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– Creo que se ha roto algo, probablemente la cadera, al salir de la bañera. Está tremendamente deshidratada, por eso se le va un poco la cabeza. No he podido determinar con exactitud en qué momento se cayó. Puede que haya estado tirada ahí un par de días. Menos mal que hemos venido, Vic; creo que no hubiera pasado de la noche.

– Así que ha estado bien que decidiera intervenir -declaró Todd.

– ¿Intervenir? -se indignó el señor Contreras-. ¿Intervenir? ¿Quién la ha encontrado? ¿Quién ha avisado a la ambulancia? Usted no ha hecho más que quedarse fuera para no pringarse la punta del ala.

Ese comentario no era acertado: Pichea llevaba mocasines.

– Escuche, vejete -empezó a decir, inclinándose sobre el señor Contreras.

– No intentes discutir con ellos, Todd. Esa gente no es capaz de entenderte -la señora Pichea enganchó su brazo al de su marido y echó un vistazo al vestíbulo, frunciendo la nariz con desprecio.

La señora Hellstrom me tocó el brazo.

– ¿Va a intentar encontrar a su hijo, querida? Porque yo me tengo que ir a casa. Quiero cambiarme de ropa.

– ¡Ah!, ¿hay un hijo? -dijo Pichea-. Quizá sea hora de que venga a casa y se haga cargo de su madre.

– Y quizá ella quiera vivir su propia vida -estallé-. ¿Por qué no te vas a dormir ya, Pichea? Ya has hecho tu buena acción del día.

– De eso nada. Quiero hablar con el hijo, y hacerle entender que su madre está saliéndose de sus cabales.

Los perros, que habían estado ladrándole a la ambulancia, entraron gruñendo en la casa y se abalanzaron sobre nosotros. Pichea adelantó uno de sus mocasines para patear a la bola peluda. Al alejarse el perrito con un gañido, golpeé a Pichea en la espinilla.

– Ésta no es tu casa, grandullón. Si le tienes miedo a los perros, quédate en la tuya.

Su hermética cara cuadrada se encendió de ira.

– Podría hacerte encerrar por agresión, Warshawski.

– Podrías, pero no lo harás. Eres demasiado gallina para enfrentarte a alguien de tu talla -pasé con determinación delante de él e inicié la desalentadora búsqueda de algún papel con el nombre del hijo de la señora Frizell. Sólo necesité media hora para darme cuenta de que podía llamar a información de San Francisco. ¿Cuántos Frizell podía haber? Resultó que seis, con dos ortografías diferentes. El cuarto con el que hablé, Byron, era su hijo. Decir que fue tibia sería sobrevalorar su reacción a las noticias sobre su madre.

– ¿La han llevado al hospital? Bien, bien. Gracias por molestarse en llamar.

– ¿Quiere saber a qué hospital?

– ¿Qué? Sí, estaría bien. Escuche, ahora mismo estoy ocupado. ¿Sharansky, dice que se llama? ¿Qué tal si la llamo por la mañana?

– Warshawski -empecé a deletrearlo, pero había cortado la comunicación.

Todd seguía allí, esperando, hasta que Byron colgó.

– ¿Qué ha dicho que va a hacer?

– No piensa salir en el primer avión. La señora Hellstrom cuidará de los perros. Los demás deberíamos volver a casa y dejarlo por ahora.

Al igual que la señora Hellstrom, estaba deseando cambiarme de ropa. Carol se había ido mientras yo hablaba con el segundo Frizell. El señor Contreras andaba en la cocina, poniéndoles comida fresca y agua a los perros. Estaba impaciente por volver con Peppy, pero era demasiado caballeroso como para dejarme sola allí.

– ¿Crees que estarán bien, pequeña?

– Creo que estarán estupendamente -respondí con firmeza. Ni muerta me iba a endilgar a mí cinco perros más que cuidar.

Mientras cerraba la casa los oímos gemir y arañar la puerta desde el otro lado.

Fichando a un nuevo cliente

A la mañana siguiente, antes de ir a trabajar, me pasé dos horas limpiando y abrillantando mi apartamento. La observación de Pichea la noche anterior me había herido en lo más vivo. No lo de encontrarme sola a los ochenta y cinco años -podía imaginarme destinos peores-, sino lo de verme en la situación de la señora Frizelclass="underline" mis pilas de periódicos y de pelusas desmoronándose entre asfixiantes nubes de polvo, y tan irascible que los vecinos no querrían ni acercarse aun cuando pensaran que podía estar enferma.

Hice un fardo con los periódicos de un mes, lo até con un cordel y lo dejé junto a la puerta para llevarlo a reciclar. Lustré el piano y la mesita de centro hasta el punto de que podrían incluso responder a las estrictas normas de Gabriella, fregué los platos apilados en el fregadero y en la mesa de la cocina, y tiré toda la comida del frigorífico echada a perder. Eso me dejaba a elegir para la cena entre mantequilla de cacahuete y una lata de minestrone, aunque tal vez pudiera sacar una horita para pasar por la tienda al volver a casa.

Pasé de correr y cogí el tren aéreo hacia el centro. El trabajo que había planeado para ese día me tendría ocupada en recorrer diferentes oficinas estatales diseminadas por el Loop; el coche no sería más que un estorbo. A eso de las cuatro pude llamar a Daraugh Graham para informarle sobre Clint Moss. Estaba verdaderamente ansioso por recibir información: su secretaria tenía instrucciones de interrumpir la reunión en que estaba para que hablara con él.

Cuando Daraugh se enteró de que Moss había inventado su asistencia a clases de licenciatura de administrador de empresas en la Universidad de Chicago, me pidió que fuese a Pittsburgh para asegurarme de que no había fabricado su anterior curriculum. No me apetecía nada, pero las letras del Trans Am implicaban que tenía que tener contentos a mis clientes. Acepté coger un avión a la mañana siguiente temprano, no a las siete, como me ordenó Daraugh, sino a las ocho, lo que significaba levantarme a las seis y me pareció ya bastante sacrificio.

Al volver a casa pasé por la de la señora Hellstrom para ver cómo se las arreglaba con los perros de la señora Frizell. Parecía un poco aturullada; estaba intentando hacer la cena para sus nietos y no sabía cómo apañárselas para cuidar de los perros al mismo tiempo.

– Mañana tengo que salir de viaje, pero cuando vuelva el viernes le echaré una mano -me oí decirle-. Si usted los cuida por la mañana, yo les daré de comer y los pasearé por la tarde.

– ¿De veras? Sería un gran alivio. La señora Frizell es tan especial que uno se imagina que debe estar preocupada por sus cosas, pero podríamos robar todo lo que tiene en la casa -y no es que haya algo allí dentro que me guste, no vaya a creer- y ella no lo notaría. Ahora bien, si no alimentásemos a sus queridos perritos, sería capaz de llevarnos a juicio. Y no sabe el trabajo que dan.

Me dio las llaves que habíamos encontrado tiradas en el cuarto de estar la noche anterior, convencida de que había decidido empezar inmediatamente mi turno de tarde.

– Déjeme simplemente las llaves en el buzón cuando termine. Yo haré copias mientras usted está fuera y se las pondré en su buzón. No, quizá podría dárselas a ese señor tan amable que vive debajo de usted. Parece de confianza, y no me gusta nada dejar las llaves de otra persona rodando por ahí.

Le pregunté si sabía en qué hospital estaba la señora Frizell.

– Se la han llevado al hospital del condado de Cook, querida, por eso de que no tiene ningún seguro. Ni siquiera estaba afiliada a ninguna mutua. Eso da que pensar, ¿no cree? Yo no sé lo que haremos cuando mi marido se jubile. Él pensaba hacerlo el año que viene. Tendrá cincuenta y cinco años, y a estas alturas uno ya ha hecho bastante, pero cuando una piensa en lo que les pasa a los ancianos… En fin, intentaré acercarme a verla mañana. Quién iba a pensar que ese hijo que tiene… Aunque, claro, crecer en esa casa no debió de ser muy divertido. No veía la hora de marcharse, y, conociéndola, no es de extrañar. Su padre tampoco lo pudo soportar: se largó un mes antes de que él naciera.

Le cogí las llaves antes de que empezara a explayarse sobre las excentricidades que llevaron al señor Frizell y a su hijo a abandonar a Harriet Frizell. Quizá no hubiera sido tan suspicaz y retraída si su marido hubiese estado allí. O quizá sí.