– Sólo si él dispara primero -abrí el Impala y le sujeté la puerta.
– Si ve que llevas una pistola, y sólo un idiota podría no verlo, no creo que le den muchas ganas de hablar. Aunque no creo que de todas formas tenga mucho que decir.
– ¡Ah! -giré el Impala por Belmont, hacia la avenida Kennedy-. ¿Y qué le hace pensar eso?
No dijo nada. Al mirarle vi asomar un rubor rojo oscuro bajo su piel curtida; volvió la cara para mirar por la ventanilla de su lado.
– ¿Por qué le molesta tanto que vaya a verle?
No contestó, y siguió mirando por la ventanilla. Llevábamos veinte minutos en la avenida Kennedy, sorteando lentamente las salidas al Loop, cuando de repente estalló.
– Es que no me parece justo. Primero va Mitch y le matan, y ahora la tomas con el delegado de mi sindicato. Me siento como si estuviera traicionando al sindicato, como te lo digo.
– Ya veo -dejé pasar a un tráiler antes de intentar cambiar de carril para coger la salida a Stevenson-. Yo no quiero acusar de nada a Eddie Mohr. Pero no consigo que su antiguo jefe hable conmigo. Si no puedo hablar pronto con alguien relacionado con Diamond Head, tendré que parar mi investigación. No puedo coger el caso por ningún otro lado.
– Ya lo sé, niña, ya lo sé -murmuró, sombrío-. Entiendo todo eso. Pero sigue sin gustarme.
La última llamada
Ninguno de nosotros volvió a hablar hasta que salimos de Stevenson por Kedzie. Estábamos en una zona donde los almacenes y las fábricas alternaban con calles residenciales. En esa parte la calle Kedzie ostentaba unos enormes baches debido a los rugientes tráilers. Seguimos rumbo al sur, rebotando entre dos veloces monstruos de dieciséis toneladas. Mantuve el Impala a cerca de ochenta, apretando los dientes con cada sacudida y esperando que ninguno tuviera que parar en seco.
El señor Contreras se distrajo de sus preocupaciones para guiarme hasta la casa de Eddie Mohr en la calle Albany, junto a la Cuarenta. Conseguí coger la salida sin estamparme contra nadie. De repente nos encontramos en un oasis de chalets con jardines bien cuidados, uno de esos remansos de pulcritud que le dan a la ciudad un aire de pueblecito acogedor.
En barrios como ése se entra a los garajes por los callejones que conducen a la parte posterior de las casas. Yo me paré frente a la casa, preguntándome si el Oldsmobile que había sido utilizado en el ataque a Lotty estaría otra vez allí fuera. Me apetecía echarle un vistazo antes de irnos. Un impecable Riviera estaba estacionado frente a la casa: presumiblemente era el coche de la señora Mohr. Aparqué el Impala detrás de él.
El señor Contreras se tomó su tiempo para bajar del coche. Observé sus penosos movimientos durante un minuto, y luego me volví y caminé rápidamente hasta la puerta principal. Toqué el timbre sin esperar a que me alcanzara: no quería convertir aquello en una vigilia de toda la noche mientras él decidía si se estaba comportando o no como un esquirol por llevarme a ver a ese tipo.
La casa estaba protegida por espesas cortinas. Parecía un lugar deshabitado. Tras unos largos minutos, mientras debatía si dar un rodeo por la parte de atrás o si esperar simplemente en el Impala hasta que apareciese alguien, percibí un movimiento en el espeso telón más cercano a la puerta. Alguien me estaba espiando. Procuré dar una impresión de seriedad y sinceridad, esperando que el señor Contreras, que ahora estaba detrás de mí, no pareciera demasiado angustiado para la conversación. Una mujer cincuentona abrió la puerta. Su pelo, de un rubio descolorido, estaba enmarañado en greñas desiguales, como pegado a su cabeza por un peluquero inexperto. Nos observó con unos ojos protuberantes sin brillo.
– Venimos a ver a Eddie Mohr -dije-. ¿Es usted la señora Mohr?
– Soy su hija, la señora Johnson. No se le podrá velar hasta la semana que viene, pero pueden hablar con mi madre si son antiguos amigos suyos.
– ¿No se le podrá velar…? -la mandíbula se me descolgó, inerte-. ¿Está…? ¿No estará muerto, verdad?
– ¿No es por eso por lo que han venido? Me preguntaba cómo se habrían enterado tan rápido. Pensé que este señor sería su padre.
El señor Contreras me asió del brazo, de pronto le flojeaban las piernas.
– Acabo de hablar con él esta mañana, pequeña. Él… nos estaba esperando. Yo… a mí me ha parecido que estaba bien.
Me volví a mirarle, pero nada de lo que se me ocurría era apropiado para ese momento. Con razón estaba tan callado: sabía que yo quería coger desprevenido a Eddie. Probablemente sentía que estaba traicionando al sindicato, pero seguramente también pensaba que me estaba traicionando a mí.
– Lo siento -le dije a la señora Johnson-. Siento irrumpir en un momento así. Debe de haber sido un golpe terrible. No sabía que estuviese enfermo.
– No ha sido su corazón, si es eso lo que está pensando. Le han pegado un tiro. En plena calle Albany. Le han disparado a sangre fría y han huido. Malditos negros. No les basta con destrozar Englewood y matarse entre ellos. Tienen que venir hasta aquí a matar a la gente de McKinley Park. ¿Por qué no pueden quedarse donde están y meterse en sus cosas? -su cara enrojeció de ira, pero los ojos saltones estaban bañados en lágrimas.
– ¿Cuándo ha ocurrido? -conseguí suavizar mi voz, pero clavándome las uñas en la palma de la mano.
– A eso de la una de la tarde. Mi madre me llamó, y por supuesto vine corriendo, aunque tuviera que dejar de cajera a Maggie, cosa que es siempre un error. No es que no sea honrada, pero es que no sabe sumar ni restar. Sencillamente, las escuelas de Chicago ya no hacen su trabajo como en mis tiempos.
Son las pequeñas cosas las que nos preocupan en momentos de gran calamidad. Maggie en la caja… tu mente puede distraerse en torno a esa idea. Tu padre asesinado en plena calle… No, no pienses en ello.
El señor Contreras se agitaba inquieto a mis espaldas, reacio a que yo siguiera fisgoneando como una sádica. Le ignoré y le pregunté a la señora Johnson si alguien había visto a los negros en cuestión.
– Sólo había dos personas en la calle, la señora Yuall y la señora Joyce, que volvían de la tienda. No le prestaron atención al coche. Nadie se espera que asesinen a alguien a plena luz del día en su propio barrio, ¿verdad? Entonces oyeron los disparos y vieron desplomarse a papá. Primero pensaron que había tenido un ataque cardiaco. Sólo después repararon en que habían oído disparos.
Se calló y giró la cabeza, escuchando a alguien que estaba a sus espaldas.
– Ahora mismo voy, mamá. Es uno de los antiguos amigos de papá. Ha llamado esta mañana. ¿Quieres verle?… Discúlpenme un momento -añadió dirigiéndose a nosotros mientras se metía en la casa.
– Esto es terrible, nena, terrible -farfulló ansioso el señor Contreras-. No podemos acosar a esta gente.
Le dirigí una sonrisa forzada.
– Creo que sería una buena idea averiguar qué estaba haciendo en la calle. Al fin y al cabo, tenía dos coches. ¿Por qué iba a pie, y no en coche? ¿Y por qué le ha llamado para decirle que íbamos a venir?
El señor Contreras enrojeció.
– Era lo justo. No podía permitir que irrumpieras aquí, acusando al sindicato de la muerte de Mitch, sin avisarle…
La señora Johnson volvió a salir y se interrumpió en mitad de la frase.
– Mi madre está acostada. Está con una amiga, pero le gustaría saber si mi padre le dijo algo en particular cuando habló con usted esta mañana. ¿Quieren pasar?
El señor Contreras, más rojo que una remolacha ante la idea de hablar con la señora Mohr estando ella en la cama, trató de excusarse. Le agarré el brazo y le empujé hacia dentro.
En realidad, el escenario del dormitorio era de lo más casto. En lugar de los habituales dormitorios diminutos de los chalets, la señora Mohr ocupaba una suite señorial. Un edredón acolchado cubría la cama. La señora Mohr estaba hundida en una amplia butaca de zaraza, con los pies en una banqueta a juego. Llevaba ropa de calle, con medias y tacones, con el rostro totalmente maquillado, de tal forma que los chorretones formados por las lágrimas y el terror acusaban su edad. La vecina estaba sentada junto a ella en una silla de respaldo recto. Había una jarra con té helado y un vaso junto al codo de la señora Mohr.