La indignación me había agarrotado tanto los músculos del cuello que cuando llegué a mi puerta estaba temblando violentamente. Me serví un generoso whisky y empecé a llenar la bañera. Mientras Johnnie Walker aplicaba su magia a mis entumecidos hombros, llamé a la oficina de control de animales. El hombre que me contestó era amable, incluso amistoso, pero después de tenerme en espera durante diez minutos, me dijo excusándose que los perros de la señora Frizell ya habían sido sacrificados.
Me imaginé a la señora Frizell, con su escaso pelo gris esparcido sobre la almohada del hospital, volviendo la cara hacia la pared y muriendo al enterarse de que sus queridos perros estaban muertos. Volví a oír su ronco murmullo llamando a Bruce y la promesa de la señora Hellstrom de que cuidaría de sus perros. No me había sentido tan impotente desde el día en que Tony me dijo que Gabriella iba a morir.
El sonido del agua salpicando sobre las baldosas me devolvió la conciencia con un sobresalto. La bañera se había desbordado mientras yo me sumía en el estupor. Tuve la tentación de dejar que el agua buscara su propia salida, sobre todo porque al fin y al cabo esa salida sería por el techo de Vinnie Buttone, pero me obligué a coger una fregona y un cubo para secarla. Para entonces el agua de la bañera estaba tibia y el depósito del agua caliente vacío. Di un berrido de frustración y arrojé al suelo el vaso de whisky.
– Muy lista, V. I. -me dije en voz alta mientras me arrodillaba a recoger los pedazos-. Ya has demostrado que puedes destruirte a ti misma si te enfureces lo suficiente, ahora piensa algo que puedas hacerle a Todd Pichea.
Cuando terminé de recoger los cristales y de limpiar el whisky, encendí la luz del salón y busqué Todd Pichea en la guía de teléfonos. Su número personal no figuraba, pero sí el de su oficina, en una dirección de La Salle norte que yo conocía.
Busqué por el salón mi agenda personal de direcciones, que por lo general estaba sepultada bajo otros papeles en la mesita baja. En mi frenesí de limpieza de esa mañana había recogido las cosas tan enérgicamente que no podía encontrarla. Después de una búsqueda de media hora por todos los cajones de la casa, descubrí la agenda dentro del taburete del piano. Verdaderamente, era una pérdida de tiempo limpiar.
Marqué el número privado de Yarborough en Oak Brook. Contestó él mismo al teléfono.
– Hola, Dick. ¿Cómo estás?… Soy yo, la buena de tu ex mujer, Vic -añadí cuando tuve claro que no había reconocido mi voz.
– ¡Vic! ¿Qué quieres? -parecía asombrado, pero no activamente hostil.
Mis conversaciones normales con él empezaban con una pequeña y aguda pulla, pero esa noche estaba demasiado furiosa para las agudezas.
– ¿Conoces a un tipo llamado Todd Pichea?
– ¿Pichea? Puede ser. ¿Por qué?
– El que yo conozco vive en la acera de enfrente de mi calle. Más o menos uno ochenta, unos treinta años, pelo castaño, cara cuadrada -mi voz se fue apagando: no se me ocurría otra manera de describir a Todd que pudiese distinguirle de otros diez mil jóvenes profesionales.
– ¿Y…?
– Parece que su oficina tiene la misma dirección que la tuya. Pensé que tal vez era uno de tus jóvenes y ardientes abogados deseosos de trepar.
– Sí, creo que tenemos un socio que se llama así -Dick no estaba dispuesto a facilitarme nada por las buenas.
No había reflexionado sobre esa llamada antes de hacerla. Igual que todo lo demás que había hecho esa noche, desde llamar a la puerta de los Pichea hasta romper un vaso de whisky, había sido impulsiva, y quizá estúpida. Me arrojaba de cabeza, como si estuviese debatiéndome en arenas movedizas.
– Se ha metido en cierto asunto legal extra. Extraterrestre, diría yo: hacerse tutor de una anciana del barrio que está en el hospital, y ha hecho que el condado se llevara a sus cinco perros y los sacrificara.
– Eso no es exactamente asunto mío, Vic, y no veo en qué te atañe a ti. Ahora, si quieres disculparme, esta noche vamos a salir.
– La cuestión es, Dick -me apresuré a añadir, antes de que pudiese colgar-, que esa mujer es cliente mía. Voy a encargarme de una investigación sobre la acción que ha emprendido Pichea para conseguir su tutela. Y si ocurre algo, bueno, digamos anormal, quiero decir que todo ha ocurrido muy, muy rápido, pues saldrá en la prensa. Sólo quería que lo supieras. Y que te prepares para recibir llamadas, y a los de la tele, y todo ese rollo. Y tal vez que adviertas a tus cachorros que no dejen que su entusiasmo desborde su buen juicio legal, o algo por el estilo.
– ¿Por qué tienes que arremeter constantemente contra mí como un camión de carga? ¿Por qué no me llamas sólo para saludarme? ¿O por qué no dejas de llamarme?
– Dick, ésta es una llamada amistosa -le dije en tono de reproche-. Intento evitar que te cojan a traición.
Me pareció oír chirriar sus dientes, pero quizá fuesen ilusiones que yo me hacía.
– ¿Cómo se llama la anciana?
– Frizell. Harriet Frizell.
– Está bien, Vic, tomo nota. Ahora tengo que irme. No vuelvas a llamarme a no ser que quieras comprar entradas para la próxima gala benéfica que estamos patrocinando. E incluso para eso, preferiría que hablaras con mi secretaria.
– Yo también me he alegrado de hablar contigo. Dale un abrazo a Teri.
El golpe de su receptor me atronó el oído. Colgué, preguntándome qué acababa de hacer y por qué… ¿Así que la señora Frizell era clienta mía? ¿Pero cómo? ¿Más horas de tiempo perdido cuando necesitaba trabajos rentables para comprarme zapatillas de deporte? ¿Y qué esperaba yo que hiciera Dick respecto a Todd Pichea? ¿Que le dijera que yo era un verdadero tigre, que llevase cuidado y que, ya que estaba en ello, les devolviera la vida a esos perros muertos?
Ya eran las nueve. Estaba sucia y cansada, y quería cenar. Un viernes por la noche no podía hacer gran cosa por averiguar las actuaciones de ningún tribunal tutelar. Me aseé un poco con el agua apenas tibia de la bañera y me puse unos pantalones limpios de algodón para poder salir a buscar algo de comer por la avenida Lincoln.
Bienvenida a tu lecho de muerte
Pasé seis horas en la cama, en su mayor parte como una forma de matar el tiempo hasta que fuese de día, ya que no pude dormir. No había querido cargar con la responsabilidad de cuidar de los perros y me había anticipado al señor Contreras antes de que sugiriera que nos los quedáramos. Me había puesto incluso un poco mordaz y condescendiente cuando lo hablé con él. Y ahora estaban muertos. Me esforcé por no imaginarme sus cuerpos tiesos en algún vertedero, o dondequiera que el condado mande a los perros que elimina, pero me sentía enferma, febril, como si yo misma los hubiese puesto junto al paredón y los hubiese fusilado.
En las noches de insomnio parece como si el cielo fuese a permanecer negro para siempre, que sólo durmiendo puede hacer una que aparezca el día. Finalmente debí de amodorrarme durante una hora o dos, porque de repente mi habitación estaba llena de luz. Otra espléndida mañana de junio, el tiempo ideal para contarle a una anciana que sus amados perros están muertos.
Tenía un amigo de la universidad, Steve Logan, que trabajaba de asistente social en el servicio de psiquiatría del hospital del condado de Cook. Solíamos trabajar juntos con frecuencia cuando yo estaba en la oficina del defensor público: él examinaba a mis clientes menos adaptados socialmente. Hubo incluso un año en que creímos estar enamorados. No pudimos corroborarlo, pero el recuerdo de nuestra relación teñía nuestra amistad de cierta calidez.
Desde que nuestros caminos laborales habían dejado de cruzarse, sólo conseguíamos coincidir un par de veces al año, pero probablemente conseguiría que yo pudiese ver a la señora Frizell. Esperé dos largas horas hasta que, a las nueve, me pareció un momento decente para intentar llamarle.