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– Entonces llamé a Diamond Head para intentar hablar con el jefe de taller, por eso de las baladronadas de Mitch la semana pasada. Pero el tipo no contestó a mi recado, así que ayer cogí el maldito autobús otra vez hasta allí y me dijeron que Mitch no había aparecido por ahí desde que nos largamos hace doce años. En fin, de todas formas, me gustaría que tú te ocuparas de ello. De buscarlo, quiero decir.

Como no contesté inmediatamente, insistió:

– Te pagaré, no te preocupes por eso.

– No se trata de eso -estuve a punto de añadir que no tenía que pagarme nada, pero ésa es la mejor manera de crear resentimientos entre amigos y conocidos: hacerles favores profesionales por nada-. Pero…, mire, para serle brutalmente franca, usted sabe que lo más probable es que esté durmiendo la mona en alguna celda de la policía en este momento.

– Y si es así, tú puedes averiguarlo. Quiero decir que conoces a todos los maderos, te dirán si lo han recogido borracho en algún sitio. Es que me siento algo responsable.

– ¿Tiene familia?

El señor Contreras sacudió la cabeza.

– No exactamente. Su mujer lo dejó. Oh, hace mucho tiempo. Eso debió de ser hace unos cuarenta años. Tenían un crío y ya entonces la paga se le iba en copas. No puedo decir que la culpo por ello. A Clara se la birlé cuando íbamos todos al instituto. La noche del baile de fin de curso. Ella solía darme la vara cuando yo volvía a casa con una copa de más, y tuve que acabar recordándole que no la había dejado tirada con ese redomado burro de Kruger.

Sus ojos marrón pálido se nublaron con el recuerdo de un baile de hace sesenta años.

– Bueno, todo ese pasado está muerto y enterrado, y sé que Mitch no vale mucho, viéndolo no parece gran cosa, pero me gustaría saber que no le ha pasado nada.

Tal como me lo ponía, no me quedaba otra alternativa. Le llevé a mi oficina y rellené solemnemente uno de mis contratos corrientes para él. Apunté la dirección de la señora Polter. También cogí las señas de Diamond Head: tenía el presentimiento de que iba a necesitar todos los cabos sueltos que pudiera encontrar para justificar mi anticipo.

El señor Contreras sacó un fajo de billetes del bolsillo delantero. Se lamió los dedos, separó cuatro billetes de veinte y los volvió a contar para mí. Con eso tendría para merodear un día por los bares de las calles Archer y Cermak.

¡Duro con el extintor!

Eché al correo mi informe para Daraugh Graham de camino hacia la avenida Stevenson, la autovía que atraviesa el corazón del barrio sudoeste de Chicago siguiendo la principal ruta industrial. De hecho, corre paralela al Canal de Saneamiento y Navegación, que fue construido allá por el 1900 para unir los ríos Illinois y Chicago. Los casi cincuenta kilómetros del canal, atravesados por redes de vías férreas, albergan una gran variedad de industrias en sus márgenes. Las grúas para cereales y cemento dominan rimeros de chatarra; las cocheras para camiones ocupan los patios, donde los marineros de Chicago dejan sus barcos en dique seco durante el invierno.

Salí a la altura de Damen, pasando ante el pequeño grupo de chalets encaramados incongruentemente cerca de la rampa de salida, y giré bruscamente a la izquierda por la calle Archer. Igual que la autovía, la calle sigue la dirección del canal de saneamiento; era la calle principal que atravesaba el cinturón industrial antes de que construyeran Stevenson.

Aunque esa parte de la ciudad tiene remansos tranquilos de calles bien cuidadas, Archer no es una de ellas. Viejas casas de dos pisos y decadentes chalets se elevan directamente a ras de la acera. Las únicas tiendas de alimentación son chiringuitos que también venden cerveza, licores y papelería. Con el gran número de tabernas que posee la calle, es difícil imaginar cómo subsisten las tiendas.

La casa de la señora Polter estaba a unas cinco manzanas de Damen. Era una larga y estrecha caja, revestida de ripias cubiertas de alquitrán que en algunos sitios se habían desprendido, revelando la madera podrida que había debajo. La señora Polter vigilaba malhumoradamente la calle Cincuenta y dos desde su porche cuando llegué. «Porche» era en realidad mucho decir para un desvencijado cuadrado de tablas astilladas. Encaramado sobre unos cuantos escalones ruinosos, era apenas lo bastante grande para contener una silla metálica verde y dejar el espacio justo para abrir la celosía rota de la puerta.

La señora Polter era una mujer maciza, con el cuello sepultado bajo los círculos de grasa que sobresalían desde sus hombros. Su bata de cuadros marrones, que parecía una reliquia de los años veinte, había abandonado tiempo atrás la lucha por cubrir su escote. Un imperdible intentaba paliar la deficiencia de la tela, pero lo único que conseguía era deshilachar los bordes del tejido.

Por lo que pude ver, no giró la cabeza mientras yo subía a pasos vacilantes los escalones, ni tampoco se molestó en mirarme cuando me detuve a observarla.

– ¿Señora Polter? -pregunté tras un largo silencio.

Me lanzó una desabrida ojeada y volvió a dirigir su atención hacia la calle, donde tres chicos con bicicletas intentaban alzarse sobre sus ruedas traseras. Un trozo suelto de alquitrán golpeó contra la pared a nuestras espaldas.

– Quisiera hacerle unas preguntas sobre Mitch Kruger.

– Ni se os ocurra entrar en mi propiedad, chavales -gritó cuando los ciclistas subieron sus bicis al bordillo.

– La acera es de todos, pelleja gorda -le replicó a gritos uno de ellos.

Los otros dos rieron de buena gana, gambeteando con sus bicicletas arriba y abajo del bordillo. La señora Polter, moviéndose con la presteza de un boxeador, cogió un extintor y se puso a rociarlos a través de la verja. Retrocedieron de un salto hasta la calle Archer, fuera de su alcance, y siguieron riéndose. La señora Polter posó el extintor en el suelo junto a la silla. Era evidente que se trataba de un juego al que las dos partes ya habían jugado antes.

– Hay demasiao vandalismo por aquí porque la gente no tiene agallas para defender su propio territorio. Jodíos hispanos. Este vecindario era cantidad de distinto antes de que se metieran aquí, con toda su mierda y su delincuencia, y empezaran a reproducirse como moscas -la ripia de alquitrán tableteaba al ritmo de su parloteo.

– Sí, este barrio fue en su tiempo el jardín del Midwest… ¿ Mitch Kruger?

– Ah, ése -giró hacia mí unos desvaídos ojos azules-. Un viejo vino y pagó su alquiler. Con eso me basta.

– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

Al oír eso giró la silla y la masa de su cuerpo hacia mí.

– ¿Quién quiere saberlo?

– Soy detective, señora Polter. Me han pedido que busque al señor Kruger. Hasta donde yo sé, usted es la última persona que lo vio.

Había llamado a Conrad Rawlings, un sargento de policía de mi distrito, para averiguar si habían pillado a Mitch borracho o armando alboroto en los últimos días. La policía no posee los medios informáticos para comprobar algo así. Rawlings me dio el nombre de un sargento de la Zona Cuatro, quien tuvo la amabilidad de llamar a todas las comisarías que le informaban. En ninguna de ellas habían pescado a Mitch recientemente, aunque los chicos de la comisaría de Marquette lo conocían.

– ¿Qué pasa, se ha muerto o qué? -su ronca voz destrozaba las palabras como un rallador de queso.

– Sólo ha desaparecido. ¿A usted qué le dijo cuando se marchó?

– No sé. No le presté atención, esos jodíos hispanos estaban con sus bicis por aquí, como hacen todos los días después del colegio. No puedo estar pendiente de dos cosas a la vez.

– Pero usted le vio bajar los escalones -insistí-. Y sabía que no le había pagado. Así que debió preguntarse cuándo iba a volver con el dinero.