– Quiero hablar con ella, Nelle -dijo Steve-. Intentar hacer una evaluación. Uno de nuestros chicos estuvo aquí para la vista con el abogado el jueves, pero me gustaría hacerme una idea por mí mismo.
McDowell alzó los brazos al cielo.
– Adelante, Steve. Y lleva contigo a la detective, no tengo inconveniente. Pero no vayas a hacer algo que la ponga frenética. Por si no lo has notado, estamos escasos de personal en esta planta.
Sacó un gráfico con la palabra «Frizell» escrita en un lado.
– Hay algo que tal vez podáis decirme: ¿por qué esas prisas para conseguirle un tutor? Las veces que hemos necesitado a alguno aquí, sólo los trámites para conseguir la vista nos han llevado meses. Y ahora el jueves ya tenemos un tutor ad lítem vivito y coleando, hablando con la anciana sin más formalidades. Avisé a los de seguridad, y le echaron hasta que conseguimos traer a alguien del equipo de psiquiatría, junto con ese chico de tu oficina -señaló a Steve con la cabeza-, pero me mosqueó muchísimo.
Sacudí la cabeza.
– Yo tampoco lo entiendo, excepto que Pichea rabiaba por deshacerse de esos perros. Yo misma hablé con su hijo el lunes por la noche. Vive en California y tenía más o menos el mismo interés por lo que le sucedía a su madre como el que yo tengo por mis cucarachas. Supongo que cuando Pichea le llamó estuvo entusiasmado con poder cargarle a otro el problema de la señora Frizell.
McDowell sacudió la cabeza.
– Aquí nos viene gente con toda clase de problemas, pero no recuerdo a ningún paciente que la familia quisiera endilgar a un extraño, jamás… La señora Frizell está al otro extremo de la sala, la tercera división antes del final. Hazme saber qué te parece, Steve.
Cuando salimos del cuarto de las enfermeras, Steve me explicó que la sala solía ser corrida, pero que habían construido unas separaciones hacía unos cuantos años.
– No es un sistema excelente: los tabiques están tan juntos que no queda sitio para hacer la cama, y los pacientes no tienen posibilidad de llamar la atención de nadie si necesitan ayuda. Pero la junta del condado decide, y nosotros tratamos de apañárnoslas lo mejor que podemos.
Cuando vi a la señora Frizell se me heló la sangre y me sentí palidecer. Incluso el lunes por la noche, tumbada medio desnuda en el suelo del cuarto de baño, seguía pareciendo una persona. Ahora tenía la cabeza ladeada sobre la almohada, con la mirada perdida en el vacío, la boca abierta, y la piel, tirante sobre sus huesos, de un gris pálido. Parecía un cadáver. Sólo sus movimientos inquietos y sin sentido indicaban que aún seguía viva.
Miré temerosamente a Steve. Él sacudió la cabeza, apretando los labios, pero se deslizó entre la cama y el tabique divisorio. Yo me puse del otro lado de la cama.
Me arrodillé junto a la cama. Los ojos de la señora Frizell no parecían fijarse ni en mí ni en Steve.
– ¿Señora Frizell? Soy V. L, Victoria. Su vecina. ¿Cómo se encuentra?
Parecía una pregunta estúpida y me di por recompensada de mi estupidez al no contestarme. Steve me hizo señas de que debía seguir, así que seguí dolorosamente adelante.
– Tengo una perra, ya sabe, esa perdiguera color rojo dorado. Algunas mañanas pasamos por delante de su puerta y a veces hablamos -a veces refunfuñaba contra mí, rectifiqué mentalmente, quizá nunca reparó realmente en mí-. Y fui yo quien la encontré el lunes por la noche. Con Marjorie Hellstrom.
Repetí el nombre un par de veces y me esforcé por seguir hablando, pero no pude resignarme a mencionar a los perros, lo único que podía haber despertado su interés. Las rodillas empezaban a dolerme por el contacto con el suelo frío y duro y sentía la lengua como un badajo peludo. Estaba a punto de levantarme, cuando giró bruscamente sus ojos nublados hacia mí.
– ¿Bruce? -graznó roncamente-. ¿Bruce?
– Sí -dije, forzándome a sonreír-. Conozco a Bruce. Es un perro estupendo.
– Bruce -parecía como si estuviera dando palmaditas en la cama, invitando a un perro inexistente a subirse junto a ella.
– Lo siento -dije-, no dejan entrar a los perros en los hospitales. Pronto se pondrá bien, y entonces podrá volver a casa y estar con él.
– Bruce -volvió a decir, pero parecía tener un poco más de color en la cara. Al cabo de unos segundos se quedó dormida.
Amor filial
Cuando volví al coche eché el asiento hacia atrás todo lo que pude y me derrumbé allí, sin fuerzas. Después de dejar a la señora Frizell había vomitado, como una necesidad espontánea de purgarme de la mentira que había tenido que contarle. Nelle McDowell había mandado a una mujer con una fregona que se negó a dejarme limpiar el desastre en su lugar.
– No te preocupes por eso, cielo, es mi trabajo. Y es bueno ver a alguien que se preocupe lo suficiente por esa pobre anciana como para ponerse mala por ella. Tú consíguete un vaso de agua y levanta un rato las piernas.
Me sentí avergonzada por haber perdido el control delante de Steve y de Nelle McDowell, y rechacé sus ofrecimientos de ayuda.
– Tus hijos van a estar furiosos si les haces esperar mucho más, Steve. Vete a casa, yo estoy bien.
Y estaba bien, o casi. Había perdido el control desde que llamé a la puerta de Todd Pichea la noche anterior. ¿Qué más me daba perderlo un poco más en el hospital del condado de Cook?
Era mediodía cuando por fin me enderecé y puse el coche en marcha. Ya estaba en el barrio Sur, a dos manzanas de Damen; unos cuantos kilómetros más al sur y podría empezar a rastrear los bares cerca de la antigua casa de Mitch Kruger. Pero, sencillamente, no tenía estómago para afrontar más vidas deshechas ese día.
Así que me dirigí al Lago Michigan y seguí hacia el norte, dejando atrás los barrios ricos del extrarradio, donde los jardines particulares ocultan la vista del lago, hasta llegar a campo abierto. Aunque el día estaba despejado y el agua azul y serena, aún estaba demasiado fría para nadar. Había grupos de excursionistas dispersos por la orilla, pero conseguí encontrar un tramo de playa desierta donde pude quitarme la ropa y meterme al agua en ropa interior. Al cabo de unos minutos los pies y las orejas me dolían de frío, pero seguí avanzando hasta que sentí que la cabeza me retumbaba y todo se ponía negro a mi alrededor. Salí a la orilla dando traspiés y me tumbé jadeando en la arena.
Cuando me desperté el sol estaba bajo en el horizonte. Había estado toda la tarde sirviendo de espectáculo para los mirones que pasaban, pero ninguno me había molestado. Me volví a poner el vaquero y la camisa y regresé a la ciudad.
La angustia de haberle fallado a la señora Frizell me produjo esa noche un sueño pesado, demasiado pesado, hasta el punto de que me desperté el domingo ya tarde sintiéndome embotada y sin descansar. El aire de la calle también se había vuelto inesperadamente cargado y turbio, nada bueno para hacer jogging. ¿Treinta y dos grados y bochorno a principios de junio? ¿Sería que el temible efecto invernadero ya estaba afectándonos? ¿Es que iba a tener que trocar mi potente coche por una bicicleta? No me sentí capaz de preocuparme por la señora Frizell, por Mitch Kruger y por el medio ambiente en el mismo fin de semana.
Me tomé una taza de café y me fui en mi potente coche a un polideportivo donde a veces voy a nadar. El domingo es día familiar: la piscina contenía en partes iguales cloro y niños chillones. Me refugié en la sala de pesas y me pasé una aburrida media hora en los aparatos. Ejercitarse en las máquinas es monótono, y los que están en la sala de pesas parecen casi siempre tener todos la mirada de secreta autosatisfacción que una tiene cuando se pavonea frente al espejo: Dios mío, soy tan guapa, con estos fabulosos y desarrollados músculos, que creo que me he enamorado.