seis agudos dientes de Anaconda subían siempre, llegaron al capuchón, treparon, alcanzaron la garganta, subieron aún, hasta que se clavaron por fin en la cabeza de su enemiga, con un sordo y larguísimo crujido de huesos masticados.
Ya estaba concluido. La boa abrió sus anillos, y el macizo cuerpo de la cobra real se escurrió pesadamente a tierra, muerta.
– Por lo menos estoy contenta… -murmuró Anaconda, cayendo a su vez exánime sobre el cuerpo de la asiática.
Fue en ese instante cuando las víboras oyeron a menos de cien metros el ladrido agudo del perro.
Y ellas, que diez minutos antes atropellaban aterradas la entrada de la caverna, sintieron subir a sus ojos la llamarada salvaje de la lucha a muerte por la selva entera.
– ¡Entremos! -agregaron, sin embargo, algunas.
– ¡No, aquí! ¡Muramos aquí! -ahogaron todas con sus silbidos. Y contra el murallón de piedra que les cortaba toda retirada, el cuello y la cabeza erguidos sobre el cuerpo arrollado, los ojos hechos ascua, esperaron.
No fue larga su espera. En el día aún lívido y contra el fondo negro del monte, vieron surgir ante ellas las dos altas siluetas del nuevo director y de Fragoso, reteniendo en traílla al perro, que, loco de rabia, se abalanzaba adelante.
– ¡Se acabó! ¡Y esta vez definitivamente! -murmuró Ñacaniná, despidiéndose con esas seis palabras de una vida bastante feliz, cuyo sacrificio acababa de decidir. Y con un violento empuje se lanzó al encuentro del perro, que, suelto y con la boca blanca de espuma, llegaba sobre ellas. El animal esquivó el golpe y cayó furioso sobre Terrífica, que hundió los colmillos en el hocico del perro. Daboy agitó furiosamente la cabeza, sacudiendo en el aire a la de cascabel; pero ésta no soltaba.
Neuwied aprovechó el instante para hundir los colmillos en el vientre del animal; mas también en ese momento llegaban los hombres. En un segundo, Terrífica y Neuwied cayeron muertas, con los riñones quebrados.
Urutú Dorado fue partida en dos, y lo mismo Cipó. Lanceolada logró hacer presa en la lengua del perro; pero dos segundos después caía tronchada en tres pedazos por el doble golpe de vara, al lado de Esculapia.
El combate, o más bien exterminio, continuaba furioso, entre silbidos y roncos ladridos de Daboy, que estaba en todas partes. Cayeron una tras otra, sin perdón -que tampoco pedían-, con el cráneo triturado entre las mandíbulas del perro o aplastadas por los hombres. Fueron quedando masacradas frente a la caverna de su último Congreso. Y de las últimas, cayeron Cruzada y Ñacaniná.
No quedaba una ya. Los hombres se sentaron, mirando aquella total masacre de las especies, triunfantes un día. Daboy, jadeando a sus pies, acusaba algunos síntomas de envenenamiento, a pesar de estar poderosamente inmunizado. Había sido mordido sesenta y cuatro veces.