Afortunadamente, el hassassin se lo había tragado y lo había soltado.
Luego, Langdon esperó todo el tiempo que pudo en el fondo de la fuente. Estaba a punto de ahogarse. Se preguntó si el hassassin todavía estaría allí. Aspiró aire del tubo una vez más, luego lo soltó y nadó bajo el agua hasta llegar al cuerpo central. Silenciosamente, subió a la superficie, entre las sombras de las enormes figuras de mármol.
La furgoneta ya no estaba.
Eso era todo cuanto necesitaba ver. Tras aspirar una larga bocanada de aire fresco, se dirigió al lugar en el que se había hundido el cardenal Baggia. Langdon sabía que ya debía de estar inconsciente, y que las posibilidades de reanimarlo eran escasas, pero debía intentarlo. Cuando encontró su cuerpo, plantó ambos pies a cada lado, extendió los brazos, agarró las cadenas que envolvían el cuerpo del cardenal y tiró de ellas. Cuando el anciano salió a la superficie, Langdon pudo ver que tenía los ojos salidos y vueltos hacia arriba. No era una buena señal. No respiraba ni tenía pulso.
Consciente de que no podría levantar el cuerpo por encima del borde de la fuente, arrastró al cardenal Baggia por el agua hasta el hueco que había bajo el montículo central de mármol. Allí el agua era menos profunda y había un saliente inclinado. Langdon intentó depositar el cuerpo desnudo sobre el saliente. Lo consiguió a medias.
Entonces se puso manos a la obra. Comprimiendo el pecho encadenado del hombre, bombeó el agua de sus pulmones. Luego le practicó el boca a boca. Contando cuidadosa y deliberadamente. Resistiendo la tentación de soplar demasiado aprisa y con demasiada fuerza. Durante tres minutos intentó reanimar al anciano. Al cabo de cinco, tuvo claro que ya no había nada que hacer.
Il preferito. El hombre que iba a ser papa yacía muerto ante sus ojos.
Por alguna razón, incluso entonces, postrado en las sombras del saliente semisumergido, el cardenal Baggia seguía transmitiendo un aire de tranquila dignidad. El agua lamía suavemente su pecho, casi con arrepentimiento, como si pidiera perdón por haberlo matado, como si quisiera limpiar de su pecho la quemadura que llevaba su nombre.
Con cuidado, pasó la palma de la mano por el rostro del hombre y le cerró los párpados. Al hacerlo, sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. Le extrañó. Luego, por primera vez en años, Langdon lloró.
CAPÍTULO 105
Robert Langdon dejó el cadáver del cardenal en el agua y, poco a poco, las emociones que lo abrumaban se fueron disipando. Agotado y solo, creyó estar a punto de derrumbarse. En vez de eso, sin embargo, sintió que una nueva compulsión nacía en su interior. Innegable. Frenética. Notó cómo sus músculos se fortalecían con inesperada energía. E, ignorando el dolor de su corazón, su mente dejó a un lado el pasado y se concentró en la desesperada tarea que tenía por delante.
«Encontrar la guarida de los illuminati. Ayudar a Vittoria.»
Volviéndose hacia el centro rocoso de la fuente de Bernini, hizo acopio de sus últimas esperanzas e inició la búsqueda del último indicador. Sabía que en algún lugar de aquella sinuosa masa de figuras había una pista que apuntaba a la guarida. Al inspeccionar la fuente, sin embargo, sus esperanzas se desvanecieron rápidamente. Las palabras del segno parecían burlarse de él. «Deja que los ángeles guíen tu noble búsqueda.» Langdon miró con odio las formas talladas que tenía ante sí. «¡Es una fuente pagana! ¡Aquí no hay ningún maldito ángel!»
Tras completar la infructuosa búsqueda del indicador en el conjunto escultórico, su mirada ascendió instintivamente por el alto pilar de piedra. «Cuatro indicadores —pensó—, desperdigados por Roma formando una cruz gigante.»
Mientras examinaba los jeroglíficos que decoraban el monolito, se preguntó si quizá se trataría de una pista oculta en un símbolo egipcio. Rechazó la idea de inmediato. Los jeroglíficos eran varios siglos anteriores a Bernini, y no fueron descifrables hasta que se descubrió la piedra de Rosetta. Aun así, aventuró, ¿no podría Bernini haber tallado un símbolo adicional? ¿Uno que pasara desapercibido entre todos los jeroglíficos?
Con esperanzas renovadas, rodeó la fuente una vez más y estudió las cuatro caras del obelisco. Le llevó un par de minutos, y cuando llegó al final de la última, sus esperanzas volvieron a derrumbarse. No parecía haber ningún añadido. Y, desde luego, tampoco ningún ángel.
Langdon consultó la hora en su reloj. Eran las once en punto. No podía decir si el tiempo volaba o se arrastraba. Imágenes de Vittoria y el hassassin comenzaron a atormentarlo mientras completaba otra vuelta a la fuente. Exhausto, sintió que estaba a punto de derrumbarse. Echó la cabeza hacia atrás y profirió un grito en la noche.
El grito se le quedó atascado en la garganta.
Se quedó mirando el extremo del obelisco. Con anterioridad ya había visto el objeto que había ahí arriba, pero lo había ignorado. Ahora, sin embargo, le prestó atención. No era un ángel. Ni mucho menos. De hecho, ni siquiera le había parecido que formara parte de la fuente de Bernini. Había creído que se trataba de una criatura viva, uno de los carroñeros de la ciudad encaramado a una alta torre.
«Un pichón.»
Aguzó la mirada para ver bien el objeto, borroso a causa de la reluciente neblina que había a su alrededor. Era un pichón, ¿no? Podía ver claramente la cabeza y el pico recortados contra las estrellas. Sin embargo, el pájaro no parecía haberse movido desde que Langdon había llegado a la plaza. Encaramado a lo alto del obelisco, seguía mirando tranquilamente hacia el oeste.
Observó un momento más el objeto y luego sumergió la mano en la fuente. Cogió un puñado de monedas y se las arrojó. Éstas repiquetearon en la superficie del obelisco de granito. El pájaro no se movió. Lo volvió a intentar. En esta ocasión, algunas de las monedas alcanzaron al pájaro. Un tenue ruido metálico resonó en la plaza.
El maldito pichón era de bronce.
«Estás buscando un ángel, no un pichón», le recordó una voz. Demasiado tarde. Langdon ya había establecido la conexión. Se había dado cuenta de que no se trataba de ningún pichón.
Era una paloma.
Sin ser apenas consciente de sus propias acciones, se dirigió al centro de la fuente y empezó a trepar por la montaña de mármol travertino, agarrándose a los enormes brazos y cabezas de sus figuras. A medio camino de la base del obelisco, dejó atrás la neblina y pudo ver la cabeza del pájaro con mayor claridad.
No había duda, se trataba de una paloma. El supuesto color oscuro del pájaro era en realidad resultado de la polución de Roma, que había deslustrado el bronce original. Entonces comprendió su significado. Antes había visto un par de palomas en el Panteón. Un par de palomas no tenían ningún significado. Ésta, sin embargo, estaba sola.
«La paloma solitaria es el símbolo pagano del ángel de la paz.»
La verdad estuvo a punto de elevarlo hasta lo alto del obelisco. Bernini había escogido el símbolo pagano del ángel para que pareciera una fuente pagana. «Deja que los ángeles guíen tu noble búsqueda.» «¡La paloma es el ángel!» No se le ocurría ningún lugar más elevado para el último indicador de los illuminati que la punta de ese obelisco.
El pájaro miraba hacia el oeste. Langdon intentó averiguar hacia qué lugar señalaba, pero los edificios no se lo permitían. Trepó un poco más. Inesperadamente, le vino a la memoria una cita de san Gregorio de Nisa. «Cuando el alma se ilumina, adopta la hermosa forma de una paloma.»
Langdon siguió subiendo en dirección a la paloma. Casi volaba. Llegó a la plataforma desde la que se alzaba el obelisco. Ya no podía trepar más. En cuanto miró en derredor, sin embargo, supo que no haría falta. Toda Roma se extendía ante él. La vista era impresionante.