Lotty les ofreció postre a Michael y a su compañera, la compositora israelí Or' Nivitsky. Michael, que residía en Londres, estaba en Chicago por unos días para dar un concierto con la Sinfónica de Chicago. Esa noche daba un recital como solista en el Auditorio a beneficio de Chicago Settlement, un grupo de asistencia a los refugiados. Había sido la obra benéfica predilecta de la esposa de Max, Theresz, antes de su muerte, nueve años atrás; Michael le dedicaba su recital de esa noche. Or' tocaba el oboe en un concierto para oboe y violonchelo que había escrito a la memoria de Theresz Loewenthal.
Or' rechazó el postre.
– Son los nervios de antes del estreno. Y además, tengo que cambiarme.
Michael ya estaba elegantísimo con su frac, pero Or' se había traído su traje para el concierto a casa de Lotty.
– Así puedo fingir el mayor tiempo posible que se trata de una velada normal y disfruto de mi cena -había explicado en su lacónico inglés británico.
Mientras Lotty se apresuraba a abrochar el vestido a Or', Michael bajó con su violonchelo a por el coche. Yo recogí los platos de la cena y puse agua para el café, pensando más en la señora Frizell que en el estreno de Or'.
Me había negado a firmar una petición exigiendo que cortara su hierba y atara a los perros. Un abogado que había reformado la casa de enfrente de la suya quería llevarla a los tribunales y obligar a la municipalidad a llevarse los perros. Había estado por la zona tratando de recabar apoyo. Mi edificio estaba bastante dividido: Vinnie, el estirado empleado de banca que vivía en la planta baja, se había apresurado a firmar, así como los coreanos del segundo piso; tenían tres niños y les preocupaba que los perros pudieran morderles. Pero el señor Contreras, Berit Gabrielsen y yo nos opusimos firmemente a la idea. Aunque hubiese deseado que la señora Frizell neutralizara al labrador, los perros no eran una verdadera amenaza. Sólo una pequeña molestia.
– ¿Te preocupan los cachorros? -Max apareció a mis espaldas mientras yo estaba sumida en mis pensamientos junto a la pila de la cocina.
– No, no exactamente. Además, viven con el señor Contreras, así que no los voy a tener de estorbo. Detesto extasiarme con ellos como él, porque tener que llevarlos aquí y allá para las vacunas y todo lo demás va a ser suficiente pesadilla. Y luego encontrarles dueño, y enseñar a los que no podamos regalar… Pero son adorables.
– ¿Quieres que ponga un anuncio en la hoja informativa del hospital? -ofreció Max. Era el director administrativo del Beth Israel, adonde Lotty enviaba a sus pacientes de perinatología.
Mientras le daba las gracias, Or' entró majestuosamente en la cocina, resplandeciente en un suave crespón color antracita que se le pegaba al cuerpo como si fuese hollín. Besó a Max en la mejilla y me tendió la mano.
– Me alegro de conocerte, Victoria. Confío en que te veremos después de la velada.
– Buena suerte -respondí-. Estoy impaciente por escuchar tu nuevo concierto.
– Sé que te impresionará, Victoria -intervino Max-. He estado escuchando los ensayos toda la semana -Michael y Or' se habían alojado en su casa en Evanston.
– Sí, eres un ángel, Max, por aguantar nuestros tacos y nuestros chirridos durante seis días. Hasta luego.
Eran sólo las seis; el concierto no empezaba hasta las ocho. Los tres que quedábamos comimos peras escalfadas con crema de almendras y nos recreamos tomando café en el claro y despejado salón de Lotty.
– Espero que Or' haya hecho algo aceptable en honor a Theresz -dijo Lotty-. Vic y yo fuimos a oír al Conjunto de Cámara Contemporáneo tocar un octeto y un trío de ella y salimos las dos con dolor de cabeza.
– No he oído la obra entera tocada correctamente, pero creo que quedarás complacida. Ha hecho un trabajo algo doloroso en ésta, ha encarado el pasado de una forma en que muchos israelíes contemporáneos se niegan a hacerlo -Max consultó su reloj-. Creo que debo de tener también los nervios del estreno, pero me gustaría que saliéramos temprano.
Conduje yo. Max le había dejado su coche a Michael y ninguna persona en su sano juicio dejaría oficiar de chófer a Lotty. Max ocupó cortésmente el pequeño asiento trasero que ofrecía el Trans Am. Se inclinó hacia delante para hablar con Lotty por encima del respaldo, pero una vez que estuvimos en la calzada del Lago no pude oírles con el ruido del motor. Cuando giré por Monroe y me detuve en el semáforo entre la calzada Interior y la avenida Congress, pude captar retazos de la conversación. Lotty estaba furiosa por algo que tenía que ver con Carol Alvarado, su enfermera y su brazo derecho en la clínica. Max no estaba de acuerdo con ella.
Las luces cambiaron antes de que pudiese averiguar en qué consistía el problema. Bajé por Congress hacia la obra maestra de Louis Sullivan. Lotty apartó la cara de Max para amonestarme severamente por la velocidad con que había doblado la esquina. Miré a Max por el espejo retrovisor; sus labios apretados formaban una sola línea. Esperé que no estuviesen planeando una disputa de envergadura en honor de la velada. Y además, ¿qué clase de desacuerdo podían tener respecto a Carol?
En el semicírculo donde concurrían Congress y la avenida Michigan entramos en un atasco. Los coches que se dirigían al sur, hacia el estacionamiento subterráneo, se entremezclaban con los que intentaban parar junto a la entrada del teatro. Un par de agentes dirigían frenéticamente el tráfico, disuadiendo a golpes de silbato a los que intentaban parar junto al bordillo frente al Auditorio.
Me acerqué al borde de la calzada.
– Os dejaré aquí e iré a aparcar, jamás llegaremos a tiempo si intento atravesar esto.
Max me tendió mi entrada antes de desatrancarse del asiento trasero. Aunque había puesto una manta para tapar las huellas de Peppy, pude ver unos pelos de un rojo dorado sobre su esmoquin mientras bajaba del coche. Puse cara de circunstancias y miré furtivamente la falda del traje de chaqueta color coral de Lotty. También llevaba unos cuantos pelos. Sólo me cabía esperar que su preocupación hiciera que se olvidaran de su vestimenta.
Cambié bruscamente de sentido, ignorando un silbato indignado, y conduje otra vez el Trans Am hasta Monroe, al estacionamiento norte. Sólo había algo más de medio kilómetro desde allí al Auditorio, pero llevaba falda larga y tacones altos, atuendo que no era el más indicado para una carrerita. Me deslicé junto a Lotty en el palco que Michael nos había reservado justo en el momento en que se apagaban las luces.
Con aire adusto y distante en su frac, Michael subió al escenario. Abrió el recital con las Variaciones sobre Don Quijote de Strauss. El teatro estaba lleno -por lo que fuese, Chicago Settlement se había convertido en una asociación benéfica de moda-, pero no era un público melómano. Sus conversaciones y susurros creaban un zumbido de fondo, y no dejaban de aplaudir en las pausas entre las variaciones. Michael fruncía el ceño cada vez que rompían su concentración. En un momento dado volvió a tocar los trece últimos compases del trozo anterior, sólo para ser interrumpido de nuevo. Entonces hizo un gesto irritado de despedida y tocó las dos últimas variaciones sin detenerse a respirar. El público aplaudió cortésmente, pero sin entusiasmo. Michael ni siquiera saludó, sino que salió rápidamente de escena.
La siguiente interpretación obtuvo una respuesta más entusiasta: la Coral Infantil de Chicago Settlement interpretó una serie de cinco canciones folclóricas. La coral mantenía rigurosamente el tono y los niños cantaban con deliciosa nitidez, pero fue su apariencia lo que hizo que el teatro se viniera abajo. Algún genio de las relaciones públicas pensó que el atuendo indígena se vendería mejor que los trajes de un coro, así que centelleantes túnicas y chaquetas de terciopelo afganas resplandecían junto a los blancos vestidos bordados de las niñas salvadoreñas. El público rugió pidiendo un bis y se puso en pie para ovacionar a los solistas, un chico etíope y una chica iraní.