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Reflexioné cuidadosamente antes de empezar a escribir:

¿Por qué Todd Pichea, de Crawford, Mead, Wilton y Dunwhittie, estaba tan ansioso por asumir los asuntos legales de Harriet Frizell que llevó con toda urgencia al juez tutelar hasta su misma cama de hospital? ¿Por qué su primera acción, una vez nombrado su tutor legal, fue sacrificar a sus perros? ¿Es que su único objetivo al hacerse cargo de ella era deshacerse de sus perros? ¿O es que tiene también la mira puesta en sus propiedades? ¿Apoya la firma Crawford-Mead la acción de Pichea? Y si así es, ¿por qué? Eso es lo quieren saber las mentes inquietas.

Firmé con mi nombre e hice cinco copias -mi única concesión a la modernidad es una fotocopiadora de despacho. Guardé mi propia copia en una carpeta con la etiqueta FRIZELL, que archivé con los expedientes de mis clientes. Puse otra en un sobre para Murray. Las otras cuatro me propuse llevarlas en persona: tres para la firma de Dick, una para el propio Dick, otra para Todd y la tercera para Leigh Wilton, uno de los socios más antiguos, al que yo conocía. El original lo envié al Chicago Lawyer.

Me dirigí al nuevo edificio en La Salle donde Crawford-Mead había trasladado sus oficinas el año anterior. Era uno de mis favoritos del Loop oeste, con una fachada convexa color ámbar que reflejaba la línea del horizonte al anochecer. No me hubiera importado tener un despacho allí. Estaba en segundo lugar en mi lista de compras, después de un nuevo par de Nikes.

El guardia del vestíbulo estaba mirando el final del partido de los Sox; me hizo señas para que firmara en la hoja de visitantes, pero no se preocupó mucho por lo que hacía, con tal de que no interrumpiera el último saque. Sólo funcionaba un ascensor, con su interior tapizado en naranja pálido para hacer juego con el cristal ámbar de la fachada. Me aspiró hasta el piso treinta, donde me depositó en unos veinte segundos.

Crawford-Mead se había llevado las puertas de madera tallada de su antiguo cuartel general. Nada más ver esas macizas puertas incrustadas en las paredes tapizadas de gris, uno sabía que iba a pagar trescientos dólares la hora por tener el privilegio de susurrar culpables secretos a los sumos sacerdotes que había detrás.

Las puertas estaban cerradas con llave. Sentí la tentación de sacar mi ganzúa y dejar mis mensajes personalmente sobre las mesas de los destinatarios, pero oí voces apagadas al otro extremo, detrás de las puertas. Sin duda alguna eran los nuevos trabajando duro, alimentando a la firma con su sangre, en horas facturables. La puerta no tenía buzón para el correo. Humedecí los bordes de los sobres y los pegué en la puerta, con los nombres de Dick, Todd y Leigh Wilton mecanografiados en negro y subrayados en rojo. Me sentía un poco como Martín Lutero desafiando al papa en Wittenberg.

Las oficinas del Chicago Lawyer estaban cerradas. Después de echar el original en su buzón, pensé que me había ganado una comida de verdad, para variar un poco. Me detuve en un supermercado e hice provisión de fruta, verduras, yogur fresco, comestibles varios y una selección de carne y pollo para el congelador. En la pescadería tenían salmón que parecía fresco. Compré para dos y asé un poco para el señor Contreras en mi minúsculo porche trasero.

Antes de ponerle al corriente de mi búsqueda de Mitch Kruger, tuve que contarle lo de los perros de la señora Frizell. Se puso furioso y triste a la vez.

– Ya sé que no crees que me las pueda arreglar con Peppy, pero ¿por qué no podíamos traernos a los perros aquí? Podían haber estado en el patio de atrás sin molestar a nadie.

Cuando terminó, yo misma me sentía miserable. Debí tomar medidas más acertadas con ellos; sencillamente, no esperaba que Todd Pichea actuara tan rápido, o tan cruelmente.

– Lo siento -fue lo único que acerté a decir-. Cualquiera pensaría que, después de tantos años trabajando con la escoria humana, tenía que haber estado preparada para él y Chrissie. Pero, de alguna forma, una nunca se espera que pase algo así en su propio barrio.

Me dio una palmadita en la mano.

– Sí, pequeña, ya sé. No debería reprochártelo. Es que pienso en esos pobres animales indefensos… y luego uno piensa: demonios, podían haber sido Peppy y sus cachorros… Pero no pretendo machacarte ya más de lo que estás. ¿Qué vas a hacer? Respecto a ese Pichea, me refiero.

Le conté lo que había hecho esa tarde. Se sintió decepcionado, esperaba algo más directo y violento. Al final estuvo de acuerdo en que debíamos movernos con cautela -y dentro de la ley-. Después de unos cuantos vasos de grappa se marchó, sombrío pero no tan indignado como yo temía.

Me había propuesto que mi primer paso el lunes por la mañana sería dejarme caer por el tribunal tutelar, pero antes de que sonara mi despertador ya tenía a Dick al teléfono. Sólo eran las siete y media. Su clara voz chillona de barítono me martilleó los oídos antes de que estuviera lo bastante despierta como para capear su ataque.

– Espera, Dick. Me acabas de despertar. ¿Puedo llamarte dentro de diez minutos?

– No, carajos, desde luego que no. ¿Cómo te atreves a venir a pegar sobres a la puerta de nuestra oficina? ¿Es que nadie te ha contado nunca cómo se manda el correo?

Me enderecé en la cama y me froté los ojos.

– ¡Ah! ¿No tienes nada que objetar contra el contenido, sino contra el pegamento en las sacrosantas puertas de la firma? Enseguida llego con una esponja y las limpio.

– ¡Mierda, claro que tengo que objetar contra el contenido! ¿Cómo te atreves a hacer público de esa manera un asunto totalmente privado? Menos mal que he llegado antes que Leigh y he cogido su copia…

– Tienes suerte de que las llevara en persona -le interrumpí-, podrías haber tenido que afrontar un arresto por obstruir el trabajo de correos, en lugar de un simple cargo de vulgaridad por birlar la correspondencia de los demás.

Hizo caso omiso de mi interrupción.

– He llamado a August Dickerson, del Lawyer. Es un amigo mío, y creo que puedo contar con él para que invalide cualquier mención a los asuntos privados de Todd.

– ¿Por qué no dices simplemente «que suprima»? -le pregunté con irritación-. ¿No has pasado la edad en que necesitas demostrar todos los magníficos términos legales que conoces? Me recuerdas a los internos del noroeste, que llevan siempre puestas sus batas de médico cuando van a comprar a la tienda de enfrente… ¿De veras puedes evitar que el Chicago Lawyer publique mi carta? ¿Y el Herald-Star? ¿Marshall Townley es también tu amigo personal? ¿O es sólo un cliente de Crawford-Mead? -Townley era el editor del periódico.

– Ya sabes que no puedo revelar los nombres de nuestros clientes -rugió.

Mantuve un tono humilde.

– El caso es que también he mandado una copia a un reportero que conozco. Puede que no haga nada con ella por el momento, pero que tú te molestes en evitar que salga en los papeles legales, bueno, eso que es noticia, Dick. Deberías decir a tu secretaria que esté pendiente de una llamada de Murray Ryerson. Y le enviaré por correo otra copia a Leigh Wilton. Tal vez puedas sobornar a la recepcionista para que te la dé a ti cuando llegue.

Las últimas palabras que me dijo no fueron precisamente un juramento de amistad eterna.

¡Apártate, Sísifo!

A partir de ese momento la mañana fue de mal en peor. Al volver de correr me detuve a hablar con la señora Hellstrom. Me di cuenta de que el viernes por la noche estaba tan enfurecida que no le había dicho lo que les había sucedido a los perros. El disgusto la puso locuaz. Se consternó aún más cuando la interrumpí para informarla del estado de la señora Frizell.