Cuando vio la sangre en el suelo, pensó inmediatamente en Vittoria. Al seguir las manchas con la mirada, sin embargo, se dio cuenta de que se trataba de huellas de pisadas. La zancada era amplia, y sólo había sangre en las dejadas por el pie izquierdo. «¡El hassassin!»
Siguió las pisadas hasta un rincón de la habitación. Su alargada sombra se fue haciendo más tenue a cada paso. Se sentía cada vez más desconcertado. Las huellas sangrientas parecían conducir directamente al rincón y luego desaparecían.
Cuando Langdon llegó al rincón no pudo creer lo que vio. La baldosa de granito del suelo no era cuadrada como las demás. Lo que tenía ante sí era otro indicador. La baldosa en cuestión tenía forma de pentágono, y estaba dispuesta de modo que la punta señalara la esquina. Hábilmente oculta tras las paredes superpuestas, una estrecha rendija en la piedra servía de salida. Langdon se deslizó por ella y se encontró en un pasadizo. Ante él pudo ver los restos de una barrera de madera que antaño había bloqueado el túnel.
Más allá divisó una luz.
Entonces echó a correr. Saltó por encima de la barrera de madera y se dirigió hacia la luz. El pasadizo lo condujo a otra cámara más grande en la que una antorcha solitaria parpadeaba en la pared. Se encontraba en una sección del castillo en la que no había electricidad. Una sección que ningún turista vería jamás. A plena luz del día ese lugar ya debía de ser aterrador, pero la antorcha lo hacía todavía más inquietante.
«La prigione.»
Había una docena de celdas diminutas, la mayoría con los barrotes ya corroídos. Una de las más grandes, sin embargo, seguía intacta, y en el suelo Langdon vio algo que hizo que le diera un vuelco el corazón. Sotanas negras y fajines rojos. «¡Aquí es donde el hassassin ha retenido a los cardenales!»
Junto a la celda había una puerta metálica. Estaba entreabierta, y por el resquicio pudo ver una especie de pasadizo. Corrió hacia él, pero se detuvo de golpe antes de cruzar la puerta. El rastro de sangre no iba hacia el pasadizo. Cuando divisó las palabras talladas sobre el umbral supo por qué.
«Il Passetto.»
Se quedó boquiabierto. Había oído hablar de ese túnel muchas veces, pero no sabía exactamente dónde estaba su entrada. El Passetto —el «pequeño pasadizo»— era un estrecho túnel de poco más de un kilómetro construido entre Castel Sant’Angelo y el Vaticano. Había sido utilizado por numerosos papas para huir durante los asedios al Vaticano, así como por otros papas no tan píos para visitar en secreto a sus amantes o supervisar la tortura de sus enemigos. Hoy en día se suponía que ambas entradas del túnel estaban selladas con cerraduras inquebrantables cuyas llaves descansaban en alguna cámara acorazada del Vaticano. Langdon comprendió entonces cómo habían podido entrar y salir los illuminati. Se preguntó quién habría traicionado a la Iglesia y se habría hecho con las llaves. «¿Olivetti? ¿Algún guardia suizo?» Ahora eso ya no importaba.
Las manchas de sangre en el suelo conducían al extremo opuesto de la habitación. El profesor las siguió hasta llegar a una herrumbrosa puerta de hierro de la que colgaban cadenas. Habían retirado el cerrojo y la puerta permanecía entreabierta. Detrás de ella podía verse una empinada escalera de caracol. En el suelo también había una baldosa con forma de pentágono. Langdon se la quedó mirando, trémulo, preguntándose si Bernini en persona habría sostenido el cincel que le había dado esa forma. Sobre el umbral había tallado un pequeño querubín. Era por ahí.
El rastro de sangre ascendía por la escalera.
Antes de subir por ella, Langdon supo que necesitaba un arma, lo que fuera. Encontró un barrote de hierro cerca de una de las celdas. Debía de medir poco más de un metro y la punta estaba afilada y astillada. Era increíblemente pesado, pero también lo mejor que había podido encontrar. Confió en que el elemento sorpresa, junto con la herida del hassassin, fueran suficientes para decantar la balanza a su favor. Por encima de todo, sin embargo, lo que esperaba era no llegar demasiado tarde.
La escalera era muy empinada y los escalones estaban desgastados. No se oía ruido alguno. Poco a poco, la luz proveniente de la prisión fue haciéndose más y más tenue hasta que la oscuridad fue total. Langdon siguió adelante con una mano en la pared, cada vez más alto. En la oscuridad, creyó sentir el espíritu de Galileo y lo imaginó subiendo por esa misma escalera, impaciente por compartir sus visiones del cielo con otros hombres de ciencia y fe.
Seguía conmocionado por la ubicación de la guarida. La sala de reuniones de los illuminati se encontraba en un edificio propiedad del Vaticano. Mientras los guardias de la Iglesia buscaban por la ciudad sótanos y casas de conocidos científicos, la hermandad se reunía allí, ante sus propias narices. Parecía perfecto. Como responsable de las reformas del lugar, Bernini debía de tener acceso ilimitado al edificio, y seguro que pudo remodelarlo según sus especificaciones sin que nadie le hiciera ninguna pregunta. ¿Cuántas entradas secretas debió de añadir el artista? ¿Cuántos sutiles adornos que indicaban el camino?
«La Iglesia de la Iluminación.» Langdon sabía que estaba cerca.
A medida que ascendía la escalera, podía sentir cómo el pasadizo iba estrechándose a su alrededor. Las sombras de la historia parecían susurrar en la oscuridad, pero él siguió adelante. Cuando vio un haz de luz horizontal ante él, rápidamente se dio cuenta de que se trataba del resplandor de una antorcha que se filtraba por debajo del umbral de una puerta. Estaba a pocos escalones de un rellano. Los subió en silencio.
No tenía ni idea de en qué lugar del castillo se encontraba, pero sabía que había ascendido lo suficiente para estar cerca de la cúspide. Visualizó el gigantesco ángel que había en lo alto del edificio y supuso que debía de estar justo encima de él.
«Cuida de mí, ángel», pensó cogiendo con fuerza el barrote. Luego, sigilosamente, abrió la puerta.
Vittoria seguía tumbada en el diván. Le dolían los brazos. Al despertarse y descubrir que tenía las manos atadas a la espalda, había creído que podría liberarlas relajando los músculos. El tiempo, sin embargo, se le había agotado. La bestia había regresado. Ahora estaba de pie ante ella, con su robusto torso desnudo, dejando a la vista las cicatrices de mil batallas. La miraba fijamente; sus ojos parecían dos pequeñas rendijas. Vittoria se dio cuenta de que estaba pensando en lo que le iba a hacer. Lentamente, como para provocarla, el hassassin se quitó el cinturón mojado y lo tiró al suelo.
La joven fue presa del pánico. Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, el hombre tenía en la mano una navaja automática. La abrió delante de su cara.
Vittoria vio su expresión de pánico reflejada en el acero.
El hassassin le dio la vuelta a la navaja y la pasó por el estómago de la chica. El gélido metal le provocó escalofríos. Con una mirada de desdén, deslizó la hoja por debajo de la cintura de sus pantalones cortos. Ella soltó un leve grito ahogado. Él empezó entonces a mover la navaja hacia delante y hacia atrás, lenta y peligrosamente... Luego se inclinó sobre ella y le susurró:
—Con esta navaja le saqué el ojo a tu padre.
Vittoria supo en ese mismo instante que sería capaz de matar.
El hassassin le dio la vuelta a la navaja y comenzó a cortar la tela de los pantalones cortos de color caqui. De repente se detuvo y levantó la mirada. Alguien había entrado en la habitación.
—Apártese de ella —gruñó una profunda voz desde la entrada.
Vittoria no podía ver quién había hablado, pero reconoció la voz. «¡Robert! ¡Está vivo!»
El hassassin creyó ver un fantasma.
—Señor Langdon. Debe de tener usted un ángel de la guarda.