Steve pareció contento de oírme y chasqueó la lengua en ademán de consuelo tras el relato de mis infortunios. Aceptó localizar a la señora Frizell y llevarme a verla si podía encontrarme con él media hora más tarde: era su día libre y lo iba a aprovechar para llevar a sus hijos al zoo.
Me vestí a toda prisa y salí furtivamente sin que me oyera el señor Contreras. Me sentía demasiado deshecha como para contarle lo que había sucedido -y para escuchar sus reproches.
El hospital del condado de Cook está a la entrada del barrio Oeste, nada más salir del paso elevado de Lake Street, entre un hospital de la asociación de veteranos y el presbiteriano de St. Luke. Este último es un enorme hospital privado con los servicios más modernos y un plan de ampliación en proceso que amenaza con engullir a toda la comunidad circundante. El «Prez», como lo llaman los lugareños, no tiene ningún vínculo con el hospital del condado, excepto cuando sus pacientes se quedan sin dinero y tienen que ser expulsados a la calle para que los recojan los contribuyentes.
El del condado había sido erigido a finales de siglo, cuando los edificios públicos tenían que parecerse a templos babilónicos. Después de su creación el público ha declinado otros actos de generosidad. Seguimos invirtiendo más dinero en la cárcel del condado y en los tribunales, construyendo incluso dependencias más grandes para reforzar aún más el cumplimiento de la ley, pero el hospital languidece. Cada seis meses, más o menos, los periódicos dan la voz de alarma diciendo que el hospital perderá su crédito -y el dinero federal- porque el edificio está muy por debajo de las normas, pero entonces los federales se ablandan y la institución sigue adelante a trancas y barrancas. Que los quirófanos no tengan aire acondicionado y que el hospital no tenga sistema de extintores parecen unas razones triviales para privar a los pobres de una de las pocas fuentes de atención sanitaria que subsisten.
Como corolario del Prez y de la Universidad de Illinois, que tiene un campus allí cerca, han surgido un montón de casitas urbanas en las inmediaciones de los hospitales. Aun así, me resistía a dejar el coche en la calle. Mientras entraba en uno de los estacionamientos privados del hospital, me arrepentí de no haberme conformado con un coche más acorde con mis ingresos y con los barrios que visitaba. Si me hubiera conformado con un Chevrolet de segunda mano, podría haberme comprado unas Nikes nuevas.
Había quedado en encontrarme con Steve en la entrada principal de la calle Harrison. Era un extraño vestíbulo, con la estatua de una mujer desnuda y dos niños en un rincón, y un gran cuadrado con tubos de luz azul en el techo. Me pregunté si sería un aparato contra los insectos o tubos de ultravioletas para matar cualquier germen viviente. Si ése era el caso, llevaban perdida la batalla contra la mugre de suelos y paredes.
Había gente dispersa por el vestíbulo comiendo patatas fritas y bebiendo café. La zona de espera, cuyas sillas ocupaban varios huecos, estaba prácticamente vacía. Entre semana todos los asientos están ocupados por los pacientes externos que esperan su turno. El sábado por la mañana sólo un par de borrachos estaban repantigados en las sillas, durmiendo la mona del viernes por la noche. El hospital es un monstruo, construido en forma de E con una altura de siete pisos. Gente sin hogar, echada a patadas del aeropuerto O'Hare, se desliza por las puertas laterales y se arrebuja en los interminables pasillos para pasar la noche.
Mientras esperaba a Steve, un par de corpulentos policías entraron en el vestíbulo con un hombre esposado y con grilletes en los pies. Estaba flaco y tembloroso, una hoja oscilando entre dos ramas, y llevaba la cara cubierta por una mascarilla quirúrgica. La mascarilla resultaba tan incongruente como los grilletes en sus enjutas piernas. ¿Tal vez tenía el bacilo de Koch y les había escupido a los agentes? La tuberculosis también estaba en alza en el condado.
Steve llegó corriendo por el pasillo algo después de las diez, cuando ya había estudiado lo suficiente el dibujo del suelo como para memorizarlo. Llevaba vaqueros y zapatillas de lona; con el pelo lacio y rubio cayéndole sobre los ojos, parecía un anuncio de deportes al aire libre. No podía creer que hubiera seguido trabajando para el condado durante todos esos años sin quemarse el cerebro, pero una vez me dijo que trabajar allí le hacía sentirse real.
Me pasó un brazo alrededor del talle y me besó levemente en la mejilla.
– Siento llegar tarde, Vic. Sólo he querido comprobar si sabíamos algo de tu anciana. Ahora llevamos un atraso de seis meses, por lo que no esperaba nada, pero resulta que hubo alguna vista urgente el jueves.
Hice una mueca.
– Sí, por eso estoy aquí. Tengo un jodido yuppy de vecino que ha conseguido hacerse nombrar tutor de la anciana, y con una precipitación extraña.
Las espesas cejas de Steve desaparecieron bajo su mechón.
– Ésta fue superurgente. Sólo estaba aquí desde el lunes por la noche, ¿no es así? Parece casi indecente. ¿Le deja algo en su testamento?
– La rabia, si se le ocurriera. El chico ha hecho matar a sus perros por la perrera del condado. Su vida giraba bastante en torno a ellos, no sé cómo va a reaccionar cuando se entere de que están muertos.
Steve consultó su reloj.
– Elaine está dando de desayunar a los niños y ayudándoles a vestirse. Déjame llamarla para decirle que llegaré tarde: quiero ver yo mismo a la señora Frizell. Entonces decidiremos la mejor manera de contarle lo de los perros.
Volvimos al otro extremo del vestíbulo. Steve sobrepasa mi metro setenta y dos en cinco o seis pulgadas. Procuraba acortar su paso, pero aún tenía yo que correr para mantenerme a su altura. Abrió bruscamente una puerta y empezó a subir unas escaleras.
– Ascensores: hoy sólo funciona uno en esta parte del edificio. Me temo que tenemos que subir cinco pisos, pero créeme, es mucho más rápido.
Yo jadeaba un poco cuando llegamos a su despacho, pero él no parecía en absoluto falto de aliento. Llamó a su mujer, cogió una tablilla y volvió a cerrar la puerta de un solo movimiento.
– Elaine te manda un abrazo. Ahora bajamos dos pisos y pasamos por el servicio de ortopedia. He llamado a Nelle McDowell, es la enfermera encargada de esa área. Es maja, nos dejará hablar con la señora Frizell.
Nos encontramos con Nelle McDowell en la sala de las enfermeras, un chiribitil al final del pasillo. Alta, negra y robusta, nos saludó a Steve y a mí con la cabeza, pero siguió conversando con dos enfermeras y un asistente. Estaban repasando los recién llegados de esa noche y tratando de repartir la carga de trabajo. Esperamos fuera a que terminaran: el minúsculo cuartito apenas podía contener ya a las cuatro personas que estaban dentro.
Cuando se acabó la reunión, McDowell nos hizo señas de que entráramos. Steve me presentó.
– Vic quiere hablar con Harriet Frizell. ¿Está en condiciones de ver a alguien?
McDowell puso mal gesto.
– No es la persona más coherente de la planta en este momento. ¿Para qué queréis verla?
Volví a contar mi historia, cómo encontramos a la señora Frizell el lunes por la noche, y luego le hablé de Todd Pichea, de los perros, y de por qué me preocupaba. McDowell me miró de arriba abajo como un capitán examinando a un dudoso nuevo subalterno.
– ¿Sabes quién es Bruce, Vic?
– Bruce es, era, el perro favorito de la señora Frizell, un gran labrador negro.
– No para de llamarle a gemidos. Pensé que sería su marido, o quizá su hijo. ¿Pero su perro? -la enfermera jefe frunció los labios y sacudió la cabeza-. No está muy cabal, no contesta a las preguntas y el nombre de ese perro es prácticamente todo lo que ha dicho desde que la trajeron aquí. El lunes por la noche no consiguieron que diera el nombre de ningún familiar, los médicos no tuvieron más remedio que firmar la hoja de autorización en su lugar. Hemos intentado buscar a un tal Bruce Frizell en la ciudad y sus alrededores: si se trata de un perro, eso explica por qué no hemos tenido éxito. Si está muerto, no se lo va a tomar nada bien. Prefiero no decírselo hasta no estar segura de que tiene fuerzas suficientes para sobrevivir.