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—¿Y la marca? —preguntó—. ¿Dónde está?

—Aquí no. Al parecer, la guarda Janus.

—¿Janus? —Langdon no reconoció el nombre.

—El líder de los illuminati. Está a punto de llegar.

—¿El líder de los illuminati va a venir aquí?

—Para marcar a la última víctima.

Asustado, Langdon se volvió hacia Vittoria. La joven parecía extrañamente tranquila. Permanecía con los ojos cerrados al mundo que la rodeaba, respirando lenta y profundamente. ¿Sería ella la última víctima? ¿Lo sería él?

—¡Qué presuntuoso! —se burló el hassassin al ver dónde miraba él—. Ustedes dos no son nadie. Morirán, por supuesto. Eso seguro. Pero la última víctima a la que me refiero es un enemigo verdaderamente peligroso.

Langdon intentó encontrarle un sentido a aquellas palabras. ¿Un enemigo peligroso? Los principales cardenales estaban todos muertos. El papa estaba muerto. Los illuminati los habían eliminado a todos. Encontró la respuesta en los vacíos ojos del hassassin.

«El camarlengo.»

El camarlengo Ventresca era la única persona que había mantenido viva la esperanza de la gente durante toda esa situación. Había hecho más para condenar a los illuminati en una noche que los teóricos de las conspiraciones en décadas. Al parecer, ahora lo iba a pagar. Era el último objetivo de los illuminati.

—No conseguirá llegar a él —lo desafió Langdon.

—Yo no —respondió el hassassin, obligándolo a retroceder todavía más—. Ese honor está reservado a Janus.

—¿El mismísimo líder de los illuminati pretende marcar al camarlengo?

—El poder tiene sus privilegios.

—Pero ¡es imposible que nadie pueda acceder ahora a la Ciudad del Vaticano!

El asesino lo miró con suficiencia.

—A no ser que tenga una cita...

Langdon estaba confuso. La única persona que esperaban en el Vaticano era ese tipo a quien los medios llamaban el «samaritano de la undécima hora». La persona que Rocher había dicho que poseía información que podría salvar...

Se quedó petrificado. «¡Dios mío!»

El hassassin sonrió. Estaba claro que estaba disfrutando de la situación.

—Yo también me preguntaba cómo conseguiría entrar Janus. Pero luego he oído en la radio de la furgoneta una noticia sobre un samaritano de la undécima hora. —Sonrió—. El Vaticano va a recibir a Janus con los brazos abiertos.

Langdon estuvo a punto de caerse de espaldas. «¡Janus es el samaritano!» Era un engaño impensable. El líder de los illuminati tendría escolta real directamente hasta los aposentos del camarlengo. «Pero ¿cómo ha logrado Janus engañar a Rocher? ¿O tal vez estaba éste implicado de algún modo?» Langdon sintió un escalofrío. No confiaba en él desde que casi lo había asfixiado en los archivos.

De repente, el hassassin arremetió y lo rozó con el barrote en el costado.

Él retrocedió de un salto.

—¡Janus no conseguirá salir con vida!

El hassassin se encogió de hombros.

—Hay causas por las que merece la pena morir.

Langdon intuyó que el hombre hablaba en serio. ¿Janus se dirigía a la Ciudad del Vaticano para llevar a cabo una misión suicida? ¿Una cuestión de honor? Asimiló entonces el aterrador ciclo completo. El complot de los illuminati volvía al punto de partida. El sacerdote a quien habían empujado involuntariamente al poder al asesinar al papa había demostrado ser un digno adversario. En un desafiante acto final, el líder de los illuminati lo destruiría.

De repente, Langdon advirtió que desaparecía la pared que había a su espalda. Notó una corriente de aire fresco y se tambaleó hacia atrás en la noche. «¡El balcón!» Se dio cuenta de cuál era la intención del asesino.

Era perfectamente consciente del precipicio que tenía detrás: una caída de treinta metros hasta el patio. Lo había visto al entrar. El hassassin no perdió el tiempo. Volvió a atacar con violencia, pero él retrocedió de un salto y el barrote únicamente le rozó la camisa. Rápidamente, el tipo volvió a embestir y Langdon tuvo que dar otro paso atrás. Ya podía notar la balaustrada a su espalda. A sabiendas de que otra arremetida más lo mataría, hizo un último intento desesperado. Volviéndose a un lado, extendió la mano y agarró el barrote. A pesar de la intensa punzada de dolor que sintió en la palma, no lo soltó.

El hassassin ni siquiera se inmutó. Forcejearon un momento, cara a cara. Langdon podía incluso oler el fétido aliento del hassassin. El barrote comenzaba a escurrírsele de las manos. El otro era demasiado fuerte. Desesperado, intentó pisar el pie herido del hassassin, pero éste era un profesional y se movió con rapidez para proteger su punto débil.

Langdon había jugado su última carta. Y sabía que había perdido la mano.

El asesino lo empujó contra la balaustrada. Al notarla en sus nalgas, Langdon supo que a su espalda ya sólo se encontraba el vacío. El hassassin sostuvo el barrote en diagonal y lo llevó hacia el pecho del profesor, la espalda de éste arqueándose sobre el abismo.

Ma’assalamah —dijo con desdén el asesino—. Adiós.

Con una mirada despiadada, le dio un último empellón. El centro de gravedad de Langdon se desplazó, y sus pies se levantaron del suelo. En un intento final por sobrevivir, intentó agarrarse a la balaustrada. La mano izquierda resbaló, pero la derecha lo consiguió. Langdon se quedó colgado cabeza abajo, sujeto a la barandilla con las piernas y una mano.

Cerniéndose sobre él, el hassassin alzó entonces el barrote sobre su cabeza para asestarle el golpe de gracia. Cuando el hierro comenzó a descender, Langdon tuvo una visión. Quizá se debió a la inminencia de la muerte o simplemente al terror ciego que sentía, pero en ese momento creyó percibir que un aura rodeaba al asesino. Un brillante resplandor pareció surgir de la nada a su espalda, como si una bola de fuego se abalanzara sobre él.

A media embestida, el hassassin dejó caer el barrote y profirió un grito agónico.

El hierro pasó junto a Langdon al caer. El hassassin se dio media vuelta, y entonces el estadounidense pudo ver una quemadura de antorcha en su espalda. Al asomarse por encima de la barandilla vio que Vittoria hacía frente al hassassin con los ojos encendidos de ira.

La chica blandía una antorcha ante sí, y la luz de las llamas iluminaba su expresión de venganza. Langdon no sabía cómo había logrado desatarse, pero tampoco le importaba. Empezó a trepar por la balaustrada para regresar al balcón.

La pelea sería corta. El hassassin era un rival mortífero. Con un grito de ira, arremetió contra Vittoria. Ella intentó esquivarlo, pero el tipo había conseguido agarrar la antorcha e intentaba hacerse con ella. Langdon no esperó. Tras saltar por encima de la barandilla, golpeó con el puño bien apretado la quemadura que el asesino tenía en la espalda.

El grito debió de oírse incluso en el Vaticano.

El hassassin se quedó un momento inmóvil, con la espalda arqueada por el dolor. Soltó la antorcha, y entonces Vittoria se la hundió en el ojo. Se oyó el siseo de la carne al quemarse. El asesino volvió a gritar y se llevó las manos al rostro.

—Ojo por ojo —susurró Vittoria y volvió a golpearle con la antorcha, esta vez como si fuera un bate.

El asesino se tambaleó en dirección a la balaustrada. Rápidamente, Langdon y Vittoria se abalanzaron sobre él al mismo tiempo, y el cuerpo del hombre cayó hacia atrás en la noche. No se oyó ningún grito. El único sonido fue el crujido de su columna vertebral al aterrizar con los miembros extendidos sobre una pila de balas de cañón.

Langdon se volvió hacia la joven y se la quedó mirando desconcertado. De su abdomen y sus hombros colgaban unas cuerdas sueltas. Sus ojos relucían como el infierno.

—Houdini sabía yoga.