Durante un rato seguí el movimiento de los remolinos. El ruido era enorme, intensificado por la resonancia de las columnas y el suelo de mármol. Retumbaba en mi cabeza como un pavoroso rugido. Se me hizo imposible concentrarme en cualquier objetivo externo, tal como buscar a Lotty; tenía que utilizar toda mi energía para proteger mi cerebro de las ráfagas de ruido. Era imposible mantener una conversación con ese barullo: todos debían de estar gritando por el simple placer de contribuir al estrépito.
En cierto momento los empellones me acercaron a las mesas de la comida. Los camareros estaban de pie, impasibles en su pequeña isla, moviendo sólo las manos al trinchar y servir. Las gambas habían desaparecido, al igual que todos los platos calientes. Lo único que quedaba, además de la carne -ya cerca del hueso-, eran las ensaladas picoteadas.
Volví a sumergirme en la marea humana y empecé a avanzar a contracorriente hacia la sala. A fuerza de codazos llegué a las columnas que separaban las puertas laterales del vestíbulo. Allí el gentío era menor; aquellos que intentaban hablar podían acercar suficientemente las cabezas como para oírse. Michael y Or' estaban apartados con cinco o seis personas de aspecto serio. Seguí adelante sin hablarles por si acaso eran donantes importantes y me escabullí al patio de butacas.
Dick estaba parado casi en la entrada, junto a la puerta de la derecha, hablando con un hombre de unos sesenta años. Pese a saber que estaba allí, al verle tan de cerca me dio un vuelco el corazón. No era entusiasmo romántico, sólo un sobresalto, algo así como cuando una resbala sobre un suelo helado. Dick pareció sobresaltarse también: interrumpió una melosa frase en mitad de una palabra y me miró boquiabierto.
– Hola, Dick -dije débilmente-. No sabía que fueses un entusiasta del violonchelo.
– ¿Qué haces aquí? -inquirió.
– Me han contratado para barrer el teatro. Últimamente tengo que aceptar los trabajos que me salen.
El sesentón me miró con una profunda irritación. No le importaba quién era yo ni lo que podía hacer con tal de que me largase cuanto antes. Tampoco les prestaba atención a los niños de la coraclass="underline" libres ya de la responsabilidad de parecer angélicos, estaban persiguiéndose unos a otros entre las butacas, dando agudos chillidos y arrojándose panecillos y pedazos de pastel.
– Ah, bueno, ahora estoy ocupado, así que ¿por qué no empiezas por el otro extremo? -Dick no despreciaba un toque de humor con tal de que no fuese a expensas de él.
– ¿Estás negociando y pactando? -procuré infundirle a mi voz una humilde admiración-. Tal vez pudiera observarte y aprender un poco, para ser ascendida a la limpieza de los lavabos o algo parecido.
Un rubor se asomó a las mejillas perfectamente rasuradas de Dick. A punto de espetarme un violento insulto, lo convirtió en una risotada que sonó como un ladrido.
– ¿Cuánto hace? ¿Trece? ¿Catorce años? ¡Y aún sigues sabiéndote la forma más rápida de sacarme de quicio!
Me cogió del hombro y me acercó a su interlocutor.
– Le presento a Victoria Warshawski. Ella y yo cometimos un gran error en la escuela de Derecho creyendo que estábamos enamorados. Los hijos de Teri y míos aún tendrán que trabajar durante cinco años antes de que les permita pensar en el matrimonio. Vic, Peter Felitti, presidente de Amalgamated Portage.
Felitti alargó una mano algo reticente, no sé si porque yo era la predecesora de su hija o porque no le gustaba que interrumpiera las finanzas de altos vuelos.
– No recuerdo los detalles de vuestro acuerdo. ¿Sigues pagando desde entonces el precio de tus pecados, Yarborough?
Apreté los dedos de Felitti con tanta fuerza que hizo una mueca de dolor.
– En absoluto. Fue mi pensión alimenticia la que le permitió comprar su parte de Crawford-Mead. Pero ahora que ya está lanzado en su carrera, intentaré que los tribunales me releven de esa carga.
Dick hizo una mueca.
– ¿En serio, Vic? Juraré con gusto por doquier que jamás me pediste un centavo. Es abogada -añadió, dirigiéndose a Felitti-, pero trabaja de detective.
Volviéndose hacia mí preguntó lastimeramente:
– ¿Estás satisfecha? ¿Podemos terminar nuestra conversación Pete y yo?
Ya me estaba liberando -tanto del brazo de Dick como de la conversación-, con la mayor gracia posible, cuando entró Teri, seguida de cerca por la mujer del vestido de satén azul con perlas.
– Aquí estás -dijo alegremente la mujer de azul-. Harmon Lessner tiene especial interés en hablar contigo. No puedes escabullirte ahora para hacer tus negocios.
Teri me observó atentamente, intentando discernir si era una relación de negocios o una rival sexual. El champán había añadido un brillo rosado a su base de maquillaje, pero a esa hora tardía seguía estando perfectamente maquillada: la sombra de ojos en su lugar, sobre los párpados, y no en cualquier otro sitio del rostro; su lápiz de labios, de un bronce suave, una versión ligeramente atenuada del de su vestido, nítido y brillante. Su cabello color avellana, recogido en un complicado moño, parecía recién salido de la peluquería. Ni un rizo, ni un mechón que le colgara por el cuello y estropeara el efecto.
A esas horas de la noche, sin necesidad de mirarme a un espejo, sabía que mi rojo de labios se había borrado y que por mucho estilo que hubiese intentado imprimir a mis cortos bucles, éste había desaparecido hacía rato. Quise persuadirme de que yo poseía una personalidad más interesante, pero a Dick no le interesaban las mujeres con personalidad. Tuve ganas de decirle a Teri que no se preocupara, que con sus encantos ya había cumplido por ese día, pero esbocé un saludo dirigido a los cuatro y me alejé hacia la puerta opuesta sin decir nada.
Cuando por fin encontré a Lotty eran más de las doce. Estaba sola, tiritando en un rincón del vestíbulo exterior, guareciéndose con los brazos.
– ¿Dónde está Max? -dije vivamente, apretándola contra mí-. Necesitas ir a casa y meterte en la cama. Voy a buscarle y a por el coche.
– Se ha ido con Or' y con Michael. Ya sabes que se están alojando en su casa. Estoy bien, Vic, de verdad. Es sólo que el concierto me ha vuelto a traer viejos recuerdos. Me empezaron a asaltar mientras esperaba. Iré contigo hasta el coche. El aire fresco me sentará bien.
– ¿Estáis peleados Max y tú? -no era mi intención preguntarlo, pero las palabras surgieron sin avisar.
Lotty torció el gesto.
– Max cree que me estoy portando mal con Carol. Y tal vez sea cierto.
La conduje hasta la puerta giratoria.
– ¿Qué pasa con ella?
– ¿No lo sabías? Se marcha. No es eso lo que me preocupa. Bueno, claro, sí que me importa, llevamos ocho años trabajando juntas. La echaré en falta, pero no intentaría impedirle que se mueva, que busque nuevas oportunidades. Es el motivo por el que lo deja. Me pone furiosa que deje a su familia dirigir su vida, y ahora… ¡Y Max dice que no soy solidaria! ¡Qué te parece!
Durante el trayecto a casa se empeñó en hablar del concierto, y de las mordaces observaciones que hubiera hecho Theresz respecto a la caterva de arribistas musicalmente ignorantes que habían acudido al concierto en su memoria. Sólo cuando la dejé en su puerta me permitió retomar la conversación sobre Carol.
– ¿Que qué va a hacer? ¿No lo sabes? Se quedará en casa a cuidar a un maldito primo de esa madre morbosa que tiene. Tiene el sida y Carol cree que es su deber ocuparse de él.
Cerró con un portazo y se metió como un torbellino. Sentí los gélidos dedos de la depresión aferrarse a mis hombros. Pobre Carol. Pobre Lotty. Y pobre de mí: no me apetecía interponerme entre ellas dos. Esperé hasta que se encendieron las luces del salón de Lotty y volví a arrancar el Trans Am.