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Iba por la mitad de mi tofu cuando me llamó Luke Edwards para decirme que el Trans Am estaba listo. Me hizo el lúgubre relato de lo cerca que había estado el paciente de la muerte, y de su resurrección gracias únicamente a sus heroicos esfuerzos.

– Puedes venir hoy a recogerlo, Warshawski. En realidad, espero que vengas, necesito recuperar el Impala. Tengo a alguien que quiere comprarlo.

Con un sobresalto de culpabilidad, recordé que había dejado el Impala al volver la esquina del bar de Barney, en la calle Cuarenta y uno. Con todo el tráfico de camiones que iba y venía de los almacenes de por allí, esperaba con todas mis fuerzas que el bebé de Luke aún estuviera entero. Calculé el tiempo. Si Loring llegaba pronto podría salir sobre las cuatro, pero tendría que ir hasta el sur en un transporte público, o de lo contrario me tocaría volver después a por el Nova de Rent-A-Wreck.

– No creo que pueda antes de las seis, Luke.

– Aquí tengo mucho en que ocuparme, Warshawski. Te estaré esperando.

Cuando colgó miré otra vez mi reloj. Eran ya casi las tres, supuse que Loring tenía que demostrar que podía tenerme esperando, ya que le hacía venir hasta el sur. Los egos de los jefazos son una característica de mi trabajo mucho más desagradable que los ocasionales matones.

Llamé a un amigo mío que era un importante asesor del Departamento de Trabajo, y tuve la suerte de encontrarlo en su oficina.

– Jonathan, soy V. I. Warshawski.

Hacía varios meses que no habíamos hablado. Tuvimos que pasar por el ritual de discutir de béisbol -Jonathan, que se había criado en Kansas City, tenía una lamentable afición por los Royals- antes de que le pudiera preguntar lo que quería saber. Se lo planteé como un montaje hipotético: una compañía quiere convertir el fondo de pensiones del sindicato en anualidades y embolsarse el dinero. Consigue que los responsables del convenio colectivo, debidamente elegidos, suscriban el plan.

– Ahora, supongamos que los responsables firman sin someterlo a la votación de las bases. ¿Consideraría eso legal un tribunal?

Jonathan reflexionó un poco.

– Es un poco espinoso, Vic. Ha habido algunos casos parecidos con la ERISA, y creo que depende de cómo lleven sus asuntos los del sindicato. Si los responsables toman otras decisiones financieras sin consultar a las bases, probablemente decidirán que es legal.

La ERISA era una ley que databa de doce años atrás, supuestamente concebida para proteger los planes de pensión y de jubilación. Había generado ya más volúmenes de casos federales que los que tiene el Talmud.

– ¿Y si los responsables recibiesen, digamos, una suma sustancial para suscribir el plan?

– ¿Un soborno, de hecho? No sé. Si hubiese pruebas de un intento de expoliar al sindicato… pero si sólo se tratara de convertir un fondo de pensiones en anualidades, es posible que la ERISA lo considerara poco ético, pero no ilegal. ¿Es tan importante como para que lo compruebe?

– Sí, es bastante importante.

Prometió mirarlo para el viernes. Cuando colgué me pregunté en qué posición estaba realmente Dick. Debió de comprobar el aspecto legal antes de pedirle a Eddie Mohr que firmara lo del fondo de pensiones. Desde luego, no podía estar tan cegado por la codicia como para exponerse a ser sentenciado a la prisión federal.

Mis espinacas ya estaban demasiado frías para ser apetitosas. Me llevé el plato a la cocina. Probablemente los tipos de Diamond Head mataron a Mitch Kruger porque vio que Eddie vivía muy bien y le sonsacó cómo había recibido tanto dinero de la compañía. Y cuando Mitch apareció por allí reclamando su parte del pastel, le aporrearon la cabeza y lo tiraron al canal. ¿Significaba eso que ellos sabían que lo que habían hecho era ilegal? ¿O sólo que temían que pudiera serlo? A la gente le entra el pánico si cree que la van a desenmascarar cuando ha hecho algo de lo que se puede avergonzar. Y si los jefes transmiten su pánico a los subalternos que han contratado sólo por su fuerza bruta, puede pasar cualquier cosa. Aun así, Dick estaba caminando por la cuerda floja.

Me di cuenta de que estaba con el plato en la mano, mirando abstraídamente por la ventana de la cocina, cuando Loring tocó por fin el timbre. El señor Contreras estaba levantado y al loro: oí su implacable interrogatorio al visitante cuando abrí mi puerta.

Sólo entonces recordé la orina en el rincón de la escalera. El hedor era inconfundible, pero era ya demasiado tarde para ocuparme de eso.

Cuando Loring entró, su cara estaba fruncida por el enfado.

– ¿Quién diablos es ese viejo? ¿En qué se mete, para estar interrogándome?

– Es mi socio. Parte de su trabajo consiste en comprobar quién me visita. Me han estado espiando toda la semana, y eso nos pone nerviosos a los dos. ¿Café? ¿Vino? ¿Tofu?

– Para mí nada. No me apetece estar aquí y no quiero prolongarlo. Tu socio, ¿eh? No parece una superganga.

– Pero usted no está aquí como mi asesor comercial, ¿verdad? Yo necesito un café. Vuelvo enseguida.

La cafetera que me había preparado con el desayuno estaba fría. Me tomé unos cinco minutos para preparar otra. Cuando volví al cuarto de estar, el propio Loring estaba a punto de entrar en ebullición -un momento siempre crítico cuando se está cocinando.

– ¿Qué es lo que intentas hacerme, Warshawski? Llevo las finanzas de una gran compañía. Lo he dejado todo para verme con los miembros de nuestra junta que me podían dar luz verde para hablar contigo, y ahora me tienes aquí plantado sólo por gusto. Puede que me convenga más enfrentarme con la prensa.

– No le conviene más. Y no hace falta que yo se lo diga. Me he pasado toda la noche consultando archivos relativos a Diamond Head. He llegado a las seis y media de la madrugada y me he metido en la cama. Ahora sé…

– ¿Dónde? -inquirió-. Si has tenido acceso a los archivos de Diamond Head, ¿por qué coño me estás jodiendo a mí?

– No lo he tenido hasta anoche. El acceso, quiero decir. Ha sido pura suerte, combinada con la rama de especialidad de mi socio. Pero sigo sin saber cuál es su problema. Ahora sé que el acuerdo de conformidad cuando compraron Central States Aviation implicaba que tenían que vender Diamond Head -resumí lo que había sabido por los papeles de Dick esa noche.

– Si sabes eso, lo sabes todo -dijo Loring. Su cara seguía enfurruñada.

Sacudí la cabeza.

– ¿Cuál es el secreto? ¿Es que tuvo que firmar alguna cláusula con el Departamento de Defensa que especifica que no puede hablar de ello con los simples contribuyentes?

– No, nada de eso. ¿Qué sabes respecto al acuerdo?

– No mucho. Que tenían sesenta días para vender, y Jason Felitti apareció con una oferta que les pareció mejor que cualquier otra que les harían si esperaban. Y luego que tuvieron que ofrecer ciertas garantías de que no los apartarían del negocio.

Loring soltó una risotada.

– ¡Ojalá! No, no viste el verdadero acuerdo. O no lo leíste muy atentamente.

– No estaba tan interesada en eso como en…, bueno, en otras cosas. Y sólo tenía unas horas para mirar los archivos.

– ¿Qué otras cosas?

– Usted primero, señor Loring.

Se acercó a la ventana para enfrascarse en un debate interno. No le llevó mucho tiempo: no había venido hasta aquí en un día laborable sólo para volver con las manos vacías.

– Ya me avisó Daraugh Graham respecto a ti -comentó con menos animosidad-. Y supongo que si él confía en ti yo también puedo.

Intenté exhibir una sonrisa amistosa.

– Si te leyeras todo el acuerdo de conformidad, verías que la preocupación del Departamento de Justicia por Diamond Head iba mucho más allá de protegerlos de nosotros: teníamos que garantizar su supervivencia siguiendo proporcionándoles un mercado para sus productos. Y siguiendo proporcionándoles las materias primas.