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– Vale, vale -repuso, impaciente-. Cuéntame lo de la amenaza esa a mi ganapán. Si te escucho atentamente y hago los oportunos comentarios indignados, ¿me contarás lo de tu zambullida en el canal la otra noche?

– Todo eso está bien atado y envuelto dentro del mismo paquetito, cariño -le hice un relato detallado de mi desayuno con Dick y de cómo le tranquilizaba saber que Peter Felitti había conseguido mantener mis hazañas en Diamond Head a salvo de la prensa.

– ¿Lo ves? Tú creías que era por no hablarte yo por lo que no conseguías la primera plana, y ha sido porque Felitti ha hablado con tu editor -concluí.

Murray se quedó mudo durante un minuto.

– No sé si creerte -terminó diciendo-. No, no, no estoy dudando de que esa conversación tuviera lugar. Lo que cuestiono es si Felitti tendrá el suficiente peso como para impedir que algo salga en los periódicos con sólo pedirlo.

– Su hermano fue comisionado en el condado de Du Page y sigue estando en la junta directiva del U. S. Metropolitan. A través de ese banco se cuecen un montón de relaciones políticas. Es muy posible que a Marshall Townley se le pueda coger por esa vía -Townley era el editor del Herald-Star.

Murray volvió a reflexionar.

– Quizá. Quizá. Voy a hurgar un poco en eso. ¿Por qué me cuentas esto ahora?

– Porque demasiada gente me ha estado zarandeando estas últimas tres semanas. Y cuando a Dick Yarborough se le ha escapado ese comentario esta mañana, de que podía suprimir cualquier información pública de lo que estoy tratando de descubrir, me ha mosqueado pero bastante.

– Conque mosqueada, ¿eh? ¿Queda algo del tipo ese?

– Aún le funciona un testículo -repliqué con gazmoñería.

– ¿Le has dejado uno? Caray, te estás ablandando, Warshawski… Supongo que es hora de que yo pique. ¿Qué es lo que estás tratando de descubrir?

Le hice un rápido resumen de mi infructuosa investigación sobre la muerte de Mitch Kruger, incluida mi entrevista con Ben Loring en Paragon Steel.

– No tengo más remedio que pensar que Mitch había husmeado algo de lo que se trama en Diamond Head. Quizá el robo del hilo de cobre, según lo importante que sea para ellos mantenerlo bajo cuerda. Pero pudo ser otra cosa. El interés por sus escasos papeles ha alcanzado altas cotas, pero finalmente di con ellos la noche pasada y no hay nada que revele que supiera lo del robo. Pero tampoco hay nada que demuestre que supiera otra cosa.

Murray intentó sonsacarme el contenido de los papeles de Mitch, pero lo de Eddie Mohr y la conexión con Chicago Settlement me lo guardaba para mí hasta que hablara con Mohr esa tarde. Murray no había estado lo bastante cooperante últimamente como para que le pusiera en bandeja la especialidad de la casa.

– Está bien, Warshawski -declaró por fin-. Puede que eso sea noticia. Aunque también entiendo el punto de vista de Finchley, quizá simplemente no les guste que estés husmeando por Diamond Head. Hablaré con alguna gente y te llamo después.

– Caray, señor Hecht, gracias. Si no fuese por los abnegados chicos de la prensa, ¿dónde estaríamos nosotros, los pobres trabajadores inmigrados?

– En el canal, donde deberíais estar. Te llamo luego, Warshawski.

Me terminé el sándwich antes de marcar el número de Max en el hospital. El señor Loewenthal estaba reunido; ¿podía coger el mensaje su secretaria? No quería dejar mi número de teléfono y jugar al ratón y al gato con Max toda la tarde. Finalmente su secretaria admitió que si volvía a llamar a las cuatro era probable que diera con él.

Al pensar en Max resurgió Lotty de las profundidades de mi mente en que la había mantenido últimamente. Llamé a la clínica y hablé con la señora Coltrain. Lotty estaba trabajando con su enfermera en una de las salas de reconocimiento, no era el momento idóneo para interrumpir. La señora Coltrain me aseguró que le diría que la había llamado.

Volví lentamente a mi dormitorio. Cuanto más tiempo pasáramos sin hablarnos Lotty y yo, más difícil sería reconciliarnos.

Troqué la ligera camiseta que me había puesto después del baño por un sujetador y una blusa de seda rosa pálido. Un sostén es casi tan terrible como una funda sobaquera en un día de bochorno, pero no quería que mis vecinos de avanzada edad se escandalizaran tanto que me negaran la palabra. Empecé a ponerme la funda, y luego reparé en que eso implicaba una chaqueta, lo cual significaba que me convertiría en una ruina empapada antes de cruzar la calle. Seguramente podría recorrer mi propio barrio a plena luz del día sin ir armada. Dejé la pistola sobre la cama.

Al salir empecé a llamar a casa del señor Contreras, vacilé, y luego me fui sin insistir. Peppy había soltado un agudo ladrido cuando me acerqué: si quería verme no tenía más que abrir la puerta.

Se me ocurrió que ese día no había visto ninguna dotación policial patrullando por mi tramo de Racine. Quizá Conrad Rawlings se había disgustado tanto con mis comentarios de la noche pasada que había retirado su brazo protector. El placer que me producía tener la oportunidad de cuidar de mí misma, una vez puesto a prueba, no era tan intenso como debería. Estuve a punto de volver a subir por mi pistola.

Un plan de marketing de alto voltaje

La señora Tertz tardó tanto en contestar al timbre que pensé que estaría fuera. Cuando finalmente acudió a la puerta, con la cara enrojecida por el calor, se disculpó diciendo que estaba en el porche trasero escribiendo cartas.

– Da al este, por eso a esta hora del día tenemos allí un poquito de brisa. En verano vivo prácticamente ahí fuera. ¿Qué puedo hacer por ti, querida?

– Quería hablar con usted de la situación de la señora Frizell. ¿Tiene unos minutos?

Se rió suavemente.

– Creo que sí. Aunque si crees que con agitar la mano vas a resolver los problemas de Hattie Frizell, es que aún te falta mucho para madurar. Pero entra.

La seguí por un diminuto pasillo perfectamente abrillantado hasta la cocina. La atmósfera de la casa, cargada de Pinosol y de cera para muebles, se espesaba en la cocina hasta alcanzar una densidad irrespirable. Unas pequeñas perlas de sudor empezaban a mancharme el cuello de la camisa cuando por fin la señora Tertz descorrió otra vez los cerrojos de la puerta trasera. La seguí agradecida hasta el porche.

Era un amplio espacio muy agradable, con muebles recubiertos de zaraza cuyas flores estaban descoloridas por años de uso. Una mesita de ruedas sustentaba un televisor, un calientaplatos y un horno gratinador. Cuando la señora Tertz vio que los miraba, sacudió la cabeza con pesar y me explicó que por la noche tenía que meterlos en la cocina.

– Antes Abe y yo solíamos dejarlos fuera todo el verano pero hoy en día hay demasiados robos. No podemos permitirnos levantar los muros para proteger más el porche, así que hacemos lo que podemos.

– ¿Ahora ya no tienen perro? La señora Hellstrom me ha dicho que solía comprarle labradores negros a la señora Frizell.

– Vaya que sí. Y mis nietos juegan con perros descendientes de algunos de aquellos labradores. Pero, sabes, se necesita mucha fuerza para sacar a pasear a esos perros tan fuertes. Cuando nuestro último animalito murió, hace cinco años, Abe y yo llegamos a la conclusión de que ya no teníamos la energía suficiente para otro más. Pero los echamos de menos. A veces me gustaría, pero Abe tiene artritis, y yo no tengo la espalda muy católica. Simplemente no podríamos. ¿Cómo va Hattie? Marjorie me ha dicho que habías pasado a verla.

– Nada bien. Está inquieta, pero apática. No sé lo que va a ser de ella -tres semanas de cama podían significar una sentencia de muerte para una mujer de su edad, pero la señora Tertz no necesitaba que yo se lo dijera-. Una cosa preocupante son sus finanzas. Va a necesitar atención médica durante mucho tiempo aunque se reponga lo suficiente para salir del hospital. Chrissie y Todd quieren hipotecar su casa, pero no saben dónde tiene la escritura.