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Me levanté y fui a la cocina a hacer café. Cuando me trasladé aquí, hace cinco años, éste era un tranquilo vecindario de currantes, lo cual significaba que yo podía permitírmelo. Ahora había sido atacado por la fiebre de la rehabilitación. Mientras los alquileres se triplicaban, el tráfico se había cuadruplicado y elegantes boutiques surgían para satisfacer los delicados apetitos de la gente bien. Ojalá fuese un BMW la víctima del choque, y no mi propio y querido Pontiac.

Pasé por alto mis tablas de ejercicios, de todas formas no iba a tener tiempo de correr. Pertrechándome concienzudamente de un sostén, me puse otra vez mis vaqueros cortados y mi sudadera y volví a la maternidad.

El señor Contreras salió a la puerta más rápido de lo que esperaba. Su gesto preocupado me hizo pensar si no debería subir por el carnet de conducir y las llaves del coche.

– No ha hecho nada, pequeña. No sé… He llamado al veterinario, pero el doctor no llega hasta las diez los sábados y me dijeron que no era una urgencia, que no podían darme su número particular. ¿Crees que podrías llamar y convencerlos?

Sonreí para mis adentros. Una auténtica concesión: el viejo pensaba que había una situación en la que yo podía desenvolverme mejor que él.

– Déjeme verla primero.

Mientras atravesábamos el comedor oí los ronquidos de Kruger a través de la puerta del dormitorio.

– ¿Le ha costado moverlo? -un altercado más fuerte podía haber agitado demasiado a la perra y entorpecido su parto.

– En quien he pensado primero ha sido en la princesa, si te refieres a eso. No necesito tus críticas, en este momento no me sirven de ninguna ayuda.

Me mordí la lengua y le seguí hasta el salón. La perra estaba tumbada prácticamente igual que cuando me había ido, pero ahora se veía un charquito oscuro alrededor de su cola. Esperaba que significara progresos. Peppy me vio observarla pero no hizo ninguna señal. Lo que hizo fue meter la cabeza bajo su cuerpo y empezar a lamerse.

¿Estaría bien? Muy bonito eso de decirnos que no interfiriéramos, pero ¿y si la dejábamos desangrarse por no darnos cuenta de que tenía problemas?

– ¿Qué te parece? -preguntó el señor Contreras con ansiedad, haciéndose eco de mis propias preocupaciones.

– Me parece que no tengo ni idea de cómo nacen los cachorros. Ahora son las diez menos veinte. Esperemos hasta que llegue el tipo. Iré por mis llaves por si acaso.

Acabábamos de decidir que le íbamos a preparar un jergón en el coche por si teníamos que salir corriendo para la clínica, cuando emergió el primer cachorro, suave como la seda. Peppy lo abordó con presteza, lamiéndolo para limpiarle la placenta, utilizando sus patas para arrimárselo al cuerpo. Eran las once cuando apareció el siguiente, y luego empezaron a salir cada media hora más o menos. Empezaba a preguntarme si cumpliría la profecía del veterinario y llegaría a los doce. Pero a eso de las tres, después de que la octava criaturilla reptase hasta un pezón, decidió parar.

Me estiré y me dirigí a la cocina para observar cómo el señor Contreras le preparaba un gran cuenco de pienso para perros mezclado con un revuelto de huevos y vitaminas. Estaba tan absorto en el proceso que no respondió a ninguna de mis preguntas sobre la velada de juego ni sobre Mitch Kruger.

Supuse que para entonces yo me había convertido en un tercero que nadie necesitaba. Unos amigos habían salido al campo a jugar al fútbol y merendar por el puerto de Montrose y les había dicho que intentaría unirme a ellos. Descorrí los cerrojos de la puerta trasera.

– ¿Qué pasa, pequeña? ¿Vas a algún sitio? -el señor Contreras cesó un momento de remover su preparación-. Puedes irte. Puedes estar segura de que cuidaré bien de la princesa. Ocho -se sonrió a sí mismo-. Ocho, y los ha parido como una campeona. Vaya, vaya.

Al cerrar la puerta oí un horrible estruendo producido por el viejo. Ya había subido la mitad de las escaleras, cuando caí en la cuenta: estaba cantando. Creo que la canción era Oh, qué hermosa mañana.

De tiros largos

– Así que te has convertido en tocóloga -se burló Lotty Herschel-. Siempre he pensado que necesitabas una profesión adicional, algo con unos ingresos más seguros. Pero en estos tiempos no te aconsejaría la obstetricia: el seguro te abrumaría.

Le di un golpecito en la cabeza.

– Lo que pasa es que no quieres que te haga la competencia. Una mujer que alcanza la cima de su profesión no puede soportar que las jóvenes trepen detrás de ella.

Max Loewenthal frunció el ceño desde el otro lado de la mesa: era la acusación más injusta que se le podía hacer a ella. Lotty, una de las mejores especialistas en perinatología de la ciudad, siempre estaba dispuesta a tender una mano a las mujeres jóvenes. Y también a los hombres.

– ¿Y qué pasa con el padre? -Michael, el hijo de Max, se apresuró a cambiar de tema-. ¿Sabes quién es? ¿Le vas a obligar a mantener a sus hijos?

– Ésa es una buena pregunta -intervino Lotty-. Si tu Peppy es como las madres adolescentes que yo conozco, no conseguirás que el padre te pase ni pizca de su pienso. Aunque tal vez su dueño ayude.

– Lo dudo. El padre es un labrador negro que vive en nuestra misma calle. Pero no me imagino a la señora Frizell cuidando de ocho cachorros. Ella ya tiene cinco perros y no sé de dónde saca el dinero para alimentarlos.

La señora Frizell era uno de los bastiones más obstinados contra el aburguesamiento de nuestro sector de la avenida Racine. Esa octogenaria era el tipo de anciana que me aterrorizaba cuando era niña. Su escaso y alborotado pelo gris formaba alrededor de su cabeza unos enmarañados mechones de duende. En invierno y en verano llevaba el mismo atavío: un vestido de algodón descolorido e informes jerseys.

Aunque su casa reclamaba a gritos una capa de pintura, no estaba al borde de la ruina. Los escalones frontales de cemento y el tejado habían sido remozados el mismo año que yo me había mudado a mi piso de cooperativa. Nunca había visto ninguna otra señal de obras en su casa y suponía vagamente que tendría algún hijo en alguna parte que se haría cargo de los problemas más acuciantes. Por lo visto, el jardín no entraba en esa categoría. Nadie cortaba en verano el tupido césped infestado de malas hierbas, y, al parecer, a la señora Frizell no le preocupaban las latas y cajetillas vacías que la gente tiraba por encima de la cerca.

Ese jardín era un punto negro para el comité local de desarrollo de la manzana, o comoquiera que se hiciesen llamar mis advenedizos vecinos. Tampoco les gustaban mucho los perros. El labrador era el único de raza; los otros cuatro eran perros callejeros cuyo tamaño se escalonaba desde el de un blanco grisáceo enorme, una réplica de Benji, hasta algo que parecía un pompón gris con patas. Los animales estaban supuestamente encerrados tras la cerca, salvo cuando la señora Frizell los sacaba con una maraña de correas, dos veces al día, pero el labrador en particular iba y venía a su antojo. Había saltado por encima de la cerca de algo más de un metro para montar a Peppy, y probablemente también a otras perras, pero la señora Frizell se resistía a creer a los indignados vecinos que se lo echaban en cara.

– Ha estado todo el día en el jardín -solía espetar. Y no sé cómo, con esa telepatía que existe entre algunos perros y sus amos, solía aparecer milagrosamente en el jardín cada vez que ella abría la puerta.

– Ése parece un problema para Sanidad -dijo enérgicamente Lotty-. ¿Una anciana sola con cinco perros? No quiero ni pensar en el olor.

– Sí -asentí, pero sin gran entusiasmo.