CAPÍTULO 108
En apenas una fracción de segundo, Langdon se dio cuenta de que se encontraba en un lugar sagrado. Los adornos de la sala oblonga, aunque viejos y desvaídos, estaban repletos de una simbología reconocible. Baldosas con forma de pentágono. Frescos de planetas. Palomas. Pirámides.
«La Iglesia de la Iluminación.» Sencilla y pura. Había llegado.
Directamente delante de él, enmarcado por la abertura del balcón, se hallaba el hassassin. Junto a él estaba Vittoria, atada pero todavía viva. Langdon sintió una oleada de alivio al verla. Por un instante cruzaron sus miradas y un torrente de emociones fluyó entre ambos..., gratitud, desesperación y pesar.
—Volvemos a encontrarnos —dijo el hassassin. Al ver el barrote que Langdon llevaba en la mano, soltó una carcajada—. ¿Viene con eso?
—Desátela.
El hassassin acercó la navaja al cuello de Vittoria.
—La mataré.
Langdon sabía que era muy capaz de hacerlo. Intentó adoptar un tono de voz más calmo.
—Supongo que lo agradecerá..., considerando cuál es la alternativa.
El hassassin sonrió ante el insulto.
—Tiene razón. Es una mujer con mucho que ofrecer. Sería una pena.
Langdon dio un paso adelante, levantó el herrumbroso barrote y apuntó su astillado extremo directamente hacia el hassassin. Sintió una punzada de dolor en el corte de la mano.
—Suéltela.
El tipo pareció considerarlo un momento. Tras exhalar un suspiro, dejó caer los hombros. Se trataba de un gesto claro de rendición y, sin embargo, en ese mismo instante, su brazo pareció acelerarse inesperadamente. Con un movimiento casi imperceptible, arrojó la navaja en dirección al pecho de Langdon.
El profesor no podría decir si fue el instinto o el agotamiento lo que lo hizo doblar las rodillas en ese momento, pero gracias a ello el cuchillo sólo le rozó la oreja izquierda y cayó al suelo a su espalda. El hassassin ni siquiera se inmutó. Se limitó a sonreír a Langdon, que permanecía arrodillado con el barrote de metal en las manos. Lentamente, como un león al acecho, comenzó a alejarse de Vittoria y avanzó hacia él.
Cuando se puso otra vez en pie y levantó el barrote, Langdon tuvo la sensación de que el jersey de cuello alto y los pantalones mojados restringían demasiado sus movimientos. El hassassin, medio desnudo, se movía más deprisa, y la herida del pie no parecía molestarle lo más mínimo. Advirtió que se trataba de un hombre acostumbrado al dolor. Por primera vez en su vida, deseó tener en su poder una pistola.
El hassassin avanzaba lentamente, como si estuviera divirtiéndose. Se mantenía fuera de su alcance, moviéndose en dirección a la navaja que estaba en el suelo. Langdon se interpuso. Entonces el asesino intentó regresar junto a Vittoria, pero él le cortó de nuevo el paso.
—Todavía hay tiempo —aventuró Langdon—. Dígame dónde está el contenedor. El Vaticano puede pagarle mucho más que los illuminati.
—Es usted muy ingenuo.
Langdon arremetió con el barrote, pero el hassassin lo esquivó. Rodeó entonces un banco, sosteniendo el arma en alto, con la intención de acorralar al hombre en la sala oval. «¡Maldita habitación sin rincones!» Curiosamente, el hassassin no parecía interesado en atacar ni tampoco en huir. Se limitaba a seguirle el juego. Esperando fríamente.
«¿Esperando a qué?» El asesino se movía como un maestro. Daba la sensación de que estuvieran jugando una interminable partida de ajedrez. A Langdon el arma le pesaba cada vez más, y finalmente se dio cuenta de qué era lo que quería el otro. «Pretende que me canse.» Y lo cierto era que la treta funcionaba. Langdon se sintió repentinamente exhausto. La adrenalina por sí sola ya no podía mantenerlo alerta. Sabía que debía atacar.
El hassassin pareció leerle la mente y volvió a cambiar de posición, como si quisiera dirigirlo hacia la mesa que había en el centro de la sala. A Langdon le pareció ver algo encima de ella que brillaba a la luz de la antorcha. «¿Un arma?» Sin apartar los ojos del hassassin, se acercó a la mesa. El otro dirigió una larga e inocente mirada a su superficie. Langdon intentó no caer en la evidente trampa, pero el instinto se impuso. También miró. El daño ya estaba hecho.
No era ninguna arma. La fugaz visión lo sobrecogió.
Sobre la mesa descansaba un rudimentario cofre de cobre, recubierto de una antigua pátina. Tenía forma de pentágono. La tapa estaba abierta. En los cinco compartimentos acolchados de su interior había cinco moldes para marcar a fuego, forjados en hierro y con sólidos mangos de madera. Sabía perfectamente qué ponía en cada uno de ellos.
ILLUMINATI. TIERRA. AIRE. FUEGO. AGUA.
Echó la cabeza hacia atrás, temeroso de que el hassassin lo atacara, pero no fue así. El hombre se mantenía a la espera, como si el juego lo divirtiera. Langdon se esforzó entonces por recobrar la concentración. Levantó el barrote y volvió a arremeter con él. Sin embargo, no podía quitarse de la cabeza la imagen de la caja. Aunque los moldes en sí mismos ya eran fascinantes (se trataba de unos objetos en cuya existencia creían pocos estudiosos de los illuminati), otra cosa en la caja había prendido la mecha de su curiosidad. Cuando el hassassin volvió a cambiar de posición, él aprovechó para echarle otro rápido vistazo.
«¡Dios mío!»
En el cofre, los cinco hierros de marcar descansaban en los compartimentos que había alrededor del borde. En el centro, sin embargo, había otro compartimento. Estaba vacío, pero era evidente que debía de servir para albergar otro hierro... mucho más grande que los demás, perfectamente cuadrado.
No vio venir el ataque.
El hassassin se abalanzó sobre él como un ave de presa. Langdon, cuya concentración había sido burlada magistralmente, intentó defenderse, pero el barrote le pesaba como el tronco de un árbol y lo hizo con excesiva lentitud. El hassassin lo esquivó. Cuando intentó volver a alzarlo, el otro extendió los brazos y lo agarró. Lo hizo con fuerza, la herida en el brazo no parecía afectarle. Ambos hombres forcejearon violentamente. Sintiendo un intenso dolor en la palma de la mano, Langdon notó cómo el hassassin le arrebataba el barrote de un tirón. Un instante después tenía ante sí la punta astillada del arma. El cazador había pasado a ser la presa.
Se sentía como si hubiera sido golpeado por un ciclón. Con una sonrisa en los labios, el hassassin lo acorraló contra la pared.
—¿Cómo era ese refrán estadounidense? —se burló el tipo—. ¿Algo sobre la curiosidad y el gato?
Langdon apenas podía concentrarse. Maldijo su negligencia. El asesino empezó a acercarse a él. No tenía sentido. «¿Una sexta marca de los illuminati?»
—Nunca he leído nada acerca de una sexta marca de los illuminati —dijo, frustrado.
—Probablemente sí lo haya hecho. —El asesino rio entre dientes mientras lo seguía alrededor de la sala oval.
Langdon se sentía completamente perdido. Estaba seguro de que no. Sólo había cinco marcas de los illuminati. Retrocedió y echó un vistazo a la habitación en busca de alguna arma.
—La unión perfecta de los elementos antiguos —declaró el hassassin—. La última marca es la más brillante de todas. Aunque mucho me temo que ya nunca llegará a verla.
Langdon intuyó que, efectivamente, dentro de poco ya no vería nada. Siguió retrocediendo mientras estudiaba sus opciones.
—¿Y usted ha visto esa marca final? —preguntó intentando ganar tiempo.
—Algún día puede que tenga ese honor. Cuando haya demostrado que me lo merezco. —Arremetió contra él. Era como si estuviera jugando con el profesor.
Él se echó hacia atrás. Tenía la sensación de que el hassassin lo dirigía hacia un destino que no podía ver. «Pero ¿adónde?» No podía permitirse mirar hacia atrás.