La señora Tertz volvió a sacudir la cabeza, preocupada.
– Me da pena pensar que Hattie pueda perder esa casa encima de haber perdido a sus perros. No creo que dure mucho si eso sucede, quiero decir si ella se entera. Pero no puedo darte ninguna ayuda para ella en dinero, querida, si es eso lo que quieres: a Abe y a mí ya nos cuesta llegar a fin de mes con lo de la Seguridad Social. Y ahora que están subiendo las contribuciones… -apretó los labios, demasiado preocupada para seguir hablando.
Me apresuré a tranquilizarla.
– Pero lo más temible de su situación económica es cómo tiene invertido su dinero. En realidad es de eso de lo que quiero hablarle. Vendió los certificados de depósito de su antiguo banco en febrero, a la baja, claro, por lo de los descuentos, y metió su dinero en unos bonos. Con un alto rédito, pero que actualmente no rentan nada. Usted no sabrá por qué decidió hacerlo, ¿verdad?
La señora Tertz se agitó en su silla.
– Nosotras nunca hablábamos de dinero, querida.
La miré fijamente.
– Chrissie Pichea y Vinnie Buttone han estado recorriendo el barrio ofreciéndole a la gente asesoría financiera. Pudieron haberla convencido de que comprara esos bonos.
– Estoy segura de que cualquier cosa que hiciera Chrissie fue con sus mejores intenciones. Ya sé que vosotras dos no estabais de acuerdo en lo de los perros de Hattie, pero Chrissie es una vecina con un gran corazón. Cuando me ve cargada de paquetes de comida, siempre acude corriendo a ayudarme a traerlos a casa.
Sonreí, procurando no dejar traslucir mi hostilidad ni en mi cara ni en mi voz.
– Probablemente pensaba que le estaba haciendo un favor a la señora Frizell al hacerle cambiar sus certificados de depósito por algo mucho más rentable. ¿A usted no le habrá ofrecido alguna operación similar?
La señora Tertz estaba tan reacia a hablar del tema que empecé a temerme que ella y su marido hubiesen también perdido sus ahorros en la bazofia esa de Diamond Head. Pero conforme seguimos hablando, se hizo evidente que lo único que quería era proteger a Chrissie.
– Estoy segura de que Chrissie es una persona estupenda -dije muy seria-. Pero puede que no tenga mucha experiencia en las inversiones arriesgadas. Hace ya cerca de diez años que vengo investigando fraudes financieros. Alguien pudo… velarle los ojos, por así decirlo, convencerla de que tenía una ganga excelente para la gente mayor. Y con su deseo de ayudar a sus vecinos, quizá ella no poseía la experiencia suficiente para ver que algo fallaba en esa oferta.
A mí me parecía bastante burdo, pero la señora Tertz se sintió aliviada pensando que «las chicas» sólo queríamos ayudarnos mutuamente. Diciéndome que sólo tardaría un minuto, desapareció en la cargada atmósfera de su casa.
Me acerqué a la puerta del porche y eché un vistazo al jardín. O ella o su marido compartían la manía del barrio por la jardinería: el diminuto cuadrado de césped estaba bordeado a un lado de macizos de flores sin un solo hierbajo, y al otro de hortalizas. A mi padre también le gustaba la jardinería, pero yo no había heredado ningún entusiasmo por cavar la tierra.
La señora Tertz volvió al cabo de unos diez minutos, con la cara encendida y sus bucles grises convertidos en apretados tirabuzones por la humedad. Me alargó un folleto.
– He intentado llamar a Chrissie para asegurarme de que no le importaría que te lo enseñara, pero no he podido comunicarme con ella. Así que espero estar haciendo lo correcto.
La aprensión me anudó la garganta. Lo único que me faltaba, que se presentara Chrissie en ese momento. Aunque ya le había enseñado mis cartas a Vinnie Buttone. ¿Qué más daba que la señora Tertz llamara a Chrissie?
Cogí el folleto de la reticente mano de la señora Tertz y examiné sus cuatro páginas. No quería que me lo llevara, ni siquiera por esa tarde, así que lo estudié detenidamente mientras ella resollaba junto a mí.
La primera página en letras saltonas preguntaba:
¿CREE QUE SU DINERO TRABAJA COMO ES DEBIDO PARA USTED?
La parte interior señalaba los males de la gente que vivía con un ingreso fijo.
«¿Tiene sus ahorros en certificados de depósito? Quizá su banquero o su agente de bolsa le haya dicho cuál es la mejor inversión para su dinero, ahora que usted ha alcanzado la edad de la jubilación. Sin riesgos, le habrán dicho probablemente. Pero sin rédito tampoco. Su banquero puede pensar que por estar jubilado usted no merece realizar las mismas inversiones que la gente joven. Pero esos certificados de depósito que le vendió no van a subir lo suficientemente rápido como para cubrir unos costosos gastos médicos si los necesita. Ni para permitirle esas vacaciones soñadas si lo desea. Lo que usted necesita es un dinero libre de riesgos que le proporcione una renta importante.»
La fotografía de una anciana en la abandonada cama de un hogar para la Tercera Edad miraba severamente desde el panel izquierdo, mientras en el derecho una pareja de edad con palos de golf contemplaba extasiada el océano.
«Tan seguro como los fondos federales garantizados», rezaba el panfleto. «El U. S. Metropolitan puede ofrecerle una inversión con el diecisiete por ciento de interés, y olvídese de sus preocupaciones.»
– «Tan seguro como los fondos federales garantizados» -repetí en voz alta-. Un bono no garantizado que no está rentando ni pizca y que se está vendiendo a diecinueve dólares por cada cien.
La amargura de mi voz asombró a la señora Tertz, que me arrebató el folleto.
– Si esto te va a enfurecer, no puedo dejar que lo mires; no sería justo para con Chrissie.
Intenté sonreír, pero sentí cómo se me torcía la boca.
– Puede que Chrissie tuviera las mejores intenciones, pero no ha sido muy honesta con la señora Frizell. Espero sinceramente que en este barrio no sean muchos los que le hayan comprado acciones a ella o a Vinnie. De lo contrario, ellos dos van a ser dueños de toda la calle dentro de poco.
Se mordió los labios, incómoda, pero me dijo que creía que era hora de que me marchara. Mientras me acompañaba rápidamente hasta la puerta principal, la oí lamentarse entre dientes del error que acababa de cometer. Creo que se refería más bien al de haberme dejado entrar en su casa que al de haber comprado bonos basura. Al menos así lo esperaba yo.
Cuando salí, el calor había aflojado un poco, pero mi blusa aún tuvo tiempo de humedecerse en el cuello y las sisas durante el corto camino hasta mi casa. El cebo perfecto para una anciana solitaria que está a la que salta: tu banquero te engaña sólo porque eres vieja. Y tu nueva inversión es tan segura como los fondos federales garantizados.
Al pasar delante de la puerta de Vinnie, me dieron ganas de tirarla de una patada, de violar su casa como él había expoliado la de la señora Frizell. Había entrado varias veces el año anterior; sabía que estaba llena de valiosas obras de arte moderno. Una inversión casi tan buena como los certificados federales garantizados. Idear alguna forma de sustituir esos chismes, pensé, llena de excitación al imaginarme destrozándolo todo. Lo que sí hice fue darle una violenta patada a la puerta que dejó una marca en la hoja. Simplemente eso ya le pondría frenético: él mismo la había lijado y pintado de un blanco cáscara de huevo. Los demás nos conformábamos con el barniz oscuro que ya tenían las puertas del edificio.
Una vez arriba descorrí los cerrojos, olvidando mi nueva alarma electrónica hasta que un agudo pitido me interrumpió mientras me tomaba un vaso de agua. Volví corriendo al vestíbulo y pulsé los números que desconectaban el sistema. Esperaba haber sido lo bastante rápida como para evitar una visita de la policía.
Regresé a la cocina y me llené otro vaso del grifo. Lo bebí más despacio, llevándomelo al cuarto de estar para llamar a Max. Me quité los zapatos y los calcetines y me masajeé los dedos de los pies. Los mocasines no constituían suficiente sujeción; me dolían los pies de tanto andar con ellos.