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Sentándome sobre mis piernas dobladas, me arrellané en el sillón con los ojos cerrados. Necesitaba relajarme antes de llamar a Max. Sacarme de la cabeza la imagen de la señora Frizell revolviéndose inquieta en su cama de hospital, dejar que mi irritación con Vinnie y Chrissie se desprendiera de mis hombros y de mis dedos. Nunca se me había dado muy bien ese tipo de ejercicio; al cabo de unos infructuosos minutos, me enderecé y marqué el número de Max.

Acababa de salir de una reunión y estaba a punto de entrar en otra, pero consintió hablar unos minutos conmigo. Intercambié cautelosamente unos saludos con él, por si estuviese otra vez enfadado conmigo por lo de Lotty.

– Lotty sigue sin querer hablar conmigo. ¿Cómo está?

– Está mejorando. Su fractura empieza a cicatrizar y ya no se le aprecian las magulladuras -su tono de voz era evasivo.

– Ya sé que ha vuelto al trabajo, pero sigo echándola de menos cuando llamo a la clínica.

– Ya conoces a Lotty. Cuando está asustada se irrita… consigo misma, por su debilidad. Y cuando está irritada se lanza a la acción con verdadero frenesí. Siempre ha sido su mejor protección.

Le hice una mueca al teléfono: ésa también era mi coraza.

– Me he enterado de que ha contratado a una nueva enfermera. Quizá eso le alivie parte de la tensión.

– Nos ha robado a una de nuestras mejores enfermeras de pediatría -replicó Max-. Debería renegar de ella por esto, pero parece que le ha subido los ánimos.

Todo el mundo tiene problemas cuando interfiere su vida profesional con la personal, no sólo las detectives y los polis. La idea me tranquilizó.

– Yo también he andado por ahí debatiéndome en mi propio frenesí, intentando descubrir qué es lo que les preocupa hasta el punto de atizarle una paliza a Lotty. Y parece como si todo lo que hago se redujera a patalear y a levantar polvo sin llegar a ningún lado.

– Lo siento, Victoria. Me gustaría ayudarte, pero lo tuyo se sale del ámbito de mis capacidades.

– Pues estás de suerte, Max. He llamado específicamente por lo de tus capacidades. ¿Sabes algo de Hector Beauregard, de Chicago Settlement?

– No-o-o -Max pronunció lentamente la palabra-. De hecho era mi mujer la que trabajaba con el grupo. Desde que murió yo he seguido aportándoles ayuda financiera, pero no he jugado ningún papel activo. Hector es el director ejecutivo, es todo lo que sé de él. Los dos pertenecemos a un grupo de directores de organizaciones no lucrativas, y lo veo de vez en cuando allí. Al parecer ha engrosado bastante las arcas de Chicago Settlement, consiguiendo importantes donaciones de sociedades, le he envidiado un poco sus proezas para recaudar fondos, para ser sincero.

– ¿Alguna vez se te ha ocurrido que pudiera hacer algo, digamos, poco ético, para recaudar dinero? -me froté los dedos de los pies mientras hablaba, como para extraer de ellos la respuesta que esperaba.

– ¿Tienes alguna prueba de que haya hecho algo así? -la voz de Max se tornó súbitamente cortante.

– No. Ya te he dicho que lo único que hago es dar palos de ciego. Su nombre es lo único extraño que he descubierto, además de las bobinas de cobre de Paragon Steel, pero ¿qué relación podía haber entre ellas y el presidente de una gran asociación benéfica? ¿Quizá fue así como consiguió la contribución de las grandes compañías? ¿Vendiéndose unos a otros material que no necesitaban, luego cargándolo en camiones a media noche, vendiéndolo clandestinamente y recogiendo los beneficios? Demasiado rebuscado.

– ¿Podría reunir fondos ¿legalmente una organización benéfica? -pregunté.

– Cualquiera que dirija una institución con un capital tan recortado como la mía tiene fantasías -dijo Max-. Pero que puedas llevarlas a cabo sin que te pille Hacienda… Supongo que se podría hacer algo con ciertas mercancías, conseguir que alguien te las done inflando su precio para desgravarlo de sus ingresos, y luego venderlas a bajo precio para poder declarar una pérdida, pero cobrar de todas formas el beneficio. Pero ¿acaso no lo descubriría Hacienda?

Sentí una leve punzada de excitación en el diafragma, esa sacudida que te puede producir una idea candente.

– ¿Podrías averiguar algo por mí? ¿Quién está en la junta directiva de Chicago Settlement?

– No si eso significa que alguno de ellos va a resultar malparado por estar implicado en tus tejemanejes, Victoria -la voz de Max no era precisamente jocosa.

– No creo que siquiera tú puedas resultar malparado. Y espero que yo tampoco. Quiero saber si… veamos: Richard Yarborough, Jason o Peter Felitti, o Ben Loring están en su junta directiva.

Max me repitió los nombres, comprobando su ortografía. Me di cuenta de que no tenía al director general de Paragon Steel, era más probable que fuese él que su administrador el que se sentara en una junta importante. Mi Quién es Quién en el Comercio y la Industria de Chicago estaba en mi oficina, pero mis números atrasados del Wall Street Journal estaban frente a mí, en la mesita baja. Mientras Max profería sonidos de impaciencia porque tenía que asistir a su próxima reunión, hojeé los números atrasados hasta que di con la historia de Paragon Steel.

– Theodore Bancroft. Cualquiera de esos cinco. ¿Puedo llamarte esta noche a tu casa?

– Tú estás lista para lanzarte a la acción, así que todos tenemos que estarlo también ¿no? -gruñó Max-. Estoy a punto de asistir a otra reunión y cuando salga de ahí me iré a casa a relajarme un poco. Me comunicaré contigo dentro de unos días.

Cuando Max colgó seguí frotándome distraídamente los dedos de los pies. Depósito de mercancías. ¿Y por qué no depósito de bonos? ¿Y si Diamond Head estuviese consiguiendo que Chicago Settlement comprara sus bonos por su valor nominal, y luego los vendiera con una fuerte pérdida, pero aun así eso representara dinero que antes no tenían?

Era una bonita idea, límpida. Pero ¿cómo había dado con eso Mitch Kruger? Era algo demasiado sofisticado para él. Aunque quizá no para Eddie Mohr, el antiguo presidente local del sindicato. Era hora de ir a verle y preguntarle.

Me incorporé y volví a ponerme los calcetines, unos finitos rosas con flores a los lados, bonitos de ver pero no lo bastante acolchados para los pies. Volví a ponerme los mocasines y entré en mi dormitorio en busca de la Smith & Wesson. Al pasar por el pasillo me vi en el espejo del cuarto de baño. Mi camisa de seda tenía el mismo aspecto que si hubiera dormido con ella puesta. Me la quité y me refresqué bajo el grifo de la bañera.

Llevaba dos semanas sin hacer ninguna colada. Era difícil encontrar una camisa limpia que pareciese lo bastante respetable como para ir de interrogatorio con ella. Finalmente tuve que sacar de una bolsa de la lavandería un corpiño negro de vestir. Lo único que esperaba era que la funda sobaquera no rompiera el delicado tejido, no pensaba salir del barrio sin mi pistola. Una chaqueta negra de pata de gallo casi completaba mi atuendo, y casi cubría el arma. Me estaba un poco ajustada para poderla ocultar por completo.

El señor Contreras había estado tan mudo detrás de su puerta que llamé abajo antes de salir, para asegurarme de que estuviese allí. Contestó a la sexta señal, con la voz de quien está a punto de enfrentarse a un pelotón de ejecución, pero determinado a acompañarme. Cuando llegué abajo pasó varios minutos acariciando a Peppy y a sus retoños, como si fuese su último adiós.

– Tengo que irme -dije suavemente-. De verdad, no tiene por qué venir.

– No, no. He dicho que iría e iré -por fin se separó de los perros y me siguió por el pasillo-. Si no te importa que te lo diga, pequeña, es bastante obvio que llevas un arma. Espero que no estés planeando matar a Eddie.