Durante el descanso dejé a Max y a Lotty en el palco y me dirigí al vestíbulo para admirar los trajes de los parroquianos: estaban engalanados con mayor colorido aún que los niños. Tal vez al quedarse solos Lotty y Max resolvieran sus diferencias. El carácter arisco de Lotty produce estallidos esporádicos en todas sus relaciones. No quería ser partícipe de ningún conflicto que pudiese tener con Carol.
Al salir del palco me enganché el tacón en el bajo de la falda. No estaba acostumbrada a moverme con traje de noche. Siempre se me olvidaba que tenía que acortar el paso; cada pocos pasos tenía que detenerme a desenganchar el tacón del delicado tejido.
Había comprado la falda para la fiesta de Navidad del bufete de abogados de mi marido, durante mi breve matrimonio, trece años atrás. La fina lana negra, profusamente bordada de plata, no podía compararse con el traje hecho a medida de Or', pero era mi atuendo más elegante. Con una blusa de seda negra y las cuentas de brillantes de mi madre conformaba un respetable atavío para un concierto, pero carecía del espectacular acierto de la mayoría de los trajes que vi en el vestíbulo.
Me fascinó sobre todo un vestido de satén color bronce cuyo canesú recordaba un peto romano, salvo que estaba abierto hasta la cintura. No podía dejar de preguntarme cómo su dueña conseguía evitar que sus pechos se desbordaran por el medio. Almidón tal vez, o cinta adhesiva.
Cuando sonó el timbre que anunciaba el final del descanso, la mujer del peto se dirigió hacia mí. Estaba pensando que la gargantilla de diamantes no pegaba con el vestido, que no era más que la oportunidad de ostentar riqueza para alguien con ideas a lo Donald Trump sobre adornos femeninos, cuando el tacón volvió a enganchárseme en la falda. Mientras me giraba para liberarme, un hombre con esmoquin blanco corrió hacia nosotras desde el otro extremo del vestíbulo.
– ¡Teri! ¿Dónde te habías metido? Quería presentarte a unas personas.
La clara y autoritaria voz de barítono, con un leve deje de irritación, me propinó tal susto que perdí el equilibrio y caí delante de otra mujer recamada de diamantes. Cuando logró desenredar sus tacones de mi hombro e intercambiamos glaciales disculpas, Teri y su escolta ya habían desaparecido en el teatro.
Pero conocía esa voz: me había despertado todas las mañanas durante veinticuatro meses: seis meses de erotismo dulcemente atormentado cuando estábamos terminando Derecho y preparándonos para la abogacía, y dieciocho de simple tormento después de casarnos. Era como si, al llevar mis mejores galas de aquella extraña época, hubiese invocado su aparición.
Se llamaba Richard Yarborough. Era socio de Crawford-Mead, una de las más importantes firmas de Chicago. No sólo socio, sino notable mandamás en una empresa entre cuyos clientes se contaban dos antiguos gobernadores y la mayor parte de los dueños de las quinientas mayores fortunas de Chicago.
Yo sólo conocía esos hechos porque Dick solía recitarlos durante el desayuno con la devoción de un guía mostrando las reliquias de una catedral. Lo hubiese hecho también durante la cena, pero yo no estaba dispuesta a esperar para cenar con él hasta medianoche, cuando por fin terminaba de hacer reverencias a los prestigiosos dioses por ese día.
Eso resume en cierta forma las causas de nuestra ruptura: el que no me impresionara lo suficiente el poder y el dinero en que nadaba y su repentino deseo de que abandonase todo y me convirtiera en una esposa japonesa cuando terminamos los estudios y empezamos a trabajar. Incluso antes de nuestra separación formal, Dick se había dado cuenta de que una esposa era parte importante de sus valores, y de que debió casarse con alguien con más influencia de la que jamás podría tener la hija de un poli patrullero y de una inmigrante italiana. No era el origen italiano de mi madre lo que le molestaba, sino el tufillo a miseria de los inmigrantes que se me había pegado. Lo dejó muy claro cuando empezó a aceptar invitaciones a la finca de Peter Felitti en Oak Brook, mientras yo hacía mis guardias del sábado en el tribunal de mujeres.
– Te he excusado, Vic, y además, no creo que tengas ropa adecuada para el tipo de fin de semana que están proyectando los Felitti.
Nueve meses después de nuestra sentencia firme de divorcio, él y Teri Felitti se casaron con gran alharaca de encajes y damas de honor. La relevancia financiera del padre de ella convirtió el desposorio en una noticia de primera plana, y no pude resistir leer todos los detalles. Por eso sé que entonces ella sólo tenía diecinueve años, nueve menos que él. Dick había cumplido los cuarenta el año anterior; me pregunté si a sus treinta y dos años Teri no estaría empezando a parecerle vieja.
Nunca la había visto antes, pero entendí por qué Dick la consideró un mejor ornato que yo para Crawford-Mead. En primer lugar, no estaba tendida en el suelo mientras los acomodadores cerraban las puertas de acceso a la sala; y además, no tuvo que correr, sujetándose el bajo sucio de la falda para no enganchárselo con los tacones, para poder entrar antes de que cerraran.
Ágape frenético
Volví al palco en el preciso momento en que Michael salía otra vez a escena con Or'. Al oír mi jadeo, Lotty giró hacia mí, enarcando las cejas.
– ¿Necesitabas correr una maratón en el intermedio, Vic? -murmuró amparándose en los dispersos aplausos de cortesía.
Hice un gesto de rechazo.
– Es demasiado complicado para explicarlo ahora. Dick está aquí, mi viejo amigo Dick.
– ¿Y eso te ha acelerado el pulso de esa manera? -su corrosiva ironía hizo que me sonrojara, pero antes de que pudiera replicar como se merecía, Michael empezó a hablar.
En breves y sencillas palabras explicó la deuda que su familia había contraído con los ciudadanos de Londres por acogerlos cuando Europa se convirtió en un infierno en el que no podían sobrevivir.
– Y estoy orgulloso de haberme criado en Chicago, donde el corazón de la gente también late por ayudar a aquellos que -por su raza, tribu o creencias- ya no pueden seguir viviendo en su tierra natal. Esta noche vamos a interpretar para ustedes, en estreno, el concierto para oboe y violonchelo de Or' Nivitsky titulado El judío errante, dedicado a la memoria de Theresz Kocsis Loewenthal. Theresz sufragó Chicago Settlement con todo entusiasmo; se sentiría emocionada si viese el apoyo que ustedes brindan a esta importante sociedad benéfica.
Era un discurso ensayado, presta y displicentemente despachado dada la frialdad del público. Michael se inclinó ligeramente, primero en dirección a nuestro palco, luego hacia Or'. Ambos se sentaron. Michael giró su violonchelo y miró a Or'. Cuando ella asintió con la cabeza, empezaron a tocar.
Max tenía razón. El concierto no tenía parecido alguno con la cacofonía átona de la música de cámara de Or'. La compositora había vuelto a la fuente de la música folclórica judía del este de Europa para buscar sus temas. La música, olvidada durante cinco décadas, volvía a la vida a ráfagas, conforme el violonchelo y el oboe se contestaban, tanteando. Durante unos intensos minutos, parecieron encontrarse el uno al otro en una rítmica antífona. La armonía se rompió bruscamente cuando la antífona se convirtió en antagonismo. Los instrumentos contendían tan ferozmente que sentí sudor en mis sienes. Alcanzaron un frenético clímax y callaron. Hasta ese público poco melómano pudo contener el aliento cuando hicieron una pausa tras ese punto culminante. Luego el violonchelo persiguió al oboe, llevándolo desde el terror a la paz, pero una paz horrible, ya que era el descanso de la muerte. Apreté la mano de Lotty, sin hacer el menor intento por enjugar mis lágrimas. Ninguno de nosotros pudo unirse al aplauso.
Michael y Or' se inclinaron brevemente y desaparecieron del escenario. Aunque las palmas prosiguieron durante unos minutos, con mayor entusiasmo que el que había acogido a las Variaciones sobre Don Quijote, la respuesta carecía de una chispa vital que indicara que habían captado su importancia. Los músicos no volvieron a escena, sino que hicieron salir a la coral infantil para concluir el concierto.