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Sonreí.

– Es que no estaban en su casa.

– ¿Dónde…? -empezó a revelar, pero se calló antes de delatarse por completo.

– ¿Dónde estaban? Por eso mola ser detective privado cuando buscas esta clase de tesoros. Tienes que saber dónde buscar… Hablemos de los consejos sobre inversiones que tú y Chrissie habéis estado prodigando por el barrio. La señora Tertz, la señora Olsen, la señora Hellstrom, todas están de acuerdo en que habéis estado yendo por ahí llenos de consejos útiles: cómo pueden conseguir diez puntos más de interés en sus dividendos. Tengo la desagradable sensación de que, si os hubieran hecho caso, también poseerían algunos papeles de estos de Diamond Head. ¿Fue idea tuya o te mandó el banco?

Recogió su reloj.

– Ya has tenido tus cinco minutos. Ahora voy a llamar a los de seguridad. Y pienso ver a un abogado para hablar de tus calumnias sobre mí.

Sonreí irónicamente.

– Espero que no sea Dick Yarborough o Todd Pichea. Estos días ya tienen bastante quehacer. Y si llamas a los de seguridad, yo llamo a los federales. Están muy interesados en tu clase de ayuda comercial. Y ellos pueden confiscar los archivos bancarios, cosa que yo no.

Miró ansioso el teléfono, pero no pudo decidirse del todo a marcar.

– De todas formas, ¿qué es lo que quieres?

– Información, Vinnie. Sólo información. He descubierto un montón de cosas, sabes: tú saldando la bazofia de Diamond Head, Todd y Chrissie haciéndose cargo de los bienes de la señora Frizell…, ¿para poder deshacerse de los bonos antes de que alguien los viera? ¿O sólo para hipotecar su casa y poder venderla para que ella ya no afee más Yupilandia? Y me figuro que el bufete de abogados de Todd hizo todo el trabajo legal cuando Jason Felitti financió la deuda de Diamond Head. Y como Jason está en la junta directiva de aquí, del Metropolitan, debió convencer al banco para que adquiriera parte de esa basura. Y así consigue que los jóvenes banqueros ambiciosos como tú los vendan en sus horas libres. Os imagino yendo de puerta en puerta, algo así como las jóvenes exploradoras.

¿Y dónde se situaba Dick en ese guión? Estaba claro que no pidiéndole a Todd Pichea que vendiera los bonos de Diamond Head a las ancianitas de su barrio. Era imposible que yo hubiese estado alguna vez enamorada de alguien capaz de hacer una cosa así.

– No tengo nada que decirte. Es hora de que te marches -la voz de Vinnie era un mero siseo.

No intentó llamar a los gorilas del banco, pero tampoco quiso hablar. Le insistí durante media hora, intentando alternativamente darle coba y pintarle un cuadro de su posible futuro en la prisión federal, pero no se inmutó. Cuando finalmente me levanté para irme, seguía mirando al frente, con los ojos vidriosos.

Provocando a la prensa

Cuando volví bajo el sol sofocante, me abatió el agotamiento. Sólo eran las doce y media, pero la pelea con Dick y la dura faena en dos bancos me habían dejado con ganas de irme a la cama. Todavía tenía que sondear a algunos de mis vecinos e intentar hablar con Murray Ryerson esa tarde, antes de que el señor Contreras y yo fuésemos a ver a Eddie Mohr por la tarde. Y quería ponerme en contacto con Max Loewenthal. Mi cuerpo no podía darse el lujo de desgastarse tan pronto.

Regresé a State Street y empecé a bajar las escaleras del paso elevado. La idea del largo trayecto hasta casa desde Sheffield me pareció demasiado. Me volví y le hice señas a un taxi. El taxista, balanceándose y marcando en el volante el ritmo que tronaba en su estéreo, ostentaba una serena indiferencia respecto al resto del tráfico. En el corto tramo entre La Salle y Fullerton consiguió subir a ciento diez. Su cabreo ante mi solicitud de que redujera la velocidad era tan amenazante que me bajé cuando se detuvo en el semáforo de Diversey, dejándole la cantidad que marcaba el taxímetro en el asiento junto a él. Sus gritos, mezclándose con el tronido de su radio, me persiguieron mientras cruzaba la calle para subirme al autobús de Diversey.

Durante el penoso viaje hacia el oeste me desplomé, casi comatosa, en un rincón. La oportunidad de abstraerme del mundo que me rodeaba, aunque fuese sólo por un cuarto de hora, resultó sorprendentemente refrescante. Cuando bajé en Racine no es que me sintiera capaz de brincar por encima de un rascacielos de un solo salto, pero me creí capaz de soportar una tarde de trabajo.

Una vez en casa, esperaba que el señor Contreras saliera, o para hablarme de los trabajos en mi apartamento, o para renegar un poco más de nuestra visita esa tarde al antiguo delegado del sindicato. Me pareció una suerte y un alivio que no saliera de su propio apartamento, pero me hizo preguntarme si no estaría demasiado mosqueado para hablar siquiera conmigo. Cuando vi que no estaba fuera, ajetreándose en su jardín, hasta me preocupé un poco. Pero llevaba muchos años cuidando de sí mismo. Tuve que reconocer que podía seguir haciéndolo una tarde más.

Los obreros habían estado en mi apartamento y se habían ido. Habían colocado un mecanismo electrónico para las huellas dactilares en todas las puertas y ventanas. Una nota junto a la entrada me explicaba cómo activar el sistema. El señor Contreras había pagado la factura por mí. Otros mil dólares que tendría que reunir a toda prisa como fuera. No se me había ocurrido que habría que pagarles de inmediato.

Siguiendo las instrucciones del manual que me habían dejado, programé la pequeña caja de control junto a la puerta de entrada. Si alguien intentaba ahora entrar a saco, sería cosa de unos minutos que se plantaran allí los polis de Chicago.

Mi frenesí matutino me había dejado sudorosa y arrugada, hasta un poco apestosa. Me tomé media hora extra para remojarme en un baño frío antes de ponerme unos vaqueros limpios.

Ya eran casi las dos. Murray Ryerson ya debería haber vuelto de su acostumbrado almuerzo prolongado con misteriosos informantes. Me preparé un sándwich con los restos del pollo de la noche anterior, me instalé en el cuarto de estar y marqué su número del Star. Contestó él mismo al teléfono.

– Hola, Murray. Soy Vic.

– Caray, Vic, qué emoción. Déjame coger mis guantes de amianto por si el teléfono se pone al rojo vivo.

– Buena idea, Ryerson. Cuanto más sarcástico te pongas, más fácil será mantener esta conversación.

– ¡Oh, Todopoderosa-Autoridad! ¿A qué debo el honor de tu llamada, después de gritarme villanías y colgarme el teléfono anoche?

Comí parte de mi sándwich mientras cavilaba sobre alguna forma de evitar las hostilidades e ir al grano.

– ¿Sigues ahí? ¿Se trata de una nueva forma de tortura? ¿Llamar y luego desentenderte del teléfono mientras yo sigo desgañitándome como un estúpido?

Rocié el sándwich con un sorbo de café.

– Ya sabía que esta conversación no iba a ser fácil desde antes de descolgar el teléfono. Pero esta mañana me han dicho algo tan extraño que me ha parecido que deberíamos procurar sobreponernos a nuestra repugnancia mutua y hablar.

– Algo extraño, ¿eh? ¿No se trataría de un comentario personal, algo respecto a tu temperamento o algo así?

Se me escapó una sonrisa al recordar las observaciones de Conrad Rawlings sobre mi carácter arisco.

– Qué va. Los tipos que no tienen agallas suficientes como para vérselas conmigo me tienen sin cuidado. Ese pequeño comentario tenía algo que ver con la libertad de prensa.

– Todos conocemos la verdad respecto a eso, Warshawski, que la prensa es libre para todo aquel que es bastante rico para poseerla.

– Entonces, ¿no quieres oírlo?

– ¿He dicho eso? Lo único que hago es advertirte de que no voy a organizar una cruzada por algo que te esté fastidiando a ti.

– Ahí es adonde quiero llegar -me lamenté-. No quieres oír mis crónicas, y luego te ofendes porque no te las quiero soltar cuando tú lo mandas.