Выбрать главу

– No es lo que piensas -balbuceé-. No sabía que estaba muerto. Vine a hablar con él tratando de conseguir una pista sobre Mitch Kruger.

– ¿En serio?

El señor Contreras, contento de tener un escape, había bajado al vestíbulo detrás de mí. Las exasperantes experiencias de la última media hora le habían puesto más agresivo de lo normal.

– Pues claro que en serio. Estoy harto de veros a los polis hostigando a Vic en vez de procurar coger asesinos. Nunca la escucháis, así que termina remojándose en el canal y encima venís a echarle la culpa. Da la casualidad de que he hablado con Eddie Mohr esta mañana. Entonces estaba bien. Le dije que íbamos a venir esta tarde, y la primera noticia que tengo es que le han pegado un tiro en la calle.

– Vale, vale -dijo Rawlings-. No habéis intentado adelantaros a mí. ¿De qué queríais hablar con él?

– De dinero. ¿Y tú?

– Bueno, yo he oído lo del tiroteo y ese nombre me sonaba de algo, por lo de la agresión a la doctora con el coche. Así que me proponía echar un vistazo por aquí. No soy tan rápido como tú, señorita W., pero sí que me muevo. Esta noche era la que te tocaba trabajar hasta tarde, recuerdo perfectamente que me lo dijiste ayer.

Cindy se acercó a nosotros en el vestíbulo antes de que se me ocurriese algo que aliviara un poco la amargura que denotaba su voz. Me sentía capaz de besarle delante del señor Contreras, pero no delante de Cindy. Parecería que lo estaba tratando con condescendencia, y eso dificultaría demasiado su entrevista con ellas.

– ¿Lo conoce? -me preguntó Cindy.

– Sí. Es amigo mío. Un buen amigo, aunque a veces es demasiado impulsivo al juzgarme.

– Creo que puede hablar con mi madre. Pero sea breve. Hoy ha recibido una fuerte conmoción.

– Sí señora -asintió Rawlings-. Lo tendré en cuenta… Conduce con cuidado ese cacharro hasta casa, Vic. No quiero enterarme de que alguno de los muchachos te ha tenido que extraer de él.

Reconocimiento de una nueva profesión

– ¿Crees que yo lo he matado, pequeña? -me preguntó el señor Contreras una vez en el coche.

Su ansiedad me quitaba todas las ganas de echarle la bronca por haber avisado a Eddie Mohr esa mañana.

– Claro que no. Si uno de nosotros lo ha matado, he sido yo, por empeñarme en esta investigación.

– No crees que lo hayan matado unos gángsteres, ¿verdad?

– Qué va. Alguien le convenció de que fuese al bar de Barney y le disparó a su vuelta a casa. Lo único que hubiera querido… -me interrumpí.

– ¿Qué, pequeña? ¿Qué es lo que hubieras querido?

– Hubiera querido no encontrar la foto de Mitch. La de Eddie con Hector Beauregard. Y al mismo tiempo me gustaría saber a quién ha llamado esta mañana. Quizá Conrad pueda averiguar algo más que nosotros, aunque no es muy probable, dado que Cindy y Gladys lo consideran algo así como un simio inferior apenas dotado de palabra.

– Conrad, ¿eh? Estás empezando a hacer mucha amistad con un poli si ya le llamas por su nombre de pila.

Noté que me ruborizaba.

– Vayamos a ver si Barney nos cuenta algo.

Durante el corto trayecto hasta la taberna le sugerí una estrategia al señor Contreras. Aceptó inmediatamente, ansioso por compensar como pudiera su catastrófica llamada telefónica.

Barney's era un local pequeño, con una sala para el billar y otra para el bar. Había un puñado de viejos sentados en las dos rayadas mesas del bar. Algunos tenían copas, pero la mayoría parecía estar allí sólo por la compañía. Cuando repararon en que había extraños entre ellos, dejaron de hablar y se nos quedaron mirando abiertamente.

Un hombre macizo de poco más de setenta años se levantó de una de las mesas y se acercó a la barra.

– ¿Puedo ayudaros, amigos?

Nos acercamos a él, el señor Contreras dispuesto a tomar la iniciativa. Pidió una cerveza y tomó un sorbo, luego ofreció un comentario sobre el tiempo, que Barney recibió en silencio. El señor Contreras observó la sala, estudiando a los hombres uno por uno, mientras ellos permanecían glaciales, dirigiéndome alguna que otra mirada francamente hostil. Era un bar de hombres, y por mucho que hicieran las feministas con locales del centro como el de Berghoff, el de Barney no se iba a dejar contaminar.

Finalmente, el señor Contreras soltó un pequeño gruñido de reconocimiento y se volvió hacia Barney.

– Soy Sal Contreras. Eddie Mohr y yo trabajamos juntos en Diamond Head durante más de treinta y cinco años.

Barney se retrajo ligeramente, pero el señor Contreras señaló una de las mesas y preguntó:

– ¿No es cierto, Greg?

Un hombre con una enorme panza debida a la cerveza sacudió lentamente la cabeza.

– Puede, pero… bueno, aquí no hay muy buena luz Alúmbralo un poco, Barney.

El dueño se inclinó detrás de la barra hacia un interruptor y encendió una bombilla del techo. Greg observó a mi vecino durante un largo minuto, dubitativo. De pronto una amplia sonrisa iluminó su rostro.

– Es cierto, Sal. No te había visto desde que te jubilaste. Todos nos hemos puesto viejos, aunque tú tienes buena pinta. Te has mudado a la zona norte, según creo.

Los demás hombres empezaron a moverse en sus asientos, terminándose las copas y murmurando entre ellos. Al fin y al cabo, éramos de los suyos. No tenían por qué cerrar filas.

– Sí -dijo el señor Contreras-. Después de que Clara muriera no me sentía capaz de quedarme en mi antiguo barrio. Me conseguí un buen pisito allá en Racine.

– ¿Es tu hija? Se ha puesto muy guapa. Pero creía que tu chica era mayor.

– No. Ésta es mi vecina, Vic Warshawski. Me ha acompañado con el coche a visitar a Eddie esta tarde, para no tener que coger el tren de cercanías. Entonces nos hemos enterado de que estaba muerto. Supongo que también os habréis enterado.

– Ajá -intervino Barney, ansioso por recobrar el control de su bar-. No hacía ni cinco minutos que había estado aquí. Y le dispararon mientras volvía a casa. La mujer de éste, de Clarence, ha visto morir a Eddie. Cuando los maderos y tal han terminado de hablar con ella, ha venido a por él.

Un calvo sentado junto a Greg asintió vigorosamente con la cabeza. Era el señor Yuall o el señor Joyce. En cuanto reconfortó a su mujer después de la conmoción, se había apresurado a volver al bar de Barney para compartirlo con sus amigos.

– La señora Mohr me ha dicho que había venido aquí a ver a alguien -aventuré, esperando que nuestra buena fe estuviese ya firmemente establecida como para poder hablar.

– Eso es lo que dijo Eddie -confirmó Barney-. Estaba esperando verse con alguien aquí para almorzar. Esperó una hora y finalmente decidió que ya estaba bien. Se comió una hamburguesa solo y se fue para su casa.

– ¿Dejó algún recado, por si el hombre que estaba esperando aparecía finalmente? -pregunté.

– Sí, Barney -intervino Greg-. ¿Te acuerdas? Dijo que era uno de esos jefazos, un falso, y que estaba harto de esperar a los falsos de los jefes, así que si aparecía el tipo que le dijeras que le llamara cuando de verdad quisiera verle.

– Es verdad. Con eso de que se lo han cargado de esa forma, se me había olvidado -Barney se rascó el escaso pelo gris-. Pero ¿qué nombre dijo?

Esperé mientras hacía memoria.

– ¿Milt Chamfers? ¿O Ben Loring? -aventuré finalmente.

Barney agitó lentamente la cabeza.

– Creo que era uno de ellos. Chamfers. Creo que ése es el nombre.

Greg estuvo de acuerdo en que Chamfers era el nombre que había dicho Eddie, pero a él no le sonaba de nada. Al parecer había dejado Diamond Head antes de que entraran los nuevos propietarios. No, Eddie nunca había mencionado a Milt Chamfers antes, ni a él ni a ninguno de ellos.

– Vaya un bonito añadido que le ha puesto Eddie a su casa -terció el señor Contreras, recordando el guión que intentábamos seguir-. Ojalá yo me pudiera pagar una piscina y un Buick, y todo eso. Estuve en Diamond Head treinta y ocho años, sin contar la guerra, pero desde luego ni de broma conseguí una jubilación así.