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Lo único que deseaba era un baño y una copa, y la victoria de los Cubs, y no una noche de interrogatorios. ¿Por qué te haces esto a ti misma?, inquiría una voz en mi cabeza mientras la señora Hellstrom me detallaba las biografías de los Tertz, de los Olsen y de los Singer. Desde luego, no podía criticar a Carol por quedarse en casa a cuidar del primo Guillermo si yo iba a pasarme la vida cuidando los perros de una vieja antipática con la que no tenía el menor vínculo.

– Está bien. Voy a reconocer el terreno y le avisaré si alguien me informa de algo.

Regresé con ella calle arriba. La señora Hellstrom seguía preocupada por los ladrones, por lo que iban a decir sus hijas, y por lo que iba a pensar el señor Hellstrom, pero yo no le prestaba atención realmente.

Perro mordido por un hombre

Probé suerte primero con los Olsen, ya que vivían directamente detrás de la señora Frizell y podían haber advertido a alguien que entrase por su puerta trasera. Desgraciadamente, habían estado viendo la tele en su salón por la mañana. Advertí la desilusión en sus caras -se habían perdido el espectáculo de un drama real desde primera fila, quizá unos ladrones saqueando a una vecina que no les importaba demasiado-, pero no podían decirme nada.

Después fui a ver a los Tertz. Su casa con entramado de madera, que daba al este de la avenida Racine, frente a la de la señora Frizell, estaba encajada entre la de los Pichea y otra casa reformada. Las volutas esmeradamente pintadas a ambos lados le daban a la casa de los Tertz un aspecto un poco cutre, pero el césped estaba primorosamente cuidado, con unos cuantos capullos de rosas tempranas.

La señora Tertz debía de tener unos setenta años. Iniciamos la conversación a gritos a través de su puerta atrancada hasta que estuvo convencida de que no tenía intenciones agresivas.

– ¡Ah, sí!, la he visto por la calle. Usted tiene ese gran perro rojo, ¿verdad? Es que nunca la había visto de cerca, por eso no reconocía su cara. Le ha estado ayudando a Marjorie a cuidar los perros de la señora Frizell, ¿verdad?

No había oído antes el nombre de pila de la señora Hellstrom. Contuve su nerviosa cháchara de diez minutos, reduciéndola a unas cuantas frases.

– Por eso me preguntaba si usted habría visto a alguien entrar en la casa mientras ella no estaba.

– Sí, sí, claro, pero no eran ladrones. ¿Por quién me ha tomado Marjorie? ¿Cree que iba a dejar entrar a unos ladrones, aunque fuera en casa de Hattie Frizell, sin llamar a la policía? No, no, estaban con empleados del condado, lo vi escrito en la camioneta Control de Animales del Condado de Cook. Estaba convencida de que Marjorie estaba al tanto de todo. Vinieron a eso de las once, junto con la chica de al lado -apuntó con la cabeza en dirección a la casa de los Pichea-. Chrissie, se llama, Chrissie Pichea, fue la que los hizo entrar.

– ¿Chrissie Pichea? -repetí estúpidamente.

– Sí, eso. Viene mucho de visita -la señora Tertz sonrió un poco-. Creo que está haciendo mucho por los ancianos. Pero yo no me lo tomo a mal, lo hace con buena intención, aunque mi marido y yo podamos perfectamente ocuparnos de nuestros propios asuntos. A él le irrita, sabe, la idea de que sólo porque el reloj ha marcado más horas para nosotros, de repente nos volvemos incapaces a los ojos de alguna gente. Por eso no suelo decírselo cuando ella se pasa por aquí. Pero sabía que no entraría en casa de Hattie si no fuese con intención de ayudar, así que volví a mis propios quehaceres.

Me quedé mirándola sin verla, escuchando apenas su monólogo. ¿Que Chrissie Pichea había entrado con los de control de animales? ¿Cómo había conseguido unas llaves? A esas alturas, la pregunta era irrelevante. Simplemente ella y Todd me habían ganado por la mano. De alguna manera se habían cerciorado de que yo estaba fuera, y habían acudido a la perrera del condado para que se llevaran a los perros de la señora Frizell.

Dejé a la señora Tertz con la palabra en la boca y pisoteé algunas zinnias al entrar a toda prisa en el jardín de los Pichea. El dedo me temblaba al pulsar su bruñido timbre de latón. Todd Pichea salió a la puerta.

– Ah, eres tú -una leve sonrisa afectada revoloteó sobre sus labios, pero parecía algo incómodo, con los puños apretados dentro de los bolsillos de su pantalón de lino.

– Sí, soy yo. Con nueve horas de retraso, pero sin soltar la pista. ¿Cómo habéis conseguido tú y tu mujer una llave de la puerta de la señora Frizell? ¿Y quién os ha dado derecho a traer a los de la perrera para que se lleven a sus perros?

– ¿Y a ti qué te importa?

– Me importa mucho, a partir del momento en que viniste a mi edificio la otra noche. ¿Cómo has conseguido la llave?

– Lo mismo que tú: yo mismo cogí una que había en el cuarto de estar. Y tengo mucho más derecho sobre lo que pasa en esa casa que tú. Mucho más derecho -osciló hacia delante sobre sus pies tratando de intimidarme.

Yo avancé en lugar de retroceder, y me planté casi tocando su nariz con la mía.

– Tú no tienes ningún derecho de ningún tipo, Pichea. Voy a llamar al condado y luego voy a llamar a la policía. Por muy abogado que seas, estarán encantados de arrestarte por allanamiento.

La sonrisa satisfecha se acentuó más.

– Hazlo, Warshawski. Vete a tu casa y hazlo, o mejor aún, entra aquí. Me encantaría ver la vergüenza pintada en esa cara tan santurrona. Quiero estar en primera fila para verte cuando aparezcan los maderos.

Chrissie asomó detrás de él, con unos vaqueros pegados a la piel que revelaban sus torneados muslos.

– ¿Qué pasa, Todd? Oh, es esa metomentodo del barrio. ¿Le has dicho que hemos sido nombrados tutores?

– ¿Tutores? -mi voz se elevó media octava-. ¿Quién ha sido el demente que te ha nombrado tutor de la señora Frizell?

– Llamé al hijo el martes por la mañana. Se alegró de poder confiar el cuidado de su madre a un abogado competente. Ella no es capaz de asumir sus propios asuntos, y nosotros…

– Ella no tiene ningún fallo mental. Sólo porque ha elegido vivir de forma diferente que en Yupilandia…

Me interrumpió a su vez.

– El tribunal no piensa lo mismo. Tuvimos una vista urgente ayer. Y la gente de los servicios de emergencia del municipio estaba de acuerdo en que esos perros constituían una amenaza para la salud de la señora Frizell. Eso en caso de que pueda alguna vez volver a vivir en su casa.

Mi impulso por aplastarle la cara era tan fuerte que aparté el puño justo antes de aporrearle.

– Muy lista, Warshawski. No sé qué contactos tendrás en la policía, pero no creo que te soltaran con un cargo de agresión -estaba un poco pálido y respiraba fuerte, pero se controlaba.

Di media vuelta sin decir nada. Me sentía vencida. No iba a empeorarlo escupiéndole una inútil bravata.

– Que pases buena noche, Warshawski -la voz burlona de Todd me siguió por la senda.

¿Cómo había podido hacer eso? Sólo tenía una vaga idea de cómo funcionaba el tribunal de tutelas en el condado de Cook. La única experiencia legal que había tenido era en lo criminal, no en lo civil, aunque algunos de mis clientes tenían hijos cuya custodia habíamos tenido que establecer. ¿Es que se podía simplemente acudir al juez testamentario y conseguir la tutela de cualquiera? La señora Frizell no estaba trastornada ni senil, sólo era antipática y solitaria. ¿O había sido su hijo? -con la rabia que tenía no podía recordar su nombre-. ¿Todo lo que tenía que hacer era llamar a alguien y delegar en él la responsabilidad sobre su madre? Eso no podía ser así.