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– Tendré que acercarme a verla esta mañana. Al señor Hellstrom no le gusta que tenga nada que ver con ella, en cierta forma es una vecina antipática, pero hemos pasado mucho juntas. No puedo dejarla pudrirse allí.

– Las enfermeras no quieren que se le diga lo de los perros hasta que no esté más fuerte -le advertí.

– Como si fuera capaz de hacer algo tan cruel. Pero ese señor Pichea, ¿está segura de que no lo va a hacer él?

Otra preocupación más. Al pasar por casa para ducharme y desayunar llamé a Nelle McDowell, la jefa de enfermeras de la sala de ortopedia de mujeres. Cuando le expliqué la situación, y le pedí que por favor no dejara pasar a ninguno de los Pichea a ver a la señora Frizell, soltó una carcajada sarcástica.

– No es que no le dé la razón. Estoy totalmente de acuerdo. Pero resulta que estamos faltos de personal aquí. Y él es el tutor legal de esa señora. Si viene a visitarla, no puedo impedírselo.

– Voy a acercarme esta mañana al tribunal tutelar para ver lo que puedo hacer para impugnar esa decisión de tutela.

– Adelante, señorita Warshawski. Pero tengo que advertirle que la señora Frizell no tiene toda su capacidad mental. Aunque consiga que se realice otra vista como es debido, en vez de esa pantomima de la semana pasada, nadie va a creer que pueda cuidar de sí misma.

– Sí, sí -colgué malhumorada. La única persona con derecho legal a protestar era Byron Frizell, y él había aprobado la designación de Pichea. Me acerqué al centro hasta el Instituto Daley, donde están situados los juzgados de lo civil, pero no me sentía optimista.

El tribunal tutelar estuvo lejos de solidarizarse con mis investigaciones. Un auxiliar del fiscal del Estado, que estaría aún en la liga infantil cuando yo estudiaba derecho, me recibió con la hostilidad típica de los burócratas cuando se cuestionan sus actuaciones. Con una arrogante inclinación de barbilla, me informó de que la vista para la tutela de la señora Frizell había seguido «los procedimientos correctos». El único fundamento para impugnar la tutela de Pichea -sobre todo teniendo en cuenta que Byron le apoyaba- sería una prueba incontrovertible de que estaba despojándola de sus bienes.

– Para entonces ya estará muerta y no importará nada lo que él haga con sus bienes -le increpé con ferocidad.

El fiscal alzó desdeñosamente las cejas.

– Si encuentra alguna prueba que cuestione la probidad del señor Pichea, vuelva a verme. Pero tendré que informarle a él de sus pesquisas; en tanto que tutor, necesita saber quién se interesa por la cuestión de su tutela.

Sentí que se me saltaban los ojos de frustración, pero hice un esfuerzo por poner en mis labios una sonrisa afable.

– Me alegraré de que Pichea sepa que estoy interesada. De hecho, puede decirle que voy a estar más pegada a él que sus calzoncillos. Siempre existe la remota posibilidad de que eso le inste a mantenerse honesto.

Para terminar de malgastar la mañana, me detuve al otro lado de la calle, en el departamento municipal de Servicios Humanos, para averiguar por qué habían determinado que los perros de la señora Frizell constituían una amenaza para su salud. Los burócratas de allí no eran tan hostiles como los del tribunal tutelar, eran simplemente apáticos. Cuando me identifiqué como abogada interesada en los asuntos de la señora Frizell, buscaron el expediente que había sido abierto por los Servicios de Emergencia cuando los sanitarios se la llevaron el lunes anterior. Al parecer, el señor Contreras no había fregado suficientemente bien el vestíbulo: una de las camilleras había pisado «materia fecal», como la llamaba el informe, al cruzar la puerta.

– Eso fue sólo porque la señora Frizell había estado inconsciente durante veinticuatro horas. No pudo sacar a los perros. El resto de la casa estaba limpio.

– El resto de la casa estaba inmundo, según nuestro informe -dijo la mujer tras el mostrador.

Me sofoqué.

– Porque últimamente no había pasado el aspirador. Los perros sólo se habían ensuciado junto a la puerta. Era muy concienzuda para sacarlos.

– Eso no es lo que dice nuestro informe.

Seguimos forcejeando un rato, pero no pude convencerla. La impotencia me estaba poniendo furiosa, pero con gritarle obscenidades sólo podía perjudicar mi causa. Finalmente conseguí que la mujer me diera el nombre del funcionario que había redactado el parte, pero a esas alturas ya no tenía objeto buscarle.

Mientras atravesaba el Loop en dirección a mi oficina me preguntaba si podría incoar un proceso por varios millones de dólares contra Pichea y el municipio a favor de la señora Frizell. El problema era que yo no tenía ni voz ni voto. Mi mejor baza sería descubrirles algo realmente repugnante a Todd y Chrissie. Aparte de su personalidad, claro -algo que le repugnara a un juez y a un jurado.

Tom Czarnik me estaba esperando en el vestíbulo del edificio Pulteney. Ese día iba sin afeitar. Con su rasposa barbilla y sus irritados ojos rojos, parecía un extra de Rebelión a bordo.

– ¿Ha estado aquí el sábado? -inquirió.

Sonreí.

– Pago mi alquiler. Puedo entrar y salir cuando me plazca sin su permiso.

– Alguien ha dejado abierta la puerta de la escalera. Sabía que tenía que ser usted.

– ¿Ha seguido mis huellas en la capa de polvo? Tal vez podría contratarle, no me vendría mal un asistente con vista aguzada -me volví hacia el ascensor-. ¿Funciona hoy la máquina? ¿O vuelvo a utilizar las escaleras?

– Se lo advierto, Warshawski. Si interfiere en la seguridad del inmueble tendré que dar parte a los dueños.

Pulsé el botón de llamada del ascensor.

– Si se deshace de un inquilino que paga su alquiler, lo más probable es que le linchen a usted.

La mitad de las oficinas del edificio Pulteney estaban vacías en esos tiempos, la gente que podía pagar esos alquileres se mudaba al norte, a edificios más nuevos.

El ascensor se detuvo con un crujido en la planta baja y me subí. El chirrido de las puertas al cerrarse cubrió el último taco de Czarnik. Cuando paramos en seco en el cuarto piso descubrí su venganza bastante infanticlass="underline" había utilizado su llave maestra para abrir mi puerta, manteniéndola abierta con una pesa de hierro.

Llamé a mi servicio de contestación de llamadas y me enteré de que Murray me había devuelto la mía. Max Loewenthal también había telefoneado, para preguntar si quería pasar por su casa a tomar unas copas esa noche. Su hijo y Or' Nivitsky salían para Europa por la mañana. Y tenía un mensaje de una compañía de Schaumburg que quería saber quién estaba filtrando sus secretos de fabricación a la competencia.

Llamé a Max aceptando con gusto. La serenidad de su casa en Evanston representaría un alivio muy de agradecer después de las casas y la gente que había estado viendo últimamente. Telefoneé al equipo de Schaumburg y quedé en ver a su vicepresidente administrativo a las dos. Y pillé a Murray en su despacho. Consintió en encontrarse conmigo para tomar un sándwich cerca del periódico, pero no estaba entusiasmado por mi historia.

Lucy Moynihan, dueña y encargada del Carl's, nos cogió del brazo a la entrada y nos condujo a una de las mesas que reserva para los habituales. Se crió en Detroit y es una hincha irrecuperable de los Tigers, así que tuve que esperar a que ella y Murray terminaran de desmenuzar el partido del día anterior para poder hablarle de la señora Frizell y sus perros.

– Es triste, Vic, pero eso no es una noticia -dijo Murray con la boca llena de hamburguesa-. No puedo llevarle eso a mi editor. Lo primero que querrá saber es hasta dónde estás influida por tu odio a Yarborough.

– Dick no tiene nada que ver en esto. Excepto que él y Pichea trabajan en el mismo bufete de abogados. ¿No te parece interesante que quiera convencer al Chicago Lawyer de que no publique mi carta?