—Eh —dijo el australiano al fijarse en su rostro—. ¿No es usted el tipo ese que he visto en la televisión? ¿El que ha intentado salvar al cardenal en la plaza de San Pedro?
Langdon no contestó. Había posado su mirada en un artilugio que sobresalía en el techo del camión: una antena parabólica sujeta a un brazo extensible. Volvió a mirar el castillo. La muralla exterior medía quince metros de altura. La fortaleza interior, todavía más. La torre parecía increíblemente alta desde allí, pero si por lo menos consiguiera salvar la primera muralla...
Langdon se volvió hacia el periodista y señaló el brazo extensible.
—¿A qué altura llega eso?
—¿Cómo dice? —El hombre parecía confuso—. Quince metros. ¿Por qué?
—Mueva el camión. Aparque junto a la muralla. Necesito su ayuda.
—¿De qué está hablando?
Langdon se lo explicó.
El australiano abrió unos ojos como platos.
—¿Está loco? ¡Ese brazo telescópico cuesta doscientos mil dólares! ¡No es una escalera!
—¿Quiere audiencia? Poseo una información que se la daría. —Langdon estaba desesperado.
—¿Una información que vale doscientos de los grandes?
El profesor le dijo lo que le revelaría a cambio del favor.
Noventa segundos después, Robert Langdon estaba colgado del extremo del brazo extensible a quince metros de altura. Tras cogerse a lo alto del primer baluarte, se acercó a la muralla y consiguió saltar sobre el bastión inferior del castillo.
—¡Ahora cumpla con el trato! —exclamó el australiano—. ¿Dónde está el cardenal?
Langdon sintió una punzada de culpabilidad por revelar la información, pero un trato era un trato. Además, seguramente el hassassin llamaría de todos modos a los medios.
—Piazza Navona —gritó—. En la fuente.
El australiano bajó la antena parabólica y salió pitando hacia la exclusiva de su vida.
En una cámara de piedra que se elevaba por encima de la ciudad, el hassassin se quitó las botas mojadas y se vendó el dedo del pie herido. Sintió dolor, pero eso no le impidió disfrutar del momento.
Se volvió hacia su trofeo.
Vittoria estaba en un rincón de la habitación, tumbada boca arriba sobre un rudimentario diván, con las manos atadas a la espalda y amordazada. El hassassin se acercó a ella. Estaba despierta. Eso le gustó. Curiosamente, en sus ojos vio fuego, no miedo.
«El miedo ya llegará.»
CAPÍTULO 107
Robert Langdon corrió alrededor del baluarte exterior del castillo, agradecido por el resplandor de los focos. Mientras rodeaba la muralla, advirtió que el patio que tenía debajo parecía un museo de armamento antiguo: había catapultas, pilas de balas de cañón de mármol y un arsenal de artilugios temibles. Partes del castillo estaban abiertas a los turistas durante el día, y el patio había sido parcialmente restaurado con el fin de recuperar su estado original.
Los ojos de Langdon pasaron del patio al cuerpo central de la fortaleza. La ciudadela circular se elevaba treinta y dos metros hasta el ángel de bronce que la remataba. En el balcón que había en lo alto todavía se veía luz. Reprimió el impulso de gritar. Sería mejor que buscara algún modo de entrar.
Consultó su reloj.
Las 23.12 horas.
Descendió a toda velocidad la rampa de piedra que recorría el interior de la muralla y llegó al patio. Una vez allí, empezó a correr entre las sombras, rodeando la fortaleza en el sentido de las agujas del reloj. Pasó por delante de tres pórticos, pero todos estaban cerrados de modo permanente. «¿Cómo habrá entrado el hassassin?» Langdon siguió adelante. Pasó por delante de dos entradas modernas, pero estaban cerradas por fuera con un candado. «Por aquí no.» Continuó corriendo.
Había rodeado ya casi todo el edificio cuando vio ante sí un camino de gravilla que recorría el patio de punta a punta. En un extremo, en la muralla exterior del castillo, vio la parte trasera del puente levadizo que conducía de vuelta al exterior. En el otro, el camino desaparecía dentro la fortaleza. Parecía conducir a una especie de túnel que se internaba en el cuerpo central. «Il traforo!» El profesor había leído acerca del traforo del castillo, una gigantesca rampa en espiral que recorría el interior del puente para que los comandantes a caballo pudieran subir y bajar rápidamente. «¡El hassassin ha subido la rampa con la furgoneta!» La verja del túnel estaba alzada. Eufórico, corrió hacia la entrada. En cuanto llegó, sin embargo, su excitación desapareció de golpe.
El túnel descendía.
No era la entrada correcta. Al parecer, esa sección del traforo conducía a las mazmorras, no a los pisos superiores.
De pie ante la oscura boca que parecía descender a lo más profundo de la tierra, Langdon vaciló. Volvió a mirar al balcón. Le pareció ver a alguien que se movía. «¡Decídete!» Sin otra opción, entró finalmente en el túnel.
En el interior del castillo, el hassassin se acercó a su presa y le pasó una mano por el brazo. La piel de la mujer era suave como la crema. La expectativa de explorar sus tesoros corporales le resultaba embriagadora. ¿De cuántas formas podría violarla?
Sabía que se merecía a esa mujer. Había servido a Janus como era debido. Era su botín de guerra, y cuando hubiera terminado con ella, haría que se levantara del diván y se arrodillara. Volvería a someterla de ese modo. «La sumisión definitiva.» Finalmente, cuando llegara al clímax, le cortaría la garganta.
«Ghayat assa’adah», lo llamaban. El placer definitivo.
Después, regodeándose en su gloria, saldría al balcón para saborear la culminación del triunfo de los illuminati, una venganza largamente ansiada por muchos.
El túnel era cada vez más lóbrego. Langdon siguió descendiendo.
Tras una vuelta completa, se encontraba prácticamente a oscuras. Entonces el suelo se niveló y él aminoró el ritmo, advirtiendo por el eco de sus pasos que acababa de entrar en una cámara más grande. En la oscuridad que se extendía ante él, creyó ver destellos de luz, como un reflejo borroso. Avanzó con los brazos extendidos hasta llegar a una superficie lisa. Pintura cromada y cristal. Era un vehículo. Palpando la superficie, encontró la puerta y la abrió.
La luz del interior del vehículo se encendió. El profesor dio un paso atrás y reconoció al instante la furgoneta negra. Sintió una oleada de odio. Se la quedó mirando fijamente y luego entró con la esperanza de encontrar un arma que reemplazara la que había perdido en la fuente. No encontró ninguna, pero sí el móvil de Vittoria. Estaba destrozado y era inservible. Al verlo, se sintió embargado por el miedo. Rezó para que no fuera demasiado tarde.
Extendió el brazo y encendió los faros de la furgoneta. La habitación en la que se encontraba se hizo visible. Langdon supuso que antaño debía de haber servido para albergar los caballos y la munición. Era un callejón sin salida.
«¡Me he equivocado de camino!»
Sin saber qué hacer, salió de la furgoneta y examinó las paredes que lo rodeaban. Ninguna puerta. Ninguna abertura. Pensó en el ángel que había en la entrada del túnel y se preguntó si se trataba de una coincidencia. «¡No! —Recordó entonces las palabras del asesino en la fuente—: Ella está en la Iglesia de la Iluminación..., esperando mi regreso.» Había llegado demasiado lejos para fallar ahora. El corazón le latía con fuerza. La frustración y el odio estaban empezando a hacer mella en sus sentidos.