A su izquierda podía ver los caóticos focos de los medios de comunicación alrededor de la basílica de San Pedro. A su derecha, la humeante cúpula de Santa Maria della Vittoria. Delante de él, a lo lejos, la piazza del Popolo. Y, a sus pies, el cuarto y último indicador. Una gigantesca cruz de obeliscos.
Temblando, observó la paloma. Luego se volvió hacia la dirección que señalaba y aguzó la mirada hacia el horizonte.
Lo vio al instante.
Tan obvio. Tan claro. Tan engañosamente simple.
Ahora que la tenía delante, no podía creer que la guarida de los illuminati hubiese permanecido oculta durante tantos años. Toda la ciudad pareció desvanecerse mientras contemplaba la gigantesca estructura de piedra que veía al otro lado del río. Era uno de los edificios más famosos de Roma. Se encontraba a orillas del río Tíber, enfrente mismo del Vaticano. La geometría de la construcción era austera: un castillo circular rodeado por una fortaleza cuadrada y, extramuros, alrededor de toda la estructura, un parque con forma de pentágono.
Las antiguas murallas de piedra estaban teatralmente iluminadas con una suave luz. En lo alto del castillo se elevaba un enorme ángel de bronce cuya espada señalaba el centro mismo del edificio. Y por si esto fuera poco, la entrada principal era el famoso ponte Sant’Angelo, que conducía única y exclusivamente al castillo, una espectacular vía de acceso adornada por doce altos ángeles tallados por el propio Bernini.
A modo de sobrecogedora revelación final, Langdon se percató de que la cruz de obeliscos repartidos por la ciudad señalaba el castillo al estilo de los illuminati: el brazo central de la cruz pasaba directamente por encima del centro del puente del castillo, dividiéndolo en dos mitades iguales.
Procurando no mojarla con su empapado cuerpo, recogió su americana de tweed. Luego subió al sedán robado, pisó con fuerza el acelerador y se perdió en la noche a toda velocidad.
CAPÍTULO 106
Pasaban siete minutos de las once de la noche cuando el coche de Langdon circulaba por Roma a toda velocidad. Mientras recorría el Lungotevere Tor Di Nona, en paralelo al río, pudo ver cómo a su derecha el destino se alzaba como una montaña.
«Castel Sant’Angelo.»
Sin previo aviso, de repente apareció el desvío para coger el estrecho puente. Pisó el freno y giró. Lo hizo a tiempo, pero el puente estaba cerrado al tráfico. Tras derrapar tres metros, chocó con los pequeños pilares de cemento que bloqueaban el camino. Langdon sufrió una fuerte sacudida cuando su vehículo colisionó. Había olvidado que ahora ese puente era únicamente peatonal.
Agitado, salió del maltrecho coche lamentando no haber escogido alguna otra ruta. Estaba aterido por culpa del baño en la fuente. Se puso su americana Harris de tweed por encima de la camisa mojada y agradeció el característico doble forro. El folio del Diagramma se mantendría seco. Ante él, al otro lado del puente, la fortaleza de piedra se alzaba como una montaña. Dolorido y agotado, echó a correr.
A ambos lados, como un guantelete de escoltas, una procesión de ángeles de Bernini lo guiaba hasta su destino final. «Deja que los ángeles guíen tu noble búsqueda.» A medida que se iba acercando a él, el castillo parecía cada vez más alto. Era como un pico imposible de escalar. Le resultaba todavía más intimidante que la basílica de San Pedro. Mientras corría hacia el bastión, levantó la mirada hacia el centro circular de la ciudadela y el descomunal ángel que lo remataba.
El castillo parecía estar desierto.
Sabía que a lo largo de los siglos el Vaticano había utilizado ese edificio como tumba, fortaleza, refugio papal, prisión para enemigos de la Iglesia y museo. Al parecer, sin embargo, el castillo también tenía otros ocupantes: los illuminati. De algún modo extraño, tenía sentido. Aunque el castillo era propiedad del Vaticano, su uso era esporádico, y con los años Bernini había llevado a cabo muchas reformas. Se rumoreaba que estaba repleto de entradas, pasadizos secretos y estancias ocultas. Langdon estaba seguro de que el ángel y el parque con forma de pentágono también eran obra del artista.
Cuando llegó ante las gigantescas puertas del castillo, empujó con fuerza. No se movieron. Dos aldabas de hierro colgaban a la altura de los ojos. No les prestó atención. Retrocedió un paso y examinó la muralla exterior. Esas murallas habían resistido el ataque de bereberes, paganos y moros. Algo le decía que sus posibilidades de entrar por allí eran escasas.
«Vittoria —pensó—. ¿Estás ahí dentro?»
Langdon empezó a recorrer el perímetro de la muralla exterior. «Tiene que haber otra entrada.»
Al rodear el segundo baluarte en dirección al oeste, llegó casi sin resuello a una pequeña zona de aparcamiento que había junto al Lungotevere. Allí encontró una segunda entrada al castillo, un puente levadizo subido y cerrado. Volvió a levantar la mirada.
Las únicas luces del castillo eran los focos que iluminaban la fachada exterior. Todas las pequeñas ventanas parecían estar a oscuras. Langdon miró un poco más arriba. En lo alto de la torre central, a unos treinta metros, justo debajo de la espada del ángel, sobresalía un balcón solitario. El parapeto de mármol parecía relucir tenuemente, como si la habitación que había detrás estuviera iluminada con una antorcha. Langdon se detuvo y, de repente, su empapado cuerpo se echó a temblar. ¿Una sombra? Aguardó un momento. Luego volvió a verla. Se estremeció. «¡Ahí arriba hay alguien!»
—¡Vittoria! —llamó, incapaz de contenerse, pero su voz quedó ahogada por el fragor del Tíber a su espalda.
Empezó a dar vueltas en círculos, preguntándose dónde diantre se encontraba la Guardia Suiza. ¿Acaso no habían oído su transmisión?
Al otro lado del aparcamiento divisó un camión de la prensa. Langdon corrió hacia él. Un hombre con una gran barriga que llevaba unos auriculares puestos estaba sentado en la cabina manipulando unas palancas. Langdon llamó a la puerta con los nudillos. El hombre se sobresaltó, vio la ropa mojada del profesor y se quitó los auriculares.
—¿Qué pasa, colega? —Hablaba con acento australiano.
—Necesito su teléfono. —Langdon estaba frenético.
El hombre se encogió de hombros.
—No hay señal. Llevo toda la noche intentándolo. Las líneas están colapsadas.
Langdon maldijo en voz alta.
—¿Ha visto entrar a alguien ahí dentro? —Señaló el puente levadizo.
—La verdad es que sí. Una furgoneta negra ha estado entrando y saliendo toda la noche.
A Langdon se le hizo un nudo en el estómago.
—Suertudo cabrón —dijo el australiano levantando la mirada hacia la torre y frunciendo luego el entrecejo porque él no podía ver el Vaticano—. Seguro que desde ahí arriba la vista es perfecta. No he conseguido llegar a la plaza de San Pedro por culpa del tráfico, así que he de grabar desde aquí.
Langdon no lo escuchaba. Estaba considerando sus opciones.
—¿Usted qué cree? —le preguntó el australiano—. ¿Ese «samaritano de la undécima hora» es real o qué?
Langdon se volvió hacia él.
—¿Cómo dice?
—¿No se ha enterado? El capitán de la Guardia Suiza ha recibido una llamada de alguien que asegura tener información decisiva. Y ahora ese tipo está a punto de llegar en avión. Lo único que sé es que, si consigue salvar la situación, ¡las audiencias subirán todavía más! —Se rio.
Langdon se sentía confuso. ¿Un buen samaritano acudía a ofrecer su ayuda? ¿Acaso sabía dónde estaba la antimateria? Entonces, ¿por qué no se lo decía a la Guardia Suiza y ya está? Había algo muy raro en todo aquello, pero él no tenía tiempo de averiguar de qué se trataba.