Выбрать главу

Se golpeó la frente con una enorme manaza.

– Es verdad. Tienes razón, cielo. Le grité cuando estaba bajando los escalones: «No olvides que me debes cincuenta pavos», o algo así -sonrió, satisfecha de sí misma, y se balanceó en la silla, haciéndola crujir.

– ¿Y él qué hizo? -la espoleé por toda respuesta.

Volvió a retorcerse en la silla y cogió su extintor, amenazando a los tres chiquillos que se reían desde la calzada. Cuando se alejaron por la calle preguntó:

– ¿Qué decías, cielo?

Repetí mi pregunta.

– ¡Ah! Ah, claro. Volvió la cabeza y me guiñó un ojo. «No necesita rociarme con esa cosa», dijo, refiriéndose al extintor, claro, «porque tengo mucha pasta. O al menos la voy a tener muy pronto. Muy pronto».

– ¿Giró a la derecha o a la izquierda al salir?

Arrugó la frente bajo el ralo cabello amarillo en un esfuerzo por refrescarse la memoria, pero no lo pudo recordar; había estado pendiente de esos chiquillos, y no de uno más de los muertos de hambre de sus inquilinos.

– Me gustaría ver su habitación antes de irme.

– ¿Tienes alguna orden para eso, cielo?

Saqué un billete de veinte dólares del monedero.

– Ninguna orden. Pero ¿qué tal un repuesto para ese chisme suyo?

Me miró a mí, luego al dinero, y luego a los chiquillos de la calle.

– Vosotros, los polis, no podéis entrar a fisgonear en las casas de la gente sin una orden. Está en la Constitución, por si no lo sabes. Pero sólo por esta vez, por eso de que eres mujer y vas vestida decente, te dejaré entrar, pero si vuelves con algún tío, más vale que tengáis una orden. Sube al segundo piso. Dos puertas más allá del cuarto de baño a tu izquierda -giró bruscamente la cabeza hacia la calle mientras yo abría la celosía.

Su casa tenía el penetrante olor a rancio de una bayeta vieja. Era un lugar sombrío, una construcción estrecha y alargada con ventanas sólo en los muros frontal y posterior. Por el olor, hacía algún tiempo que no habían sido abiertas. Las escaleras se elevaban abruptamente frente a mí. Las subí cautelosamente. Aun así, tropecé varias veces en trozos sueltos de linóleo.

Me abrí paso como pude por el vestíbulo del segundo piso hasta el cuarto de baño, y di con la segunda puerta a mi izquierda. La habitación estaba abierta, la cama hecha con poco esmero, esperando la vuelta de Kruger. No había cerrojos interiores ni mucha intimidad en los dominios de la señora Polter, pero Kruger no tenía gran cosa que mantener en privado. Hurgué en su maleta de plástico, pero todos los papeles que tenía se referían a su afiliación sindical, a su pensión del sindicato, además de un formulario para enviar a la administración de la Seguridad Social informando de su cambio de domicilio. También conservaba algunos viejos recortes de periódico, al parecer sobre Diamond Head. Tal vez la compañía le hacía las veces de la familia que le faltaba como fuente de contacto humano.

Su única pertenencia de algún posible valor era un televisor portátil en blanco y negro. Su antena estaba torcida y uno de los botones roto, pero cuando lo encendí la imagen apareció con una respetable nitidez.

Las ropas de Mitch estaban lo bastante grasientas como para que tuviera que pasar por el cuarto de baño a la vuelta para lavarme las manos. Una ojeada a las toallas me convenció de que era más higiénico secarme con el secador eléctrico.

Un hombre de mediana edad, con una camiseta deshilachada y pantalón corto, estaba esperando en la puerta del baño. Me echó una mirada hambrienta.

– Ya era hora de que esa vieja furcia nos trajera a alguien como tú, bombón. Alegras la vista. Alegras la vista, ¡ya lo creo!

Se frotó contra mí al pasar junto a él. Perdí pie y le asesté una patada en su pierna desnuda para recobrar el equilibrio. Sentí su mirada hostil en la nuca todo el rato mientras bajaba. Otra detective más competente hubiera aprovechado la oportunidad para preguntarle sobre Mitch Kruger.

La señora Polter no dijo nada cuando le di las gracias por dejarme entrar, pero mientras bajaba los escalones me gritó:

– Recuerda, esa habitación está pagada sólo hasta el domingo por la noche. Después más vale que el viejo venga a recoger sus bártulos.

Me detuve a reflexionar. El señor Contreras no querría volver a tener a su viejo amigo en el sofá del salón. Y, pensándolo bien, yo tampoco. Volví a subir los escalones y le di cincuenta dólares. Desaparecieron detrás del imperdible de su escote, pero no dijo nada. Ahora me quedaban diez dólares del anticipo del señor Contreras para recorrer los bares del barrio Sur.

Al llegar abajo detuve al cabecilla del trío de ciclistas.

– Estoy buscando a un viejo que salió de aquí el lunes por la tarde. Un blanco, con mucho pelo gris, sin peinar, panzón, probablemente con tirantes y un viejo par de pantalones de trabajo. ¿Recordáis en qué dirección se fue?

– ¿Es un amigo suyo, señorita?

– Es… es mi tío -supuse que esa panda no contestaría con mucho agrado a un detective.

– ¿Cuánto vale para usté encontrarlo?

Hice una mueca.

– No demasiado. Tal vez diez pavos.

– ¡Ahí llega precisamente! -uno de los otros dos chicos saltó con la bici al bordillo, excitado-. ¡Justo detrás de usté, seño!

Sujetando firmemente mi bolso giré la cabeza. El chiquillo tenía razón. Un hombre mayor, blanco, con espeso pelo gris y una barriga prominente se acercaba a nosotros dando traspiés. De hecho, otro estaba saliendo de la taberna de Tessie, al otro lado de la calle. Probablemente había mil hombres parecidos a Mitch vagando por esa franja de tres kilómetros entre Ashland y Western. Mis hombros se hundieron ante esa perspectiva. Me di media vuelta para cruzar la calle.

– ¡Eh, seño! ¿Y esa pasta? -de repente el trío me rodeó con sus bicicletas.

– Bueno, ése no era mi tío. Pero se le parece, así que supongo que eso vale cinco pavos.

Extraje de mi bolso un billete de cinco sin sacar el monedero. No me gustaba imitar la desconfianza de la señora Polter, pero me tenían rodeada.

– Ha dicho diez -me acusó el cabecilla.

– Tómalo o déjalo -le miré fríamente, con los brazos en jarras. No sé si fue la dureza de mi expresión o el brusco movimiento de la señora Polter con su extintor, pero las bicicletas se separaron. Me alejé despacio por la calle, sin mirar atrás, hasta llegar a la puerta de la taberna de Tessie. Se habían marchado en dirección a Ashland, presumiblemente para gastarse mi espléndida dádiva.

Diamante en bruto

La tasca de Tessie era un pequeño y estrecho local con tres mesas de aglomerado y una barra a la que podían sentarse ocho o nueve personas. Dos hombres con polvorientas camisas de trabajo estaban sentados codo a codo junto a la barra. Uno tenía las mangas remangadas y mostraba unos brazos del tamaño de los pilares de la autovía. Ninguno de los dos me miró cuando entré en el bar, pero una mujer de mediana edad que me daba la espalda, fregando vasos, se volvió hacia mí. Tenía alguna especie de radar que le avisaba cuando entraba un cliente.

– ¿Qué puedo hacer por ti, cielo? -su voz era como su rostro, clara y agradable.

– Me tomaré una caña -me encaramé a un taburete. La cerveza no es mi bebida favorita, pero no se puede andar recorriendo bares a base de whisky, y los taberneros no se muestran muy elocuentes con los fanáticos del club de la soda.

El hombre en mangas de camisa terminó su cerveza y dijo:

– Lo mismo para mí, Tessie.

Sacó dos cervezas más, llenó un par de vasos y los colocó frente a los hombres. Echó los vacíos al fregadero y los fregó vigorosamente, colocándolos luego en un estante bajo las botellas, frente a ella. Tres hombres entraron y la saludaron por su nombre.

– ¿Lo de siempre, muchachos? -preguntó, cogiendo unas jarras limpias. Se llevaron las cervezas a una de las mesas de aglomerado y Tessie cogió el Sun-Times.