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Eso había sucedido dos meses atrás. Ahora ya estaba más o menos resignada al destino de Peppy, pero me aliviaba ver que parecía estar preparando su camada en el primer piso. El señor Contreras refunfuñaba por los periódicos que había desmenuzado en el lugar elegido, detrás del diván, pero yo sabía que se habría sentido insoportablemente ofendido si hubiese decidido que su madriguera estaba en mi apartamento.

Ya a punto de salir de cuentas, pasaba casi todo el tiempo dentro de casa con él, pero el día anterior el señor Contreras había ido a una velada de juego que organizaba su vieja parroquia. Había estado enfrascado en su organización durante seis meses y no quería perdérsela, y aun así me llamó dos veces para cerciorarse de que Peppy no estaba de parto, y una vez más a medianoche para comprobar que tenía el número de teléfono del salón que habían alquilado. Esa tercera llamada fue la que me llenó de malicioso júbilo al pensar que ella se las arreglaría para despertarle antes de las seis.

Resplandecía el sol de junio, pero a primeras horas de la mañana el aire era aún lo bastante fresco para que se me helaran los pies sobre el suelo del vestíbulo. Volví adentro sin esperar a que el viejo se levantara. Seguí oyendo los ladridos sofocados de Peppy mientras me quitaba el pantalón corto y volvía a meterme en la cama. Mi pierna desnuda notó una zona mojada en la sábana. Sangre. No podía ser mía, así que tenía que ser de la perra.

Volví a ponerme el pantalón y marqué el número del señor Contreras. Ya tenía puestos los calcetines y las zapatillas de deporte, cuando por fin contestó, con la voz tan ronca que resultaba irreconocible.

– Usted y sus amigos debieron de pasárselo muy bien anoche -le espeté-. Pero más vale que se levante y se enfrente a un nuevo día: está a punto de volver a ser abuelo.

– ¿Quién es? -dijo con voz áspera-. Si se trata de una broma, debería tener algo mejor que hacer que llamar a estas horas de la madrugada y…

– Soy yo -le interrumpí-. V. I. Warshawski. Su vecina de arriba, ¿recuerda? Pues bien, su perrita Peppy ha estado ladrando como una loca delante de su puerta durante los últimos diez minutos. Creo que quiere entrar y parir unos cachorritos.

– ¡Oh, oh! Eres tú, pequeña. ¿Qué es eso de la perra? Está ladrando delante de mi puerta trasera. ¿Cuánto tiempo la has dejado fuera? No deberías dejarla fuera ladrando cuando el momento está tan cerca; podría coger un resfriado, ya sabes.

Me tragué varias observaciones sarcásticas.

– Acabo de encontrar unas manchas de sangre en mi cama. Puede que esté a punto de parir. Bajo enseguida a ayudarle a preparar las cosas.

El señor Contreras se enfrascó en un complicado rosario de instrucciones respecto a la ropa que debía ponerme. Me pareció tan sin sentido que colgué sin más ceremonia y salí.

El veterinario había dejado muy claro que Peppy no necesitaba ninguna ayuda para parir. Si nos entrometíamos en su parto o cogíamos a los primeros recién nacidos podíamos provocarle suficiente ansiedad como para imposibilitarle seguir por sí sola. No confiaba en que el señor Contreras lo recordara con la excitación del momento.

El viejo estaba a punto de cerrar la puerta detrás de Peppy cuando llegué al descansillo. Me lanzó una mirada hostil a través del cristal y desapareció un instante. Cuando por fin volvió a abrir la puerta me tendió una vieja camisa de trabajo.

– Ponte esto antes de entrar.

Aparté la camisa.

– Ésta es mi sudadera vieja, no me preocupa que se manche.

– Y a mí no me preocupa tu jodido guardarropa. Lo que me preocupa es lo que llevas debajo. O más bien lo que no llevas.

Le miré con asombro.

– ¿Desde cuándo tengo que ponerme un sostén para atender a la perra?

Su rostro curtido se volvió escarlata intenso. La simple idea de cualquier prenda interior femenina le azora, no digamos ya oír su nombre en voz alta.

– No es por la perra -dijo con agitación-. He intentado decírtelo por teléfono, pero me has colgado. Sé cómo te gusta andar por la casa, y a mí no me molesta mientras seas decente, cosa que en términos generales eres, pero no todo el mundo piensa igual. Eso es un hecho.

– ¿Cree que a la perra le importa? -mi voz subió de tono-. ¿A quién puñetas le importa, entonces? Ah, se trajo a alguien anoche del garito de juego. Bien, bien. Una noche completa para usted, ¿eh? -no suelo ser tan vulgar respecto a la vida privada de los demás, pero sentí que le debía al viejo una pulla o dos después de todo su cotilleo sobre mis visitantes varones de los últimos tres años.

Su color caoba se acentuó.

– No es lo que piensas, pequeña. No es eso en absoluto. De hecho, es un viejo amigote mío, Mitch Kruger. Lo ha tenido crudo para ir tirando desde que él y yo nos jubilamos, y ahora le acaban de dar la patada, así que anoche vino a casa a llorar sobre mi hombro. Claro que, como yo le dije, ahora no tendría que preocuparse por su alquiler si no se lo hubiese gastado antes en bebida. Pero eso no viene al caso. La cosa es que siempre ha tenido la mano buscona, no sé si me entiendes.

– Entiendo exactamente lo que quiere decir -repuse-. Y prometo que si el tipo se enciende con mis encantos le disuadiré sin romperle el brazo, por consideración a nuestra amistad y a su edad. Y ahora aparte esa camisa y déjeme ver cómo está Su Alteza Canina.

No le encantaba la idea, pero me dejó entrar a regañadientes en el apartamento. Como el mío, tenía cuatro habitaciones distribuidas como vagones de mercancías. La cocina daba al comedor y éste a un pequeño vestíbulo que daba acceso al dormitorio, al cuarto de baño y al cuarto de estar.

Mitch Kruger roncaba con fuerza en el diván del salón, con la mandíbula descolgada bajo una nariz bulbosa. Tenía un brazo caído a un lado y la punta de sus dedos descansaba en el suelo. La línea superior del espeso vello gris de su pecho asomaba por encima de la manta.

Ignorándole como mejor pude, me acuclillé junto al sofá, bajo la sombra de sus malolientes calcetines, y miré detrás buscando a Peppy. Estaba acostada de lado en medio de un montón de periódicos. Se había pasado gran parte de los últimos días arrugándolos para construirse un nido encima de las mantas que el señor Contreras había doblado para ella. Al verme volvió la cabeza hacia el otro lado, pero sacudió una vez la cola, débilmente, para mostrarme que no había hostilidad.

Me levanté.

– Creo que está bien. Voy arriba a hacer café. Volveré dentro de un ratito. Pero recuerde que tiene que dejarla sola, nada de meterse ahí detrás e intentar acariciarla y esas cosas.

– No tienes que decirme lo que tengo que hacer con la perra -se indignó el viejo-. Creo que oí al veterinario tan bien como tú; mejor incluso, ya que la llevé para un chequeo mientras tú estabas fuera haciendo quién sabe qué.

Le hice una mueca.

– Está bien, me doy por enterada. No sé qué tal le sentará el zumbido de sierra de su amigote, pero a mí me quitaría el apetito.

– Si no está comiendo -empezó a decir, y luego su cara se iluminó-. Ah, ya caigo. Sí, le cambiaré al dormitorio. Pero no quiero que estés aquí mirando mientras lo hago.

Torcí el gesto.

– Yo tampoco -no creía poder aguantar la visión de lo que podía haber bajo la franja de vello grasiento.

Una vez en mi casa, me sentí de pronto demasiado cansada para ponerme a hacer café, y dejé que la expectante ansiedad paternal del señor Contreras se apaciguara por sí misma. Saqué la sábana ensangrentada de la cama, me quité las zapatillas de correr y me tumbé.

Eran casi las nueve cuando volví a despertarme. A excepción del piar de los pájaros, deseosos de acompañar a Peppy en su maternidad, el mundo exterior estaba en calma, uno de esos raros remansos de silencio urbano que proporcionan al habitante de la ciudad una sensación de paz. Me impregné de él hasta que un chirrido de frenos y unos furiosos bocinazos rompieron el encanto. Gritos irritados: otra colisión en la avenida Racine.