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—Algo parecido a lo que sucede en la actualidad.

Langdon frunció el entrecejo. Kohler tenía razón. Las guerras santas seguían ocupando titulares. «Mi Dios es mejor que el tuyo.» Parecía haber siempre una estrecha correlación entre auténticos creyentes y un elevado número de bajas.

—Prosiga —pidió Kohler.

El profesor puso en orden sus pensamientos y continuó:

—Una vez que los illuminati se hubieron hecho poderosos en Europa, volvieron la vista hacia Estados Unidos, con un incipiente gobierno, muchos de cuyos líderes (George Washington, Benjamin Franklin...) eran masones; hombres honrados y temerosos de Dios que desconocían la gran influencia de la hermandad en la masonería. Los illuminati se aprovecharon de su infiltración y ayudaron a fundar bancos, universidades e industrias para así poder llegar a financiar su objetivo final. —Hizo una pausa—. La creación de un único Estado mundial, una especie de Nuevo Orden Mundial seglar.

Kohler permanecía inmóvil.

—Un Nuevo Orden Mundial —repitió Langdon— basado en los conocimientos científicos. Lo llamaban su «doctrina luciferina». La Iglesia aseguraba que Lucifer era una referencia al diablo, pero la hermandad insistía que se había de leer en su significado literal en latín: «portador de luz» o «iluminador».

Kohler suspiró, y su voz adoptó un tono solemne cuando dijo:

—Señor Langdon, por favor, siéntese.

Vacilante, él se sentó en una silla cubierta de escarcha.

Kohler acercó su silla de ruedas.

—No estoy seguro de haber entendido todo lo que acaba de contarme, pero sí tengo claro lo siguiente: Leonardo Vetra era uno de los científicos más valiosos del CERN. Además de un amigo. Necesito que me ayude a localizar a los illuminati.

Langdon no sabía qué responder.

—¿Localizar a los illuminati? —«Está de broma, ¿no?»—. Me temo, señor, que eso es absolutamente imposible.

Kohler frunció el entrecejo.

—¿Qué quiere decir? No...

—Señor Kohler —Langdon se inclinó hacia su anfitrión, sin saber muy bien cómo iba a hacerle comprender lo que tenía que decir—. No he terminado de contar mi historia. A pesar de las apariencias, es altamente improbable que esa marca sea obra de los illuminati. No ha habido pruebas de su existencia en más de medio siglo, y la mayoría de los estudiosos están de acuerdo en que se disolvieron hace muchos años.

Se hizo el silencio. Kohler se lo quedó mirando fijamente a través de la neblina con una expresión a medio camino entre la estupefacción y la rabia.

—¿Cómo demonios puede usted decir que ese grupo se ha disuelto cuando su nombre está marcado a fuego en el cuerpo de ese hombre?

Langdon llevaba toda la mañana haciéndose esa misma pregunta. La aparición del ambigrama de los illuminati era asombrosa. Expertos en simbología de todo el mundo se quedarían perplejos si lo vieran. Y, sin embargo, el académico que había en él comprendía que la reaparición de la marca no demostraba absolutamente nada sobre los illuminati.

—Los símbolos no confirman en modo alguno la presencia de sus creadores originales —declaró.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que cuando doctrinas organizadas como la de los illuminati desaparecen, sus símbolos permanecen..., y quedan entonces a disposición de otros grupos. A eso se le llama transferencia. Es muy común en simbología. Los nazis adoptaron la esvástica de los hindúes, los cristianos tomaron la cruz de los egipcios, los...

—Cuando esta mañana he tecleado la palabra «illuminati» en el ordenador —lo interrumpió Kohler—, he obtenido miles de referencias actuales. Al parecer, mucha gente piensa que ese grupo todavía está en activo.

—Son meros bulos conspirativos —repuso Langdon.

Siempre lo había molestado la plétora de teorías conspirativas que circulaban en la cultura popular moderna. A los medios de comunicación les encantaban los titulares apocalípticos, y muchos autoproclamados «especialistas en cultos» seguían haciendo caja con el tema del fin del milenio, inventando historias acerca de que los illuminati todavía estaban vivos y dispuestos a implantar su Nuevo Orden Mundial. Recientemente, el New York Times había publicado un artículo sobre los vínculos masónicos de incontables famosos: sir Arthur Conan Doyle, el duque de Kent, Peter Sellers, Irving Berlin, el príncipe Felipe de Edimburgo, Louis Armstrong, así como todo un panteón de célebres industriales y magnates de la banca de la actualidad.

Furioso, Kohler señaló el cadáver de Vetra.

—A juzgar por las circunstancias, yo diría que quizá esos bulos conspirativos son ciertos.

—A pesar de las apariencias —replicó Langdon con la mayor diplomacia de que fue capaz—, la explicación más plausible sería que alguna otra organización se haya hecho con la marca de los illuminati y la esté utilizando en interés propio.

—¿Qué interés? ¿Qué quieren demostrar con este asesinato?

«Buena pregunta», pensó Langdon. También le costaba entender de dónde podría haber sacado alguien la marca de los illuminati cuatrocientos años después.

—Lo único que puedo decirle es que, incluso si la hermandad estuviera en activo hoy en día, cosa que me parece altamente improbable, no estaría implicada en el asesinato de Leonardo Vetra.

—¿No?

—No. Puede que los illuminati pretendieran abolir el cristianismo, pero ejercían su poder a través de la política y las finanzas, no mediante actos terroristas. Es más, tenían un estricto código moral en lo que respectaba a sus enemigos. Tenían la más alta consideración para con los hombres de ciencia. Jamás habrían asesinado a un colega como Leonardo Vetra.

La mirada de Kohler se tornó gélida.

—Quizá se me ha olvidado mencionar que Leonardo Vetra no era precisamente lo que se dice un científico convencional.

Langdon dejó escapar un suspiro.

—Señor Kohler, estoy seguro de que Leonardo Vetra era brillante en muchos sentidos, pero el hecho es que...

Sin previo aviso, Kohler dio media vuelta y salió del salón, dejando tras de sí una estela en la neblina mientras desaparecía pasillo abajo.

—Por el amor de Dios —gruñó Langdon, y fue tras él.

Kohler estaba esperándolo en un pequeño rincón al final del pasillo.

—Éste era el estudio de Leonardo —dijo señalándole una puerta corredera—. Cuando lo vea puede que comprenda lo que le estoy diciendo. —Con un gruñido, descorrió la puerta.

Al ver el estudio, Langdon sintió que se le ponía la carne de gallina. «¡Virgen santa!», pensó.

CAPÍTULO 12

En otro país, un joven guardia permanecía pacientemente sentado ante un vasto panel de monitores de vídeo. Observaba las destellantes imágenes en directo de cientos de videocámaras inalámbricas que registraban el extenso complejo. Las imágenes se sucedían sin interrupción.

Un pasillo ornamentado.

Un despacho privado.

Una cocina industrial.

El guarda observaba la sucesión de imágenes con absoluta concentración. Se acercaba el final de su turno, pero todavía permanecía vigilante. Realizar ese servicio era un honor, y algún día le sería concedida la recompensa definitiva.

Mientras divagaba, una imagen lo puso en alerta. De repente, con un movimiento reflejo que lo sobresaltó incluso a él, extendió la mano y presionó un botón del panel de control para congelar la imagen.

Sintiendo el cosquilleo de los nervios, se inclinó hacia delante para ver mejor la pantalla. Según la lectura del monitor, la imagen provenía de la cámara 86, que se suponía que se encontraba en un pasillo.